Bienvenidos a la aldea global

 

Cuando Marshall McLuhan publicó La aldea global, casi todo el mundo lo interpretó como una alusión a que nuestro planeta se había convertido en una gigantesca aldea gracias a las nuevas comunicaciones y a la nueva realidad audiovisual, que permitían que una persona de un pequeño pueblo de Japón compartiera los mismos ideales, sueños o intereses que alguien que viviera en París o el Lima. Y que, además, esas personas se pudieran poner en contacto al instante con tan solo descolgar un teléfono.

Esa es una interpretación válida de “aldea global”, pero no era la que más interesaba o preocupaba a McLuhan. La otra interpretación era que todo el planeta se iba a llenar de pequeñas aldeas, que en vez de crecer las ansias de internacionalización y cosmopolitismo, lo que aumentaría serían los sentimientos tribales, la búsqueda obsesiva de identidades diferenciadoras: que todos volveríamos a convertirnos en aldeanos y que cada una de esas aldeas viviría en un mundo global pero sería inmune a su influencia. Era una de esas profecías un poco disparatadas de McLuhan, porque ¿quién iba a creer que un mundo cada vez más mezclado y comunicado, y más aún con la revolución digital que McLuhan apenas pudo ver, querría regresar a las viejas aldeas, a las identidades tribales y nacionales?

Pero parece que también en esto acertó McLuhan.

Las nuevas tecnologías, la revolución audiovisual, digital, de las comunicaciones, todo esto no impide, sino que favorece más y más el sentimiento identitario. En cualquier lugar se multiplican las apelaciones a lo que convierte a un grupo de personas en diferente a los demás grupos en todos los aspectos, incluso en algunos que bordean el antiguo racismo genético. El planeta entero busca de manera obsesiva identidades que definan a los unos o a los otros, ya sean rasgos nacionales, como los catalanes, los escoceses, ya se basen en etnicismos e indigenismos, o incluso en las preferencias sexuales, donde la definición y progresiva compartimentación amenaza con acabar con las letras del alfabeto: LGBTI…. (¿No se podría encontrar una denominación que englobara cualquier característica o preferencia sexual y que definiera simplemente la libertad y el derecho de amar o desear a quien uno quiera, sin necesidad de cargarnos de etiquetas?).

Del mismo modo, la reivindicación de los derechos de personas que sufren discriminación a menudo acaba convirtiéndose en un artificioso desfile folclórico de banderas, muchas de ellas inventadas para la ocasión y sin ninguna relación con los agraviados, y que no pocas veces acaba derivando en tensiones entre los que se autoproclaman descendientes (a menudo sin ninguna garantía de ello) de brillantes y orgullosos imperios de antaño. Ahora bien, ¿estamos reivindicando los derechos de las personas o las glorias imperiales? Al final acaba por parecer que alguien merece ser tratado con dignidad no porque sea un ser humano, sino porque pertenece a esta o a aquella comunidad histórica. Es decir, todo lo contrario de lo que significan los derechos humanos, que no se adquieren por pertenecer a este o a aquel grupo, sino por el simple y sencillo hecho de nacer.

Muchos de los ejemplos mencionados de reivindicación de la identidad tienen su origen en la comprensible confusión que se puede establecer entre el hecho de que alguien sea discriminado por lo que se supone que es y la conclusión errónea de que si uno reivindica “lo que es” entonces dejará de estar discriminado. Se trata de una falacia lógica, por supuesto, pero es muy común entre aquellos que confunden la libertad con el poder y que emplean una y otra vez ese espantoso vocablo “empoderamiento” o “empoderar”, razonando que si los que tienen poder no son discriminados, entonces lo que hay que hacer es dar poder a los discriminados. No cabe duda de que existen muchas acepciones de la palabra “poder” y que algunas de ellas son estupendas, como: “capacidad de hacer una cosa”, pero es obvio que los entusiastas del empoderamiento se refieren a:

PODER: autoridad para mandar, dominar o influir sobre los otros.

¿Realmente queremos acabar con los abusos de los poderosos creando y multiplicando pequeños poderes, dando el poder a pequeños o grandes grupos para coaccionar a sus vecinos y compañeros? Este es uno de esos ejemplos de cómo, más que extender las libertades, lo que se consigue es multiplicar las coacciones.

El peor ejemplo de esta aldea global (subráyese “aldea”, y no “global”) es sin duda el nacionalismo, que es tan antiguo como el mundo, aunque los historiadores nos aclaren que los estados-nación son un fenómeno muy reciente. El sentimiento de comunidad política que no se basa estrictamente en los lazos familiares ya se puede encontrar en las ciudades-estado de Mesopotamia, como Kish, Lagash o Uruk, que a menudo construían su identidad alrededor del culto a un dios particular y a un templo. La religión, como se ve, ha estado casi siempre muy cercana a la política y cuando no ha sido una consecuencia del poder político ha sido su génesis, desde el antiguo Israel al Imperio Romano Cristiano o las guerras santas de Mahoma.

Pero ese sentimiento de pertenencia a un ente político abstracto, que es sin duda un avance civilizatorio cuando se basa, como se dice en el célebre discurso de Pericles, en el respeto a las leyes que nos hemos dado, se convirtió en el siglo XIX y en especial en el XX en una enfermedad mortal y mortífera llamada nacionalismo, de la que creíamos habernos curado, pero que en este siglo XXI resucita, volviéndonos, más que globales, aldeanos.

El mundo global se enfrenta, como siempre ha sucedido, a grandes peligros. Eso no es una novedad. Pero también a grandes y estimulantes desafíos. Por eso resulta especialmente lamentable ver cómo tantas personas gastan inmensas energías en obsesiones identitarias, en desfiles y banderas, en reivindicaciones de un pasado glorioso, casi siempre imaginario o espantoso, en nostalgias y utopías reaccionarias que se alimentan también desde una comunidad virtual que ha demostrado su poder no solo para alcanzar lo global y lo universal, sino para regresar a la aldea.


POLÍTICA

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