¿Quién soy yo?

INVESTIGACIÓN ESCÉPTICA ACERCA DE LA IDENTIDAD

Supongamos que afirmo que es verdad que me llamo Daniel, que he escrito Sabios ignorantes y felices y que soy un ser humano. Parecen tres verdades indiscutibles, ¿no es cierto?

Sin embargo, tras una cuidadosa investigación, podría descubrir que en el Registro Civil fui inscrito con otro nombre, por ejemplo, Espartaco. Ese era el nombre que quería ponerme mi padre. Mi madre le disuadió, por fortuna. Pero si el acto se hubiera consumado y hubiera quedado registrado ese nombre, ¿podría seguir afirmando que me llamo Daniel? ¿O que soy Daniel?

Supongo que muchos dirán que sí, puesto que me acabo de enterar de ese curioso dato (hasta ahora escondido en el Registro Civil), y siempre todos me han llamado Daniel: mis padres, mis hermanos, mi hijo, mis amigos. ¿Acaso no he puesto yo mismo ese nombre en la portada de mis libros?

Sin duda, pero ¿qué sucedería si hubiese decidido cambiar mi nombre y adoptar un seudónimo?

Durante la adolescencia me inventé muchos seudónimos y firmé con ellos cuentos y poemas; incluso me planteé seriamente entrar en el mundo de la literatura con un nombre supuesto. Como todos esos seudónimos eran absurdos o ridículos, me alegra haber resistido la tentación: Liber, Caín, Tubalcaín, Bran Tubaub…

Eso sí, recurrí a varios seudónimos en Esklepsis, una revista que publiqué en los años 90, a la que, puesto que todos los artículos los escribía yo, decidí dotar de un poco de variedad, empleando seudónimos como: Buda Lien Tau (para el serial Breve historia del budismo), Paula Dems («Crítica del Metafenomenalismo») o Javier Bernal («Pero, ¿ha habido, de hecho, Renacimiento en España?».  

Si me hubiera decidido por alguno de esos nombres en mi carrera literaria, entonces es posible que nadie me llamara ya Daniel, que mis libros no fueran conocidos como los de Daniel Tubau y que cuando yo dijera: «Es verdad que mi nombre es Daniel Tubau», todos me dijeran: «No es verdad, o al menos sólo lo es de manera relativa». Es decir, no de manera absoluta.

Pondré otro ejemplo.

Cuando dirigí la serie Trilocos, protagonizada por los payasos Mané, Fofi, Chifo, Metáfora y Nico, yo sabía cuáles eran sus nombres oficiales. Y sin embargo, a pesar de que la relación laboral pronto se convirtió en amistad, me costaba mucho llamar a Chifo «Marcos», y hasta el día de hoy sigo llamándolo Chifo, aunque estemos en un café y él no lleve la cara pintada sino que vista un traje y corbata. Con Juan Carlos Martín (Nico), o con Íñigo Aldecoa (Metáfora) no sucedió lo mismo, porque ya los conocí antes bajo su otra identidad, la de ciudadanos. Con Mané no hubo ninguna duda, porque su nombre artístico era el mismo que siempre había usado con sus amigos, que no le llamaban José Manuel ni nada semejante, sino simplemente Mané. Ahora bien, con Fofi sucedía algo muy extraño: no podía evitar dirigirme a él como lo hacía todo el mundo, no como Fofi, nombre inventado para el programa Trilocos, sino como… Fofito. Todos sabíamos que Fofi era Fotito, y pocos pensaban que su verdadero nombre fuera Fofi. Pero tampoco Alfonso Aragón.

En brazos de Mané (en Trilocos)

Este ejemplo, muy subjetivo y personal, sirve para mostrar que no es tan sencillo afirmar con plena certeza cómo se llama una persona, ponga lo que ponga en el registro civil. ¿Es verdad que Fofito se llama Alfonso? Sí, claro, es verdad. Pero ¿es esa toda la verdad? Ante esa pregunta ya tenemos que empezar a matizar, nos vemos obligados a explicar que en ciertas circunstancias sí y en ciertas circunstancias no, que para un niño que lo ve en el circo siempre se llamará Fofito, que el director de su programa también lo llamará así, que sus compañeros de la ficción en Tiilocos lo llamarán Fofi, pero que quizá para su madre siempre se llamó y llamará Alfonso.

Algún lector impaciente tal vez me dirá:

«Ya bueno, eso ya lo sabemos. Nada es completamente de esta o de aquella manera, o de un modo absolutamente definido e indiscutible, sino que depende de las circunstancias, de la manera en la que hablamos de algo».

