Entre el corazón y el cerebro

¿Debemos actuar siguiendo los dictados del cerebro o los del corazón?

Esa es una dicotomía que escuchamos o leemos a menudo.

Por “corazón” hay que entender “emoción”, “sentimientos” o “sensibilidad”.

Es una metáfora clásica, aunque quizá no sea la más adecuada, porque es cierto que el corazón se caracteriza por acelerarse o detenerse en ciertas situaciones, pero tiene menos matices emocionales y mucha menos sensibilidad que el estómago o el esfínter. Sin embargo, tanto la imaginación popular como la más selecta han elegido siempre el corazón como sede de la emoción.

Las personas que defienden el uso del corazón para guiar nuestro comportamiento dicen que los partidarios de la “fría razón” pueden cometer todo tipo de crueldades y crímenes, que son capaces de matar sin temblar y sin sentir. Para demostrarlo, nos recuerdan que los psicópatas carecen de empatía y sentimientos.

Desde el otro lado, los partidarios de la razón replican que quienes apelan continuamente al corazón se dejan llevar por impulsos incontrolados, por pasiones irreflexivas que les conducen, en el ardor de su emoción, a justificar o cometer cualquier crimen, sin detenerse a pensar si es correcto o justo lo que están haciendo. Los sentimientos de amor de los partidarios del corazón son poderosos, es cierto, pero los de odio también lo son. Y a menudo, demasiado a menudo, el amor acaba por convertirse en odio, con la misma pasión y la misma ceguera.

Mi opinión es que tienen razón los dos bandos y que se pueden encontrar infinidad de ejemplos que prueban las acusaciones mutuas de unos y de otros. Cuando examinamos la generosa galería de criminales que nos ofrece la historia, nos encontramos con muchos  personajes que no está claro si pertenecen al mundo del caliente corazón o al del frío cerebro. En otro momento discutiré la validez de esa dicotomía cerrazón contra cerebro, pero por ahora la daremos por válida.

Detengámonos un instante en los que con muchas probabilidades fueron los cuatro mayores asesinos de masas del siglo XX: Mao Zedong, Stalin, Hitler y Pol Pot. Si el lector cree que he olvidado alguno, puede añadirlo a la lista. No será difícil encontrar otros criminales comparables, porque en el siglo XX casi cada país del mundo ofrece uno o varios candidatos a este título. No es extraño que un asesino modesto como Monsieur Verdoux dijera en 1947 que era un verdadero despiste considerar el peor asesino del mundo a alguien que, como él, había matado a cinco o diez personas.

Escena del juicio de Monsieur Verdoux

Cuando acusan a Verdoux de ser un asesino, él responde:

“Durante 35 años utilicé mi inteligencia con honradez. Después nadie supo apreciarla. De modo que me había obligado a montar mi propio negocio. En cuanto a ser un asesino, ¿no lo fomenta la misma sociedad? ¿No es la misma sociedad la que construye las armas con el único propósito de matar? ¿No se han utilizado estas armas para matar mujeres, incluso niños inocentes, de una forma en verdad científica? Como asesino de masas no soy más que un simple aficionado”.

Y más adelante, añade:

“Yo diría que las guerras, los conflictos, todos son negocios. Por un asesinato es un villano, por miles es un héroe. Los números santifican, amigo mío”.

Pues bien, pensemos en los cuatro asesinos de masas antes mencionados. Dos de ellos ya habían actuado o todavía estaban en activo cuando Chaplin hizo la película: Stalin y Hitler. A uno de ellos, Stalin, se le tribuye una frase arecida a la de Verdoux: “Matar a un hombre es un crimen, matar a un millón una estadística”.

¿A qué categoría de la dicotomía corazón/cerebro pertenecía cada una de estas personas, responsables no de seis, siete o sesenta muertes, sino de millones de asesinatos? ¿Actuaban siguiendo los dictados de la razón o los del corazón?

