¿Somos cebras o termostatos?CONTRA EL JUICIO INSTANTÁNEO /1
Existen situaciones en las que estamos obligados a ofrecer una respuesta rápida, momentos en los que no hay tiempo para reflexionar, porque es necesario manifestar nuestra opinión de manera inmediata. Sin embargo, lo cierto es que que podemos disfrutar de la mayoría de los días de nuestra vida sin vernos obligados a cada instante a decir lo que pensamos de cualqueir cosa imaginable.
A pesar de que nadie nos conmina a comportarnos de esa manera, la mayoría de nosotros nos creemos en la obligación de dar continuamente nuestra opinión, incluso antes de saber acerca de qué estamos opinando. Es posible que la razón de esta costumbre se encuentre en los largos milenios de evolución de nuestra especie y de las especies que la precedieron, quizá podríamos remontarnos a los reptiles, los anfibios y los moluscos. No cabe duda de que la capacidad de respuesta rápida puede ser un valor para la supervivencia: la ostra no puede dudar acerca de si le conviene cerrarse cuando siente la presencia de un depredador, el cervatillo de una manada no debería quedarse quieto con la esperanza de que el lobo decida atacar a otro de sus compañeros: la ostra debe cerrarse y el cervatillo debe correr.
Las respuestas instintivas, producto del proceso evolutivo, son de una tremenda utilidad para la supervivencia. También son útiles las respuestas de ese otro instinto que se va formando a lo largo de la vida del individuo al que llamamos intuición. La intuición nos permite reaccionar en ciertas situaciones para las que no nos ha preparado el instinto, proporcionándonos pequeños indicios significativos, de los que a veces ni siquiera somos conscientes, que modifican nuestro comportamiento. A veces nos cambiamos de acera cuando vemos a un individuo que se acerca, casi siempre porque nuestra prejuiciosa intuición nos dice que quizá sea alguien peligroso, tal vez porque es de un color diferente al nuestro o porque tiene un aspecto que asociamos al peligro. En algunas ocasiones no se trata de un prejuicio, sino que hemos logrado advertir de manera correcta algo revelador en la actitud de ese individuo, aunque no seamos del todo conscientes de qué es eso que hemos advertido y solo tengamos la sensación de peligro sin más. Nuestra respuesta intuitiva es el resultado de nuestras experiencias previas y, como ya he dicho, también de nuestros prejuicios, pero nos permite elaborar pre-juicios, juicios previos con lso que enfrentarnos a situaciones similares a las ya vividas.
En ocasiones, la respuesta de la especie (el instinto) y la del individuo (la intuición) trabajan en común. Como explica Robert Sapolsky en Por qué las cebras no tienen úlcera, La respuesta de terror que un defraudador puede sentir al abrir una carta de Hacienda, un niño al ver cómo sus padres reciben el sobre con las notas de su profesor, o un condenado a muerte al leer la respuesta a su petición de clemencia, activa los mismos mecanismos que se activaban en nuestros antepasados de las cavernas al ver a un tigre o un león, pero la respuesta a esa señal de alarma será diferente: no echaremos a correr ni nos subiremos a un árbol (excepto, quizá, el niño). Nuestra reacción instintiva al temor o terror será controlada, primero por nuestra respuesta intuitiva y después, al menos en algunos casos, por una respuesta racional. Una carta, en definitiva, puede provocar la misma reacción emocional que los colmillos afilados de un tigre, pero no debería provocar la misma respuesta intelectual.
En consecuencia, aunque podamos admitir el valor del instinto, de la intuición y de la respuesta rápida en muchas situaciones de la vida, eso no nos obliga a aceptar la conclusión de que debemos dejarnos llevar por el instinto, la intuición y la respuesta rápida en todas las situaciones de la vida.
¿Y en qué situaciones no debemos dejarnos llevar por esos mecanismos automáticos o semiautomáticos que se disparan solos? En todas las situaciones en las que no nos jugamos la supervivencia sino en las que, de manera más modesta, buscamos la solución a una cuestión, o en aquellos momentos felices en los que deseamos comprender algo. Lo diré de manera breve: en todas las situaciones en las que lo que lo único que esté en juego sea la verdad.
Me atrevo a pensar que esas situaciones son las más frecuentes en la vida de un ser racional y que, además, son las que nos hacen plenamente humanos. Cualquier animal, incluida la ameba, la esponja o la hormiga, posee respuestas automáticas. Hasta un termostato es capaz de ejercer respuestas automáticas, regulando la salida de aire caliente o frío según la temperatura que detecta en el medio exterior. Si, como decía el gran teórico de la Inteligencia Artificial Marvin Minsky, la inteligencia se define como la capacidad de cambiar nuestra conducta en función de la información que nos proporciona el medio, entonces no cabe duda de que los termostatos piensan: si detectan que la habitación está fría, lanzan más calor al medio; si detectan que está caliente, dejan escapar aire frío. Admitamos que según la definición de Minsky los termostatos piensan y que nosotros, además de un primate evolucionado, somos un termostato mejorado por siglos de evolución. De acuerdo, pero los termostatos piensan de una manera que no es la que nos interesa como seres civilizados.
El filósofo alemán Heidegger se maravillaba ante aquello que también asombra a algunos seguidores del zen y otras filosofías emparentadas con la mística de la otredad: “Ello piensa”, decía Heidegger. Y es una gran verdad. Pero ello piensa en nosotros, en los cervatillos, en los tigres, en las amebas, en las ostras y hasta en los termostatos. Ello es la respuesta automática, la de nuestro instinto, la de nuestra intuición, la de nuestra mente trabajando en segundo plano. Ahora bien, lo importante no es que ello piense, sino que pensemos nosotros, que piense yo y que pienses tú, querido lector.
El “Pienso luego soy” de Descartes hay que expresarlo con el pronombre explícito, lo que está presente en la fórmula francesa (“Je pense, doncs je suis”), pero que se pierde en la formulación en español y en latín (“cogito, ergo sum”/”pienso, luego soy”)). Hay que decir: “Yo pienso, luego yo soy”, porque, al margen de que ello piense, también pienso yo. El yo es la conciencia, ese feliz hallazgo evolutivo todavía no entendido ni explicado: el yo es el pensar sobre el propio pensar, la constatación de que pensamos. Cuando nos damos cuenta de que pensamos, nos convertimos en personas en su pleno sentido, individuos únicos con la capacidad de examinar el fluir de nuestro propio pensamiento, nuestras respuestas instintivas, intuitivas y automáticas. Nuestras respuestas rápidas. Nuestros juicios instantáneos.
Debido a todo lo anterior, sostengo que la capacidad de no responder, y en especial de no juzgar, de forma instantánea es una de las mejores características de la naturaleza humana y una de las que más a menudo olvidamos, dejándonos llevar por la respuesta rápida, incluso cuando nadie nos obliga a ello ni hay ningún peligro o amenaza a la vista.
Si al lector no le han fatigado estas reflexiones de tono filosófico (la filosofía, o al menos la buena filosofía, atenta casi siempre contra la respuesta rápida y por eso puede producir fatiga), quizá le interese examinar conmigo algunos aspectos concretos en los que he detectado en los últimos años un aumento de la tendencia a la respuesta rápida, al juicio instantáneo. He elegido varios de esos aspectos o situaciones: la política, la economía, la ciencia (y la paraciencia), y la identidad. Quizá añada alguno más.
Continuará…
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[Escrito en la Escuela de cine de San Antonio de los baños, en febrero-marzo de 2015]
CONTRA EL JUICIO INSTANTÁNEO
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