¿Qué culpa tiene la rosa?

La rosa es uno de esos símbolos literarios o imágenes poéticas tan manoseados que se han convertido casi en un cliché. «No la toquéis más, así es la rosa», decía Juan Ramón Jiménez, tocando, también él de nuevo, la rosa en un poema. Alguien dijo una vez: «El primero que comparó los labios de su amada con una rosa era un genio, el último es un imbécil».

Pero hay aquí una observación que hacer: ¿qué culpa tiene la rosa?, ¿es que la rosa no sigue siendo, a pesar de todo, una hermosa imagen, un reflejo o réplica de los labios amados? La mejor defensa de la rosa que yo conozco, aparte de la de Juan Ramón Jiménez (que es más una súplica o un mandato), es la de Chesterton.

Chesterton decía que aunque la rosa sea un símbolo muy viejo, cada nueva rosa es joven en las manos del amante o del poeta que la compara con los labios de su amada. Un tipo de defensa semejante es  lo que escribí junto a la fotografía de un bello atardecer en la ciudad uruguaya de Colonia:

Aunque se dice despectivamente: «Era un atardecer de postal», hay que recordar que primero fueron los atardeceres y después las fotografías de atardeceres. Muchas personas parecen incapaces de disfrutar de la belleza porque les recuerda los comentarios sobre la belleza.

Ahora bien, la desactivada rosa cobra de nuevo fuerza si, repitiendo en esencia la comparación, varíamos levemente el contexto. Por ejemplo, si quien compara la rosa y los labios es una mujer hablando de un hombre, o hablando de otra mujer, o si es un hombre hablando de otro hombre. O si esa rosa alude no sólo a los labios o las mejillas encendidas de una mujer. Al variar levemente la comparación, al romper el hábito, la rosa parece cobrar nueva vida y renovarse.

Podemos sospechar que gran parte del interés de la película de Ang Lee Brokeback Mountain se debe a que el amor entre hombres resulta menos tópico en el cine que el de hombres y mujeres. Cuando la hosexualidad vaya perdiendo su carácter inevitablemente combativo, la rosa homosexual también acabará convertida en un tópico sin vida.

Pero las reflexiones anteriores no son el asunto al que me quería referir con la pregunta «¿Qué culpa tiene la rosa?».

Volvamos a Chesterton e imaginemos a un joven que vive al margen de toda la literatura rosácea que nosotros conocemos y de sus metáforas. Por ejemplo, un joven de Babilonia o un joven de un lugar remoto y aculturizado. Este joven descubre un día que los labios de su amada y las rosas son semejantes. Las rosas le recuerdan los labios que tal vez ya besó y los labios le recuerdan las rosas que se abren dóciles a sus caricias. Este joven compara rosas y labios. Nosotros, conociendo quién es y dónde vive, descubrimos que la manida metáfora ya no lo es tanto, y le perdonamos la comparación que no perdonaríamos a nuestro vecino de la gran ciudad.

Algo semejante sucede en un delicioso relato que leí en una antología de literatura hebrea que compré hace poco en Buenos Aires. En ese cuento, que transcurre en Palestina hacia finales del siglo XIX, un judió procedente de Europa viaja con una mujer desconocida en un coche. El chófer es también judío, aunque ha vivido siempre en Palestina y, creyendo que el turista americano no habla hebreo, no para de insultar en voz alta al hombre y decirle a la mujer lo mucho que la ama, comparando sus labios con rosas, sus dientes con perlas y sus senos con palomas. Y allí está el turista, simulando no entender nada, molesto por los insultos pero fascinado por el discurso exuberante del conductor, como también lo estamos nosotros, los lectores.

Se ve por el ejemplo anterior que una misma metáfora, un mismo poema o un mismo discurso cambia sin cambiar y con las mismas palabras es diferente. Lo cierto es que para los seres humanos las cosas en sí no existen, o no pueden ser percibidas, sino tan sólo, como decía Leibniz, las relaciones entre las cosas. Un poema raramente se lee desde una posición neutral, por lo que a ese chófer analfabeto palestino (entonces a los judíos de Palestina se les llamaba todavía palestinos) le permitimos lo que no le permitiríamos a un poeta que ha ganado el premio Nobel, como Neruda.

Pablo Neruda

Neruda, al contrario que el chófer palestino, se ve obligado a hablar no sólo de rosas o de labios, sino también de metalenguaje:

«Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir por ejemplo…»

Dice Neruda, y sólo después de este preámbulo dirigido a nuestro juicio crítico, se puede permitir la sucesión de tópicos:

«La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

En una sociedad altamente culturizada, como lo es la nuestra o como lo fue la época del helenismo posterior a Alejandro, o la época Tang y Song de China, a un autor no se le perdona que no conozca su tradición y se le exige, además, que demuestre que la conoce, incluso aunque no venga a cuento, incluso, si no hay más remedio, de manera un poco pedante. Wittgenstein hablaba del valor de uso del lenguaje, pero en la poesía y las metáforas lo que se aplica es «el valor de lo usado»: mientras más usado, menos permitido.

Me atrevo a creer, en contra de la opinión común de los expertos, que esta exigencia es en parte un error. Que el lector debería ser capaz de abstraerse de muchos de los dogmas y prejuicios de su tradición cultural, y que a menudo la ironía y el metalenguaje suponen una pérdida mayor para la sensibilidad que la ignorancia. Pero es una opinión que no quiere ser dogmática, de alguien que ama también el metalenguaje (aunque a veces el metalenguaje está tan o más manoseado que la rosa) y que considera que el poema metalingüístico de Neruda es también hermoso, o que al menos lo son algunos de sus versos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo

Por otra parte, no creo que esté fuera de lugar ni sea pedante establecer aquí una comparación entre la manera en la que cada uno de nosotros vivimos nuestra vida y la manera en la que lo hacen las culturas desde el primitivismo al refinamiento (sin añadir a ambos términos ningún valor positivo o negativo). Me refiero a que del mismo modo que la rosa y los labios, los dientes y las perlas o los pechos y las palomas pierden su efectividad a medida que van siendo repetidos una y otra vez en una cultura, lo mismo nos sucede a nosotros cuando leemos por primera vez esas metáforas en la niñez y la adolescencia y cuando lo hacemos pasados ya muchos años: versos que nos emocionaron pierden ahora gran parte de su poder y algunos se deslizan, incluso a pesar de las coartadas metalinguisticas, inevitablemente hacia lo cursi y lo artificioso. Eso es lo que me ha sucedido al volver ahora a leer el poema de Neruda, que tanto me emocionó en la infancia y del que, como dije antes, ahora sólo salvaría algunos versos que escapan del tópico vacío o recargado.

Me doy cuenta de que con esta última observación, quizá estoy refutando casi todo lo que he dicho antes.

*********

Un tipo de defensa de la rosa semejante a la de Chesterton  son los poemas Fábula del origen del mundo y primera tentación, que publiqué en el weblog Pasajero.

Vínculo a: Atardecer en Colonia

[Publicado por primera vez el 5 de marzo de 2005]

 

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