En efecto, respondo, me alegro de que ese lector impaciente sea escéptico. No todos tienen las cosas tan poco claras. Todavía existen algunos dogmáticos que sostienen que esta o aquella cosa es de esta o de aquella manera, de un modo indiscutible y absoluto. Incluso aunque se refieran a cosas mucho más importantes que el nombre de una persona.

Regresemos a las tres verdades indiscutibles: que me llamo Daniel, que he escrito Sabios ignorantes y felices y que soy un ser humano.

Ya hemos visto que pueden surgir algunas dudas acerca de mi nombre, pero seguramente no se duda de que haya escrito ese libro. Sin embargo, podríamos recordar las historias de escritores que firmaron libros pero que no los escribieron. Existen leyendas, algunas ciertas, otras dudosas, de autores que esconden bajo su nombre una factoría de plumillas que trabajan a destajo para que todos los años salgan al mercado nuevos libros con su firma, y no con la de esos escritores «fantasmas» o «negros». Entre los escritores famosos, se sospecha de las 646 obras de Alejandro Dumas y de las más de 500 de Eugene Scribe. ¿Todas las obras firmadas por Dumas o por Scribe son de Dumas o de Scribe? ¿Un cuadro firmado por Rafael, pero pintado por uno de los empleados de su taller es un cuadro de Rafael? Los cuentos de Raymond Carver, ¿son sus cuentos, a pesar de los drásticos cambios que hizo el editor, cambiando su estilo verboso por el cortante y rápido que se hizo famoso y que se conoció como el «estilo Carver»?

De algunos autores, en fin, no sólo se duda de su nombre, o de si han escrito los libros que se les atribuyen, sino que también se sabe que no eran hombres, sino mujeres que firmaban con seudónimo para no ser tratadas como escritores de segunda categoría, como en el caso de George Sand. En otros casos, como el de la poeta Loyse Labbé, la bella cordelera, se sospecha que no era un hombre ni una mujer, sino un grupo de hombres. En la última edición de sus obras completas, la prestigiosa editorial La Pleiade las ha atribuido a Louise Labé, que se supone es el seudónimo grupal que eligieron varios poetas, todos hombres, y que luego fue confundido con aquella cordelera llamada Loyse Labbé. Para quienes no sólo admirábamos los poemas de Labbé, sino que sentíamos una cierta alegría por hallarnos ante una Safo francesa, la decisión ha sido una decepción, pero quizá no tengamos más remedio que aceptarla. No lo sé.

Hace unos años, yo mismo tercié en una polémica acerca de la discutida autoría de una mujer, Oliva Sabuco de Nantes Barrera. Tiempo atrás, llevado por un método puramente azaroso, descubrí un curioso libro llamado Filosofía de la Naturaleza y del hombre. Es un tratado publicado en 1587, en el que, en forma de diálogo ameno, tres pastores discuten acerca de un sistema, que se mueve entre la psicología y la medicina, pues sirve para aplacar los ánimos de los iracundos y vivir más feliz y sosegado, o como se declara en la dedicatoria al rey Felipe II:

«Libro que trata del conocimiento de sí mismo y da doctrina para conocerse y entenderse el hombre a sí mismo y a su naturaleza, y para saber las causas naturales, por qué vive y por qué muere o enferma».

El libro y la dedicatoria están firmados por Oliva Sabuco de Nantes Barrera. Sin embargo, al consultar ediciones modernas del tratado, descubrí que se discutía la autoría de Oliva y que algunos atribuían el libro a su padre, Miguel Sabuco, quien, por alguna razón, había preferido que figurase a nombre de su hija. Un investigador llamado José Marco Hidalgo presentó en 1900 un pequeño ensayo a unos juegos florales de Albacete, en el que defendió la autoría de Oliva, que varios investigadores habían puesto en duda. Tras una larga polémica, el propio José Marco Hidalgo se retractó, pues nuevas investigaciones le habían llevado a una conclusión dolorosa: su querida Oliva no era la autora.

No estoy seguro de si la conclusión es definitiva, y sigo pensando que la autoría es de Oliva, pero admito que las pruebas en contra son muchas. Cuando me propusieron una nueva edición de La nueva filosofía, mi intención era que en la portada se leyera algo parecido a esto:

De este modo se podía mantener la ambigüedad y no decidirse de manera definitiva por ninguna de las atribuciones.

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