Podríamos pensar, que les movía un frío cálculo, una simple suma de beneficios y perjuicios. Si pensamos en Mao Zedong o en su primer inspirador, Lenin (que no tuvo tiempo para igualar a los otros cuatro), todo nos hace sospechar que así era. Cuando Lenin exigía de manera enérgica que se empleará el terror de masas, cuesta imaginar que de verdad estuviera furioso, que se dejara llevar por el corazón, aunque en ciertos momentos el tono de su carta parezca revelar a alguien que no puede contenerse:

“Camarada Zinoviev, acabamos de saber que los obreros de Petrogrado deseaban responder mediante el terror de masas al asesinato del camarada Volodarsky y que usted los ha frenado. ¡Protesto enérgicamente! Estamos comprometidos: impulsamos el terror de masas en las resoluciones del sóviet. ¡Es i-nad-mi-si-ble! Los terroristas van a considerar que somos unos locos blandengues. Resulta indispensable estimular la energía y el carácter de masas del terror dirigido contra los contrarrevolucionarios, especialmente en Petrogrado, cuyo ejemplo es decisivo.
Saludos, Lenin”.

Detrás de una apariencia pasional, de ese “i-nad-mi-si-ble” que tanto debió asustar a Zonoviev, se detecta con claridad un cálculo frío acerca de los beneficios de emplear el terror como instrumento político.

Lo mismo parece suceder con afirmaciones de Mao Zedong como: “Un poco de terror siempre es necesario” o «La mitad de China puede morirse si a cambio conseguimos la bomba atómica».

Pol Pot, según parece, tampoco se dejaba llevar por el corazón, o al menos por un ardor pasional, cuando preparaba el exterminio de su pueblo o la indicación de que cada camboyano debía matar a 30 vietnamitas. Según cuenta Norodom Sihanuk:

“Su carisma no se manifestaba de manera violenta o en un estilo dramático, sino más bien a través de una suave y gentil manera de hablar que llevaba a una intensa seducción”.

Sihanouk añadía que “Pol Pot trajo a su mente el recuerdo de un ruiseñor, que seducía a sus víctimas con sus maneras y suave voz.”

En el caso de Hitler y de Stalin, por el contrario, es fácil imaginarlos dominados por el corazón, por pasiones irrefrenables, con estallidos de ira como la célebre escena de Hitler con su alto estado mayor tantas veces parodiada en vídeos de Internet. Da la impresión de que su ambición política esconde cuestiones más emocionales, frustraciones personales,  odios difíciles de reprimir, traumas no resueltos. Para ser sincero, no estoy muy seguro de que esta descripción sea aplicable a Stalin, quien suele aparecer siempre tranquilo y sereno en todas sus fotografías. Ahora bien, lo más probable es que todos los retratos anteriores sean sólo caricaturas. La personalidad de esos cuatro asesinos de masas tal vez no puede reducirse a la dicotomía entre razón y emoción, cerebro y corazón, porque esa distinción quizá sea falsa en esencia, como intentaré mostrar en otro momento.

Comentario en 2024: Recientemente se hizo pública una grabación de una reunión en la que participó Hitler y la sorpresa ha sido que habla de manera suave y tranquila muy lejos de como solía hacerlo en los mítines o en los discursos radiofónicos.

De todos modos, más allá de los cuatro nombres mencionados, de esos cuatro personajes a los que nos gusta considerar locos para así sentirlos como una anomalía y no identificarnos con ellos, hay que recordar que había cientos de funcionarios, miles de cómplices y millones de personas que, a veces siguiendo a la razón y a veces a la emoción, no sólo soportaban sus crímenes, sino que los justificaron durante años o décadas. La verdadera tragedia no es que personas como esos cuatro alcancen el poder, sino que personas como nosotros lleguemos a apoyarlos y justificarlos. Quizá lo que sucede, en definitiva, es que no somos tan diferentes de ellos.


NOTA EN 2016: la razonable e ingeniosa defensa de Monsiur Verdoux ha tenido en ocasiones un efecto sin duda no deseado por Chaplin: muchas personas justifican cualquier crimen y a cualquier criminal por comparación con otros peores: “Como Fulano cometió crímenes peores, los crímenes de Zutano no son un crimen”. Pero conviene no olvidar que Verdoux es un asesino y que las mujeres a las que asesinó no están menos muertas… aunque existan criminales peores que Verdoux. El que existan mayores criminales que Verdoux no significa que él no lo sea. Podemos lamentarnos de la injusticia de no juzgar a esos otros criminales, pero eso no implica que no debamos juzgar a Verdoux.

El argumento comparativo se usa a menudo para no reconocer los crímenes del propio bando, al minimizarlos recordando los que cometió el bando contrario.

[Publicado el 23 de febrero de 2012 en Divertinajes]


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