
La mitología comparada es más un arte que una ciencia, aunque se sirve de otras ciencias como la lingüística y la filología, así como la arqueología y la historia. Pero sus practicantes se asemejan a detectives que intentan reconstruir una vajilla a partir de algunas piezas rotas, o reconstruir un puzzle del que apenas quedan unas cuantas fragmentos. La comprobación de las hipótesis es difícil, porque no hay manera de ponerlas a prueba en experimentos decisivos, como sucede en ciencias como la física. La mayor verosimilitud se consigue al construir un edificio coherente, en el que pequeños detalles son interpretados o reinterpretados, mostrando un nexo o un significado al principio sorprendente, pero que paso a paso va demostrándose más y más plausible.
Naturalmente, puede darse el caso de que un descubrimiento arqueológico confirme alguna teoría mitológica, como sucedió, según parece, con la hipótesis de Robert Graves de que en Creta se practicaban sacrificios humanos, pero casi todas las teorías aceptadas en mitología comparada deben casi todo su prestigio a la elocuencia de sus defensores y al consenso más o menos amplio y más o menos cambiante de los expertos en la materia.
El filósofo Bertrand Russell decía que a veces pensaba que la filosofía era una rama de la literatura. Georges Dumézil, que fue el mayor experto en mitología comparada indoeuropea, admitía que, como sucede a menudo en este campo, sus teorías podrían ser en el futuro refutadas por mejores investigadores, y todos sus descubrimientos negados y considerados mera fantasía. En ese caso, dijo, tampoco pasaría nada grave: bastaría con cambiar sus sus libros de estante, quitarlos del de la ciencia y ponerlos en el de la literatura.
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