Cuando hacia finales de marzo inicié un viaje a China, escribí durante el largo vuelo un balance del 15 M, que en mi opinión estaba entonces entrando en una fase de crisis, previsible y razonable, por otra parte. He publicado algunos fragmentos, pero buscaré esas notas y quizá las publique íntegras más adelante, pero ahora quiero señalar, ya con más tiempo para observar la evolución del movimiento, algunas cosas que no me gustan. En otro momento, espero, hablaré de las cosas que sí me gustan, que son muchas, aunque ya lo he hecho en varias ocasiones.
No me gusta toda la retórica antisistema y la puesta en cuestión de la democracia. Desde el principio me pareció poco afortunado el uso de la expresión “democracia real”. Esa era la manera en la que la antigua dictadura de la Unión Soviética definía su sistema: la democracia occidental era “democracia formal” y la suya era la “democracia real”. Es un argumento que todavía se usa en Cuba, por ejemplo, para sostener esa especie de sistema hereditario republicano en el que dos hermanos se pasan el poder el uno al otro.
No me gusta el uso constante de la palabra “revolución”. La revolución no puede ser una especie de teoría política. Es un fenómeno que se produce de vez en cuando y que cambia las estructuras del poder, o al menos a quienes lo detentan. Algunas veces ese fenómeno conduce a grandes resultados, como en el caso de la revolución de los claveles de Portugal o las de Egipto y Túnez. Otras veces, muchas veces, demasiadas veces, es la puerta de entrada al desastre y el crimen (Unión Soviética, China, Corea del Norte, Camboya…) Como cualquier persona sensata y que desea la justicia me habría alegrado con la Revolución francesa en su momento, como se alegraron Goethe, Hegel, Schelling, etcétera. Como cualquier persona sensata me habría espantado ante el Terror posterior, como se espantaron ellos, cada uno desde su propia posición ideológica. La Revolución inglesa trajo a Cromwell, la francesa el Terror, la rusa y la China el Terror de masas multiplicado. La revolución está justificada en muchos casos, pero casi siempre, en especial si es violenta, no sólo sirve para derribar el poder establecido, sino para establecer el siguiente poder con la fuerza de las armas, algo que ya denunció con mucha lucidez Woody Allen en el epílogo de Bananas, cuando el viejo revolucionario se convierte en el nuevo dictador.
Es evidente que en países como Egipto o Túnez hace falta algo parecido a una revolución, pero en otros como España lo que hace falta es sobre todo evolución. Llamar revolución a cualquier protesta es, además de un simplismo, una de las mayores aplicaciones del pensamiento mágico, una especie de mantra que se repite como si contuviera la solución de todos los problemas. La revolución casi nunca es deseable (excepto en las dictaduras criminales), sobre todo si provoca una inestabilidad permanente: es cierto que suministra diversión a unos cuantos, los que se lo pueden permitir, pero perjudica a muchas más personas, especialmente las más desfavorecidas.
Los sectores que menos me gustan del movimiento del 15 M son los que hablan constantemente de revolución, los que presumen de atacar el control del estado y los que emplean el anonimato para actuar de manera impune, usando, por ejemplo, su poder informático, para tumbar las páginas que no les gustan y ocultándose detrás de máscaras de Guy Fawkes, el hombre que quiso volar el Parlamento inglés con todo el mundo dentro. A pesar de que en cierta medida sigo considerándome anarquista, tengo claro desde hace muchos años que actualmente el más extendido es un tipo de anarquismo, emparentado con el ultraliberalismo americano, que es el reflejo invertido, pero no lo contrario, del fascismo de personajes como Unabomber o el asesino noruego. Una forma de elitismo antisistema que se basa más en el rencor, el odio y la envidia que en la lucha por la justicia o la libertad. Sería injusto considerar que el 15 M se reduce a esos sectores, pero sería iluso también no darse cuenta de que están ahí, con una presencia destacada, aunque supongo que muchos de los que llevan las máscaras inspiradas en Fawkes y el comic V de Vendetta de Alan Moore ni siquiera saben lo que significa. No me gusta el uso de máscaras y del anonimato con fines políticos, ni el uniforme robótico de caras hieráticas sonrientes, ni los modos de actuar ni las intenciones. Pero no quiero detenerme en este asunto porque sería injusto distorsionar el movimiento centrándolo en el sector más extremista, que es, como decía uno de los lemas del 15 M, más que parte de la solución, son parte del problema.
