Muchas máscaras
NO LUGAR ~19

Ensayo sobre las máscaras /8

Avión en la pista del Aeropuerto de Quito

[Viernes 12 de diciembre]

 

Escribí sobre el Atlántico aquello de la necesidad de llevar una máscara si queremos aplicar las ideas del “Vive oculto” y “Esconde tu juego”.

Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿por qué seguir esas ideas de ocultamiento?, ¿por qué no mostrar nuestro juego y que así sepan los demás a qué atenerse?, ¿por qué aceptar la estética del ocultamiento en vez de la ética de la manifestación?

Sería largo explicar la conveniencia de esas ideas, pero, se podría decir, de una forma simplista, que, a causa de muchas experiencias repetidas, uno acaba llegando a la conclusión de que cuando ha mostrado su juego se han producido ciertas consecuencias indeseables.

Pero, bueno, todo esto es muy vago: ¿de qué juego se trata?, ¿y qué malvadas, o al menos sospechosas, intenciones se esconden tras alguien que cree que debe esconder sus intenciones?

Ninguna.

De todos modos, aunque aceptemos en cierto modo lo de vivir ocultos, todavía nos quedan muchas máscaras donde elegir.

Una de ellas es la del camaleón: mimetizarse con el ambiente para pasar desapercibido. No es mala máscara, pero acaba obligándote a compartir estupideces y tolerar bajezas; es peligrosa para tu propia integridad moral y psicológica. El mayor peligro de la máscara del camaleón es que acaba por fundirse con tu propio rostro y termina por resultar imposible arrancarla: de pronto te das cuenta de que te has convertido en lo que fingías haberte convertido. He visto a muchos amigos y conocidos sufrir esta tremenda transformación.

Otra máscara es la del hombre invisible: ser tan insípido que nadie advierta tu presencia, o que, aunque la advierta, no considere necesario convertirte en su aliado ni en su enemigo. Durante mucho tiempo quise ser el hombre invisible. Más tarde pensé que sería mejor ser Metamorfo, el hombre cambiante, un personaje de los tebeos de la editorial Novaro, que leía de niño. Esta sería una máscara interesante, sin duda, la del hombre cambiante, que tiene diferentes personalidades en diferentes circunstancias, que se adapta a diferentes ambientes y personas, no por mimetismo, sino por simpatía o empatía, o quizás por simple sentido común.

El colmo de la perfección sería poseer varias máscaras para los diferentes ambientes, pero que todas ellas fueran verdaderas, es decir, coherentes con tu carácter, que no te obligasen a envilecerte ni a violentarte. Algo así, creo, he conseguido en los últimos años, desde la enfermedad: muestro diversos juegos que son bastante reales, pero nunca todo mi juego.

¿Y quién conoce todo mi juego?

Nadie, excepto, tal vez, yo… y Dios, si existiera.

En ocasiones, sin embargo, se me escapa algún detalle de otra máscara, como cuando bailo delante de la gente del trabajo o cuando la noche en que, tras la grabación en Disneylandia, fui a bailar y me puse pendientes, lo que sorprendió a los que me conocen con mi máscara de trabajador formal y responsable.

Estos excesos, estos deslices en el ocultamiento, son inevitables de vez en cuando y está bien que Raúl me rebautizara como “Doctor Jekylll y Mister Hyde”, como ya lo hicieron antes Ana e Inés con lo de “Doctor Jekyll y Mister Tubi”. Esta doble personalidad me proporciona cierta libertad e impunidad: lo que ellos ignoran es que yo no soy el que conocen habitualmente (el doctor, el trabajador formal), sino el otro, el ‘mister Jekyll/Tubi’, el que se trasforma, el que baila enloquecido en las discotecas.

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