La inteligencia es lo que queramos que sea
Maeterlinck, en relación con aquellos que critica Searle (los que concede inteligencia a un termostato, etc.):
Dos entomólogos ingleses, Leirby y Spencer se burlaron también de quienes concedían inteligencia a las abejas y decían:
“Enseñadnos un solo caso en que, apremiadas por las circunstancias, hayan tenido las abejas la idea de sustituir con arcilla y argamasa la cera y el propóleo, y convendremos en que son capaces de razonar”.
Poco después, Andrew Knight pudo observar cómo las abejas renunciaban a recolectar propóleos y utilizaban una especie de cemento de cera y trementina con que el Knight había untado los árboles. Asimismo, cuando hay escasez de polen, las abejas lo sustituyen por harina si tienen acceso a ella, a pesar de que el sabor, el olor y el color son absolutamente distintos.
Lo dice Maeterlick en La inteligencia de las flores.
Con esto quiero señalar que quienes definen tajantemente la inteligencia y, a partir de tal definición, se la niegan a las plantas, a los animales y a las máquinas, frecuentemente se ven obligados a reducir cada vez más el campo de su definición y acaban diciendo más o menos, como último remedio, que todas aquellas actividades que pueden ser suficientemente formalizadas como para poder encerrarse en un programa, no son realmente tareas inteligentes”. (Allen Paulos, Pienso, luego río 127)
Esta afirmación bordea peligrosamente asertos del tipo: “La inteligencia es aquello que no pueden hacer las máquinas”.
(Ya que la definición de la inteligencia como “aquello que miden los tests de inteligencia” no parece, supongo, poder distinguir entre máquina y hombre.