No me gusta la tendencia de muchos de los participantes en el 15 M, los indignados, o como queramos llamar a este fenómeno, a autodenominarse “pueblo”. El “pueblo” es una entelequia que sirve para justificar cualquier cosa y se podrían decir muchas cosas acerca de ese asunto, pero para no desviarme del tema, diré simplemente que nadie tiene derecho a autonombrarse como “el pueblo”. El pueblo no habla casi nunca y si lo hace es brevemente. Podemos decir, si somos flexibles, que una parte del pueblo, quizá una parte importante pero no mayoritaria, habló, hablamos, el 15 de mayo. Pero ya no sigue hablando. Ahora hablan personas y grupos, que tienen todo el derecho a hablar, pero no a calificarse como la voz del pueblo.
Me inquieta cada vez más la insistencia en lemas como “No nos representan”. Si eso quiere decir que un grupo concreto formado por Fulano y Mengano y otras diez, cien, mil o diez mil personas no se sienten representados por los políticos actuales, estupendo. Yo tampoco me siento representado ni creo que pueda sentirme plenamente representado por ningún político o partido. Sólo puedo sentirme más o menos cercano o lejano a uno u otro y puedo pensar que es preferible que gobierne uno u otro, pero, a pesar de mi falta de identificación con ellos, esos políticos han sido elegidos en unas elecciones democráticas y, por poco que me gusten, sí que representan a la población española, y están en su derecho a hacerlo, al menos hasta que no se invente un sistema menos malo que la democracia parlamentaria. También estoy de acuerdo cuando ese lema se aplica, como se ha visto en muchas manifestaciones a los «políticos corruptos», porque es obvio que no deberían poder representarnos. El problema es que me temo que la frase “no nos representan” se emplea muy a menudo con otro sentido, el absoluto: “ no nos representan a nosotros ”. Lo siento, pero eso no puedo aceptarlo. Con todos los errores y defectos de la democracia española, que son bastantes, los políticos no sólo nos representan, sino que, lamentablemente, nos representan demasiado bien: sólo así se explica que los madrileños elijan una y otra vez con mayorías absolutas a Esperanza Aguirre, o que los valencianos eligieran también mayoritariamente al “corrupto” Camps. He puesto entre comillas lo de corrupto no porque yo crea o no crea que Camps es corrupto, aunque conviene recordar a muchas personas que uno de los elementos del estado de derecho es la presunción de inocencia. Camps va ser juzgado (no está mal para un sistema podrido) e incluso se ha visto obligado a dimitir. Es una prueba de que los mecanismos legales y la libertad de prensa funcionan bastante mejor de lo que se dice una y otra vez. Pero, al margen de que sea culpable o no Camps, me parece que la desmesurada atención a sus trajes hace que el debate político quede prácticamente reducido a cero. ¿Los trajes de Camps es lo peor que podemos decir de Camps? Hay que tener cuidado con estas obsesiones porque esa es la mejor arma de la derecha populista, como bien sabe desde hace décadas Berlusconi: que todos se centren en tus rarezas, escándalos y extravagancias y la política quede a un lado. Es un método que funciona. Funciona muy bien.
Capitalismo (las orejas de Mickey Mouse, el anuncio de L’Oreal al fondo), nazismo (Himmler), Europa=dinero (el signo del euro) y los políticos de la democracia («No nos representan»). Ingenioso, pero ¿es todo lo mismo? ¿O es un perfecto ejemplo de esa manipulación por la imagen que tanto se denuncia?
