
| Tucídides y la democracia /31
Dice José Alsina que el problema acerca de qué opinaba Tucídides acerca de la democracia es uno de los que más ha interesado a los estudiosos de su obra en los últimos decenios, sustituyendo a la llamada ‘cuestión tucidídea’, es decir, la que planteaba si Tucídides escribió su obra en diversos momentos y qué partes son anteriores y cuáles posteriores.
Algunos de los discursos incluidos por Tucídides en su obra, especialmente la oración fúnebre de Pericles, se consideraban tradicionalmente no sólo como una expresión de ardor democrático ateniense, sino también como una profesión de fe democrática por parte del propio Tucídides. Es lo que opinaba Werner Jaeger en su mítica obra Paideia.
Sin embargo, esa opinión ha sido cuestionada en todos sus aspectos e incluso se ha llegado a decir que la oración fúnebre esconde un peligroso ataque contra la democracia, e incluso contra el propio Pericles, cosa quizá exagerada.
Pero no voy a tratar por ahora esta cuestión, sino la de la simpatía o antipatía de Tucídides hacia el sistema democrático, dando por el momento por supuesta la admiración incondicional del historiador hacia Pericles.
Es precisamente esta admiración hacia un “gran hombre” lo que ha llevado a pensar que el caso de Tucídides con Pericles no era distinto del de Plutarco, Aristóteles e incluso Sócrates respecto al propio Pericles; o el de tantos que quedaron subyugados por la figura de César; o más modernamente por la de Napoleón, como Stendhal.
Es decir, personas con ideas más o menos democráticas que, sin embargo, no pueden evitar admirar a los ‘grandes hombres’, ya sean estos respetuosos con la democracia (Pericles), ya sean en cierto modo un producto de ella (Napoleón), o ya sean la causa de su fin (César y Napoleón).
Por lo general, la admiración hacia grandes hombres en los que se cifra la salvación de las sociedades, ha sido característica de los pensadores reaccionarios, siendo el mayor ejemplo de ello Thomas Carlyle y su obra Los héroes.
Todo lo anterior, naturalmente, con las debidas matizaciones hacia el carácter democrático de la Roma de César y la Francia de Napoleón, pero subrayando el hecho de que ambos personajes acabaron, o precipitaron el fin, cuando menos, de la República, en beneficio del Imperio.
Respecto a esa admiración por los grandes hombres, no creo que sea mala, siempre y cuando no implique el sometimiento de los demás a ellos. Existen pocos autores que admiren a grandes hombres y no caigan al mismo tiempo en un aristocraticismo insensible respecto a los que no son grandes hombres.
Que yo conozca y recuerde ahora: Confucio, Mencio, Bertrand Russell y John Stuart Mill, quien decía:
La iniciación de todas las cosas nobles y discretas viene y debe venir de los individuos; en un principio, generalmente, de algún individuo aislado… No es esto fomentar una especie de culto a los héroes, que aplaude al hombre fuerte y de genio que se apodera violentamente del gobierno del mundo, sometiéndolo, a pesar suyo, a sus propios mandatos… El poder de obligar a los demás a seguirle no sólo es incompatible con su libertad y desenvolvimiento, sino que corrompe al hombre fuerte mismo”.
En otro pasaje compara la represión de la individualidad con su exaltación, y ofrece Stuart Mill una cita muy oportuna:
“Acaso sea preferible ser un John Knox que un Alcibíades, pero mejor que cualquiera de ellos es un Pericles. Y un Pericles que existiera hoy no dejaría de tener algunas de las buenas cualidades que pertenecieron a John Knox (Mill, 134)”.
Comentario en 2025

De manera muy sintética se puede resumir la figura de Alcibíades como un hombre admirado, fuerte, hermoso, destinado a compararse con su padre adoptivo Pericles, pero que no estuvo a la altura y se dejó llevar por la ambición desmesurada y la presunción, conspirando incluso contra Atenas. En cuanto a John Knox, se supone que tuvo algunas buenas cualidades como reformador religioso en Escocia, y que su protestantismo (o presbiterianismo) no llegó a ser infame como el de Calvino en Suiza, pero hoy en día es recordado por la ferocidad de sus discursos y su misoginia, dirigida hacia María I de Escocia. Se supone que Mill lo elogia por ser partidario de la libertad de pensamiento.
Deja una respuesta