La ceguera voluntaria
José Saramago escribió un libro entero sobre la ceguera. Era una metáfora acerca de cómo no vemos lo que no queremos ver, de cómo somos inmunes a todo aquello que pone en cuestión nuestros principios. Algo parecido al punto ciego del que hablé en otra línea de sombra (El punto ciego).
Aunque la novela de Saramago quizá no iba mucho más allá de lo obvio, la metáfora de la ceguera estaba explicada con mucha claridad. Sin embargo, al observar los comentarios que se han hecho y algunas recensiones críticas, sospecho que la mayoría de los lectores ha usado la novela para lo contrario de lo que Saramago pretendía: no para ver más, sino para ver menos. Sospecho, en definitiva, que muchos han leído Ensayo sobre la ceguera y han exclamado: “¡Qué ciega es la gente!”, y no: “¡Qué ciego soy!”
Saramago, conocido por su defensa del ateísmo y por su cercanía al comunismo (él mismo se consideraba “comunista libertario”), tuvo la valentía en un momento de su vida de mirar… y ver. De no ser ciego y de aplicarse su propia lección, cuando se atrevió a criticar a Fidel Castro en un artículo que se hizo célebre: “Hasta aquí hemos llegado” (El País, abril de 2003), donde decía a propósito de la pena de muerte aplicada a tres secuestradores:
“Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado”.
No es frecuente que alguien sea capaz de enfrentarse a los suyos, a aquellos con los que, como se dice en metáfora belicista “ha compartido trinchera”, y es una muestra de valor hacerlo, quizá mucho más que el enfrentarse a los enemigos, algo que resulta casi siempre sencillo y gratificante, excepto si uno es soldado en una guerra, por supuesto, donde las balas reales pasan demasiado cerca.
Yo pasé por una experiencia semejante cuando escribí un artículo similar doce años antes que Saramago: “Fidel Castro y los nostálgicos” (El Independiente, septiembre de 1991). A partir de la publicación de ese artículo, mi colaboración con el periódico finalizó de manera misteriosa. Nadie me hizo ningún reproche, ningún responsable me escribió una carta, pero ya no me solicitaron más artículos.
Supongo que muchos lectores que hasta entonces me habían leído con placer porque me consideraban uno de los suyos, a partir de ese momento aprovecharon para ajustarse un poco mejor la venda que les permitía seguir siendo ciegos, lo que tal vez también le sucedió también a Saramago con su propios seguidores. Tengo noticia de que algún amigo común manifestó a mi madre su sorpresa porque yo me hubiera vuelto “de derechas”.
Me gustaría creer, sin embargo, que mi artículo pudo ayudar a algunos lectores a que miraran con un poco más de atención. Al fin y al cabo, cuando fui articulista de El Independiente, siempre intenté no limitarme a expresar mis opiniones ni a escribir buscando el aplauso fácil de la claque, sino que mi ingenua intención era convencer a los no convencidos. Quizá algún lector me concedió el beneficio de la duda y descubrió que el artículo era coherente con lo que yo había defendido en colaboraciones anteriores, o con lo que siempre, con mayor o menor acierto, he querido denunciar: el abuso, la injusticia, la pena de muerte y la violación de los derechos humanos. También me gusta fabular con la idea de que algunos lectores al menos empezaron a mirar con un poco más de atención tras leerme y que acabaron por curarse de la ceguera doce años después, cuando descubrieron que también Saramago se atrevía a mirar hacia allí y contar lo que había visto.
Ahora bien, no es mi intención caer en el narcisismo del profeta incomprendido ni referirme aquí a la dictadura cubana o a cualquier otro ejemplo concreto, así que espero que el lector mire al lugar al que señalo y no al dedo que señala. Y ese lugar es la ceguera voluntaria, que nos impide ver lo que tenemos delante. Quizá sea innecesario aclarar que si hablo a menudo de ciegos que pertenecen al espectro izquierdista es porque convivo y he convivido más con ellos que con quienes pertenecen al espectro derechista, pero ciegos hay en todos lados.
Arthur Koestler, que luchó en la guerra civil española en el bando republicano e incluso estuvo en la cárcel a la espera de ser fusilado, conoció también la Unión Soviética de Stalin y acabó alejándose de los comunistas y contando su experiencia en un libro legendario, El cero y el infinito (Darkness at noon). Koestler explicaba que durante su etapa comunista el adoctrinamiento no difería en nada del de las sectas y organizaciones religiosas como los jesuitas: a la mayoría de los fieles se les recomendaba no leer ciertos libros, pero a los novicios a los que se consideraba especialmente inteligentes sí se les permitía. Incluso les animaban a conocer con todo detalle los argumentos de los “enemigos”, para que pudieran estar preparados y los rechazaran en cualquier circunstancia, incluso aunque esos argumentos fueran no sólo verdaderos sino también convincentes.
El libro de Koestler fue rechazado y vilipendiado por muchos antiguos camaradas comunistas, precisamente del modo que él mismo denunciaba, entre ellos Dalton Trumbo, que presumía de haber impedido que se hiciera una adaptación del libro en Hollywood. Años después, Trumbo sería víctima de la caza de brujas que le impidió seguir trabajando en el cine, al menos de manera pública.
Aunque aquellos lectores selectos del Partido Comunista tenían acceso a la verdad, e incluso podían saber que las denuncias contra la Unión Soviética eran ciertas, por ejemplo las torturas y asesinatos, sin embargo se mantenían firmes en su defensa ciega del estalinismo.
Es un comportamiento que recuerda el de organizaciones religiosas el Opus Dei, la cienciología o el islamismo fundamentalista y que hace muy difícil, a veces imposible, lograr un cambio de opinión. Porque, cuando la verdad no importa, ¿de qué sirve cualquier argumento, por convincente que sea?
[Publicado el 12 de abril de 2012 en Divertinajes]