Tampoco me gustan esas consignas tan repetidas de “No se trata de cambiar el gobierno, sino el sistema” ¿Qué quiere decir eso exactamente? ¿Se refieren al sistema capitalista, a la democracia? Es obvio que hay que cambiar tantas cosas que, si se lograran cambiar todas, casi podríamos hablar de un cambio de sistema, pero me temo también que no hay atajos y que la manera más segura de lograr cambiar el sistema es a través de los mecanismos (quizá en muchos casos reformados y reformables) del propio sistema: hacer nuevas leyes, desarrollar nuevas propuestas, porque siempre habrá nuevos problemas que afrontar cuando se resuelvan los que hay ahora. Muchos se han resuelto en los últimos años: un avance impresionante en la legislación internacional, la persecución de dictadores y militares criminales más allá de sus fronteras, la progresiva igualdad de derechos de las mujeres, la construcción de una Europa unida en vez de países permanentemente en guerra, la construcción de un estado de bienestar como nunca ha existido en toda la historia de la humanidad, los derechos de la población homosexual, la abolición de la pena de muerte en cada vez más países del mundo, la sanidad universal aprobada ayer mismo en España, el comienzo del fin de los paraísos fiscales a raíz de la crisis…
A lo mejor deberíamos parecernos a los noruegos que dicen que sí se sienten representados por sus políticos, porque a lo mejor la culpa no es sólo de los políticos sino de todos nosotros, que hemos estado de vacaciones mientras no había crisis y que ahora que nos ha caído la crisis encima nos ha venido también de repente un angustioso sentido de la responsabilidad, aunque volcado fundamentalmente en decir qué es lo que hacen mal los demás (que lo hacen, no lo dudo). A lo mejor los políticos están solos porque les hemos dejado solos. Cada uno es libre de implicarse más o menos en política (yo en particular confieso que nunca me ha tentado el asunto), pero quien quiera hacerlo tiene instrumentos suficientes para ello. Lo que pasa es que hay que usarlos. En Noruega muchos empiezan a los catorce años, por eso entre los muertos causados por el criminal antisistema fascista en la reunión de juventudes socialistas había muchos adolescentes.
Tampoco me gusta la soberbia de muchos participantes del movimiento, su chulería, la manera en la que se expresan como si tuvieran la solución a todos los problemas y los políticos fuesen tan increíblemente estúpidos que prefieren precipitarse en la nada antes que adoptar soluciones que están ahí , a la vista de todos. Sabemos, por ejemplo, que la ley electoral española es injusta, pero tampoco está tan clara la solución: ¿el modelo alemán, el francés, el inglés el americano? Casi todos, por cierto, son más injustos: si no me equivoco, en el americano el perdedor en un estado no tiene representación aunque saque el 40% de los votos. Es decir el partido perdedor de Texas se queda sin representantes durante cuatro años. Hay que cambiar muchas cosas, sí, pero pensar que la solución es sencilla o que ya la tenemos aquí delante es un ejemplo de lo que los ingleses llaman wishful thinking, pensamiento ilusorio, que consiste en dejarnos guiar en nuestros actos por lo más nos complace, en vez de en el análisis de situaciones reales, confundiendo los deseos con la realidad, avanzar a golpes de emociones. Las emociones son importantes, muy importantes, pero también lo es el análisis realista, el trabajo diario sensato una vez que hemos salido del parque de atracciones emocional.
Debido a lo anterior, tampoco me gusta el recurso a argumentos simplistas con los que se obtiene el aplauso fácil, el decir lo que los que escuchan quieren escuchar, la actitud de aquellos que, como decía alguien, “siempre tienen razón, pase lo que pase”. Están los que siempre tienen razón y los que se ponen a hacer las cosas y descubren que no son tan fáciles como imaginaban. Creo, además, que lo popular no es ninguna garantía y que un buen político no debe decir lo que el pueblo, sea eso lo que sea, quiere que diga, sino lo que él cree. Recuerdo unas declaraciones en este sentido de Adolfo Suárez, cuando le decían que un político debía hacer lo que el pueblo quería que hiciera. Dijo algo así como que un político debe tener oído para escuchar las demandas sociales, pero no debe hacer lo que el pueblo le dice que haga, sino lo que él cree, de manera acertada o equivocada, que debe hacer. Un político debe decir: “Esto es lo que yo quiero hacer, si te parece bien dame tu voto y si ves que no lo hago, retíramelo”. Quizá esa integridad final le precipitó desde sus 162 diputados a sólo dos (él y Rodríguez Sahagún). Si se atendiesen los deseos del “pueblo” (de la mayoría de la población) en muchos países, entre ellos posiblemente España, habría pena de muerte, no habría derechos homosexuales y tantas otras cosas a las que inevitablemente nos llevaría seguir la voz popular.
