Lo innecesario, Sócrates y Steve McQueen

En Actuación y sobreactuación y Mad Men me referí a aquello que Stendahl llamaba la “ilusión perfecta”, esos raros momentos en los que, al ver una obra de teatro, leer una novela o ver una película sentimos por un momento que lo que allí sucede es real, más real de lo que suele ser la ficción. A menudo esa sensación nos asalta cuando vemos algo superfluo, innecesario, un detalle que no era imprescindible para contar la historia, una acción que un guionista experimentado ni siquiera escribiría porque no cumple una función clara en la trama. Es precisamente esa percepción de lo innecesario lo que nos hace salir de la falsedad mecánica que toda ficción se ve casi siempre obligada a poner en marcha.

A mí me gusta recordar una escena de este tipo que se puede ver en Bullit. Es un momento en el que Steve McQueen, que interpreta al detective Bullit, está en su casa, en mangas de camisa, pero con la pistola en la sobaquera, y se está haciendo un huevo frito. La escena no sirve para nada, no sucede nada espectacular, como la célebre persecución de coches que todo el mundo recuerda de la película, pero por un momento te parece que Bullit existe, que no es un personaje, sino una persona.

Al revisar la película, no he encontrado esa escena, así que supongo que mi memoria la ha fabricado mezclando otras películas, o tal vez tiene lugar en El caso de Thomas Crown o en La huída, o tal vez no es una escena de McQueen, sino de otro actor. Sin embargo, en Bullit he encontrado otra escena que refleja a la perfección lo que estoy comentando:

Esta larga secuencia de Bullit conduciendo por la ciudad, aparcando su coche, robando un periódico en un dispensador automático, entrando en uan tienda, comprando un montón de paquetes de congelados, aparcando junto a su casa, entrando en la casa y metiendo los congelados en la nevera… ¿para qué sirve? En principio para nada importante. Sería rechazada en casi todas las películas de Hollywood actuales y en todas las series convencionales, porque, ¿dónde está el arco de la escena?, ¿dónde está el conflicto o problema del inicio, dónde el tira y afloja y dónde el nuevo conflicto planteado al final de la escena? No existen. La escena no es completamente inútil en la trama, es cierto. Podemos pensar que la intención del guionista y el director es mostrar un cambio en Bullit: en al escena anterior acaba de quebrantar la ley al ocultar una muerte, con la esperanza de descubrir al asesino, así que esta escena nos muestra al Bullit fuera de la ley, reforzándolo con un acto trivial pero simbólico como es robar un periódico. Sí, puede ser, pero ¿era necesaria esta escena? Ya he dicho que desde el punto de vista de la narración convencional no lo sería, pero esta escena nos revela a un Bullit que por un momento parece dejar de ser un personaje en una trama, un actor repitiendo frases que nos conducirán siempre a una nueva sorpresa o intriga. Por una vez nos parece ver a una persona.

Un ejemplo similar lo encontramos en el Critias de Platón. El diálogo, que está contado en primera persona por el propio Sócrates, comienza poco después de la batalla de Potidea, de la que regresa el filósofo, encontrándose de nuevo con sus viejos amigos. Uno de ellos es Critias, al que Sócrates pregunta qué cosas interesantes han sucedido en su ausencia:

«Cuando ya teníamos bastante de todo esto, le pregunté yo, a mi vez, por las cosas de aquí: qué tal le iba ahora a la filosofía, cómo andaba la juventud y si se distinguía alguno por su saber o su hermosura, o por ambas cosas.»

Es entonces, casi como en respuesta a la pregunta de Sócrates que se forma un gran revuelo porque se acerca el joven más hermoso de Atenas, rodeado de su nube de admiradores. Es Cármides, ante cuya visión Sócrates cuenta a su interlocutor (que no sabemos si es Platón o tal vez nosotros mismos, sus lectores):

«Por lo que a mí hace, amigo mío, soy mal punto de comparación en relación con bellos adolescentes, porque casi todos, en esta edad, me parecen hermosos. Ahora bien, realmente, éste me pareció maravilloso, por su estatura y su prestancia. Y tuve la impresión de que todos los otros estaban enamorados de él. Tan atónitos y confusos se hallaban cuando entró. Otros muchos admiradores le seguían. Estos sentimientos, entre hombres maduros como nosotros, eran menos extraños, y, sin embargo, entre los jóvenes me di cuenta de que ninguno de ellos, por muy pequeño que fuera, miraba a otra parte que a él, y como si fuera la imagen de un dios.»

Sócrates pregunta entonces a Critias si Cármides es listo además de hermoso, a lo que Critias responde que es kalòs kaì agathós, bello y sabio, hermoso por dentro y por fuera. Sócrates propone entonces en un juego de doble lenguaje.

«—¿Por qué, pues, no le desnudamos, de algún modo, por dentro y lo examinamos antes que a su figura? Porque, a su edad, seguro que le gustará dialogar.
—¡Claro que sí! —dijo Critias—, ya que es algo así como filósofo, y además, según opinión de otros y suya propia, sabe de poesía.»

Llaman al muchacho con una excusa improvisada sobre la marcha y Cármides se acerca. Es entonces cuando viene uno de esos momentos de ilusión perfecta, ese detalle innecesario que nos transmite inmediatez y realidad:

«Cármides se aproximó y fue motivo de regocijo, pues cada uno de nosotros, de los que estábamos sentados, cediendo el sitio, empujaba presuroso al vecino, para que él, Cármides, se sentase a su vera. Y al final, de los que estaban en los extremos, el uno tuvo que levantarse y al otro le hicimos caer de costado.»

Es casi una escena de cine mudo, de aquellas en las que uno se levanta de un tablón y hace caerse al suelo al que estaba en el otro lado, pero la ilusión continúa cuando Sócrates tiene al bello muchacho a su lado:

«Entretanto, él se vino a sentar entre Critias y yo. Entonces ocurrió, querido amigo, que me encontré como sin salida, tambaleándose mi antiguo aplomo; ese aplomo que, en otra ocasión, me habría llevado a hacerle hablar fácilmente. Pero después de que -habiendo dicho Critias que yo entendía de remedios- me miró con ojos que no sé qué querían decir y se lanzaba ya a preguntarme, y todos los que estaban en la palestra nos cerraban en círculo, entonces, noble amigo, intuí lo que había dentro del manto y me sentí arder y estaba como fuera de mí, y pensé que Fidias sabía mucho en cosas de amor, cuando, refiriéndose a un joven hermoso, aconseja a otro que «si un cervatillo llega frente a un león, ha de cuidar de no ser hecho pedazos». Como si fuera yo mismo el que estuvo en las garras de esa fiera, cuando me preguntó si sabía el remedio para la cabeza, a duras penas le pude responder que lo sabía.»

Así, con todos estos encantadores detalles mundanos comienza el diálogo acerca de qué es la sensatez o la sabiduría. Es difícil encontrar mejores ejemplos de lo que es o debería ser la filosofía: una búsqueda excitante, divertida, ingeniosa, sensual, tenaz y juguetona, que trascurre en paralelo a la vida misma. Y también es, sin duda, una muestra de esa ilusión perfecta de la que hablaba Stendhal.

 

 


 [Este texto fue publicado en la página Divertinajes, dentro de la serie titulada La ilusión imperfecta. Aquí he añadido algunos cambios]


 

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LA ILUSIÓN IMPERFECTA

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