Sabios ignorantes y felices (y que no son farsantes)

Ya han llegado a mi casa los primeros ejemplares de Sabios ignorantes y felices: lo que los antiguos escépticos nos enseñan. Ha sido un tremendo trabajo de edición por todo el equipo de la editorial Ariel. He quedado muy satisfecho por el cuidado y la atención que han puesto en cada fase del proyecto, que ha tenido como resultado un libro magnífico. La próxima semana podréis comprobarlo, porque se publicará el día 24 de mayo.

Aquí dejo unos párrafos del comienzo, en los que se explica por qué los filósofos escépticos no son farsantes:

MIS ENCUENTROS CON LOS ESCÉPTICOS
Este libro es al mismo tiempo una investigación y un viaje personal. Mi vida y mi evolución filosófica han corrido en paralelo con mi descubrimiento de estos pensadores que, a pesar de sus muchas escuelas y de sus llamativas diferencias, comparten rasgos comunes que los hacen únicos.
Lo más característico quizá sea que los escépticos no pertenecen al poblado grupo de los farsantes. Los escépticos no quieren vender nada y tampoco prometen un paraíso en el que podamos escuchar durante toda la eternidad a los ángeles tocando el arpa, ni pasar las horas celestiales en orgías con mujeres hechas solo para el placer de los hombres. Tampoco anuncian una nueva sociedad ideal, una utopía por la que valga la pena sacrificarse. Con esta falta de promesas, es comprensible que los crédulos, los que buscan soluciones (fáciles o difíciles) para su vida, o los fanáticos no se amontonen a las puertas de las escuelas escépticas.
No recuerdo cómo descubrí a estos pensadores, aunque no cabe duda de que la influencia de mi madre y mi padre fueron muy importantes, porque los dos eran descreídos, al menos en el terreno religioso. No me atrevería a decir que su influencia fue decisiva, porque existen tantos ejemplos de hijos que rechazan las ideas de sus padres como de los que las comparten, así que me reservaré, al menos, una brizna de elección personal.
Ahora bien, aunque mi primer encuentro con el escepticismo tuvo que ver con la religión, creo que no fue el más trascendental, ya que, como nunca fui creyente religioso, la propuesta escéptica no podía impresionarme. De hecho, llegó un momento en el que me pareció más interesante aplicar el escepticismo al propio escepticismo y me dediqué a refutar los argumentos de mis amigos ateos. Seguramente este ardor polémico fue lo que hizo que mi hermana y mi madre dijeran que estaba dominado por «el demonio de la contradicción», aunque debo advertir que empleaban esta palabra como mera figura literaria, pues no creían en la existencia del archienemigo de Dios.
Con el tiempo, todavía en la adolescencia, descubrí en la novelita Adolphe, de Benjamin Constant, a un personaje con el que me identifiqué por completo:

«Contraje una inflexible aversión hacia todas las máximas comunes y todas las fórmulas dogmáticas. Cuando oía cómo la mediocridad se complacía en disertar sobre unos principios muy establecidos, muy incontestables, sobre moral o religión, me sentía llevado a contradecirla, no porque yo hubiese adoptado opiniones opuestas, sino porque me impacientaba ante una convicción tan firme y pesada».

(…)

En mi visita a las antiguas escuelas y pensadores escépticos del mundo grecolatino, me ocuparé de los asuntos que más les inquietaron y que tienen que ver con una pregunta triple: ¿cómo es la realidad?, ¿cómo podemos conocer la realidad? y ¿cómo podemos saber que conocemos la realidad? Junto a estas preguntas, que a pesar de su semejanza no dicen lo mismo, me interesa también un problema que obsesionaba no sólo a los escépticos sino a cualquier pensador antiguo: cómo podemos y cómo debemos vivir una vida feliz. Todos estos asuntos y muchos otros comenzaron a interesarme ya antes de decidir iniciar la carrera de filosofía cuando cumplí veinticinco años, pues me habían expulsado del instituto, quizá por mi espíritu de contradicción.»


Descubre a los escépticos de Grecia y Roma.

Ariel editorial
568 páginas

Sabios ignorantes y felices: lo que los antiguos escépticos nos enseñan

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