Es cierto que a veces los políticos están por delante de eso que podemos llamar mayoría social, mientras que en otros casos están por detrás, como en las maravillosas y pacíficas revoluciones de pueblos supuestamente “no preparados para la democracia” como Túnez y Egipto. Pero no hay una fórmula mágica. En mi opinión, los políticos, los que a mí me gustan, los que creen en políticas progresistas, en compensar las desigualdades sociales, tienen que estar por delante de la sociedad y ser en cierto modo “impopulares”, como lo era Bertrand Rusell cuando publicó sus Ensayos impopulares, que con el tiempo se convirtieron en lo que todo el mundo pensaba, pero no porque Rusell se adaptara a la gente, sino porque la gente cambió de manera de pensar, en parte gracias a Russell.
Otro asunto es el entusiasmo. El entusiasmo es un mal consejero. Yo siento verdadero entusiasmo de manera natural por algunas cosas, más que nada por estar vivo. Me gusta la vida, disfruto del mundo, siento un gran placer casi simplemente al despertarme y cuando camino por la calle, observando cualquier pequeño detalle. Disfruto muchísimo, incluso de los malos momentos, porque creo lo que decía William Blake: “El hombre ha sido hecho de alegría y dolor y cuando entendemos esta verdad marchamos más seguros por un mundo mejor.” Quiero decir con esto que no necesito estimulantes artificiales del entusiasmo (me parece que muchas personas sí los necesitan y los buscan casi con desesperación). Pero aunque el entusiasmo me llena de fuerza, no me dejo llevar por el entusiasmo, porque también creo lo que decía Aristóteles: que una vida sin reflexión no merece ser vivida. He vivido el entusiasmo del 15 M desde el primer día y he disfrutado muchas noches en Sol, pero no puedo distorsionar la realidad que ahora observo para seguir viviendo en un entusiasmo acrítico. Insisto en que el entusiasmo es una emoción estupenda pero no es una forma de pensar estupenda. El entusiasta tiende a creer que hay mucha más gente que piensa como él de la que en realidad hay, y que basta con desear mucho las cosas para que sucedan. Garton Ash decía que él era optimista de la voluntad pero pesimista del intelecto. No está mal, pero incluso podríamos decir “optimista de la voluntad, realista del intelecto”. Creo que lo que ha pasado es maravilloso y que ha dado lugar a muchas cosas buenas, pero que el abuso de una manera de actuar entusiasta, acrítica y soberbia, la movilización permanente que ya se hace cansina, la búsqueda de titulares constante, la ocupación sin criterio ninguno de lugares emblemáticos como Sol o los aledaños del Parlamento para así salir en las noticias y la multiplicación de consignas están estancando el asunto más que favorecerlo. De hecho me inquieta bastante que haya tantos lemas y consignas. El discurso de lemas, de aforismos, de frases estupendas e impactantes, es un rasgo de ingenio, pero no la mejor estrategia para profundizar y resolver los problemas. Por otra parte, como le dije a mi amigo Marcos en los primeros momentos que anunciaban la crisis del movimiento (en la resaca de las elecciones) el estado natural de los españoles es la indignación. El español es un indignado por definición, que siempre se está quejando (ya lo hacía antes de la crisis), así que pedirle que se indigne más es como echar gasolina al incendio. Hessel contaba en una entrevista que él no quería llamar a su libro Indignaos y que fue más bien una decisión comercial por parte de sus editores. Ahora ha escrito una continuación que se llama Comprometeos, porque sabe que el entusiasmo de la indignación sirve para ponerse en marcha pero no para avanzar con paso seguro hacia cambios que valgan la pena. Quizá su tercer libro debería llamarse Reflexionad. Lo escribiría yo mismo, si no fuera porque no me gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer, ni los verbos imperativos.
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