Acerca de Podemos

Escribo acerca del partido político Podemos con mucha reticencia por varias razones. En primer lugar porque no me resulta muy estimulante ocuparme de un partido político; en segundo lugar, porque todo lo que rodea a Podemos se ha convertido en una cuestión emocional y emotiva. En tales situaciones, la argumentación razonada y razonable ya no tiene nada o casi nada que hacer.

Por una parte están los detractores furibundos del partido político en cuestión, que recurren a cualquier argumento, buscando en cualquier lugar imaginable si el secretario general, dirigente o líder del partido (pues no está muy clara la denominación que debemos dar a Pablo Iglesias) hace esto o aquello en su vida privada o si en una ocasión dejó o no propina en un restaurante. Centrar la crítica política en detalles de la vida personal de los candidatos y en asuntos sin ninguna relevancia no sólo está fuera de lugar y a mí me resulta insoportable, sino que es una de las cosas que, paradójicamente, acaba por generar simpatía hacia quien es acusado de tales ridículos desaguisados.

Otros detractores lanzan acusaciones sin  ningún tipo de evidencia que las respalde, o se lanzan al terreno del insulto, el improperio, la exageración o la deformación de hechos reales hasta niveles que rozan lo grotesco. El efecto de este tipo de intervenciones, casi siempre en programas de televisión, es que los datos concretos y los hechos verdaderos quedan sumergidos en una maraña de absurdos y griterío que hacen que ya no se puedan emplear de manera sensata, porque a todo el mundo le recuerdan a este o a aquel contertulio que dijo algo parecido en uno de esos programas de la tele. Como es obvio, una de las mejores maneras de desactivar un argumento molesto es que tus rivales lo deformen hasta convertirlo en inútil. El partido Podemos ha sabido buscar buenos enemigos que neutralicen con sus exageraciones todo lo que se pueda decir de manera justificada en contra de su visión de la política, de sus ideas o de sus influencias.

Sucede, además, que el éxito de este partido ha sido en gran parte un fenómeno puramente televisivo, un fenómeno mediático de manual. Y lo sigue siendo. La televisión, a pesar de la llegada de internet y de la fragmentación de las audiencias, sigue batiendo cada año el récord de televidentes en España y está claro que parece haber recuperado influencia en un país extremadamente politizado y polarizado desde el inicio de la crisis. Confieso que yo apenas sabía nada de Podemos hasta después de las elecciones europeas, porque no veo la televisión nunca o casi nunca. Cuando, tras las elecciones, hice un exhaustivo repaso en internet de todos los programas de televisión en los que aparecían los dirigentes del partido, entendí que hubiera tenido ese éxito tan llamativo, porque se contaban por decenas las intervenciones de sus dirigentes en programas propios o como invitados en los de la competencia, incluso como contertulios habituales en programas del espectro político en teoría más opuesto. Pocas veces un político, en este caso me refiero a Pablo Iglesias, ha tenido una oportunidad semejante para poner en marcha un fenómeno mediático, a lo que se añaden los contenidos en internet, terreno en el que los dirigentes de Podemos y sus partidarios se mueven con soltura. El tercer apoyo para la difusión de sus ideas procede de los llamados Círculos, que han recogido en parte la herencia de movimientos ciudadanos como el 11 M y del descontento social que buscaba desde hace tiempo en quién depositar su confianza electoral. Al ver todos esos programas de televisión, también entendí el porqué del estilo de debate entre partidarios y detractores del partido, ese enfrentamiento en el que se discute mucho y se razona poco, que es el que predomina en la televisión española desde hace ya más de una década.

Así que quienes quieren o queremos hablar y debatir de otra manera, lo tenemos difícil: pues el estilo bronco y faltón, sordo y despreciativo, ya está instalado y, además, cualquier cosa que uno diga a favor o en contra de ese partido o sus dirigentes recordará inevitablemente a lo que dijo cualquier contertulio encendido, cualquier demagogo  virulento en un debate de la televisión.

En cuanto a los partidarios de esta reciente formación política, el factor emocional les domina de manera incluso más extrema que a sus detractores. Se trata la mayoría de las veces de un verdadero maremagnum pasional que hace muy difícil el intercambio de ideas, en el que se mezclan sentimientos, emociones y pasiones diversas, como el entusiasmo, la esperanza en un futuro magnífico, los deseos de venganza y de castigo hacia los otros partidos políticos, la rabia ante una situación de crisis, corrupción e injusticia o el deseo de recuperar las emociones políticas vividas durante la juventud y que se creían ya perdidas en un mundo de cinismo y mediocridad. Todo lo demás, las cuestiones concretas o las propuestas políticas de esta nueva formación que ha entrado en el mapa electoral, importa mucho menos, a veces nada. He hablado con varias personas que no votarán a Podemos pero que quieren que obtenga un buen resultado “para que se fastidien los otros partidos”, o para «darles donde más les duele», o simplemente para divertirse al ver lo que sucede después, o «para vivir una situación de caos incontrolable». Es un tipo de argumentario que me recuerda el de quienes en otras ocasiones votaron o simpatizaron con ese otro fenómeno televisivo y populista que fue Jesús Gil y Gil, o con  Herri Batasuna, que se presentó a unas elecciones europeas en 1987 con el lema «donde más les duele», y obtuvo un excelente resultado en toda España, además de ser la fuerza más votada en Euskadi.

Dejemos, de lado este segmento de simpatizantes o votantes de Podemos y regresemos a los que no votan sólo contra los otros partidos, sino también a favor de Podemos. Muchos de ellos (he de decir que por mi experiencia personal, casi todos), son verdaderos entusiastas. Sucede, sin embargo, que el entusiasmo y la esperanza acaban alimentándose de sí mismos. Quiero decir que, una vez desencadenados, ya ni siquiera importan las razones que los pusieron en marcha o los argumentos que hicieron que uno se inclinara hacia esta o aquella opción política. Pasiones extremas, como el odio y el amor pueden hacernos perder la memoria y hacernos ciegos o indiferentes a cualquier cosa, incluso a nuestra propia coherencia.

Si en algunos oponentes desde posiciones de izquierda contra Podemos he observado que a veces reprochan al partido de Iglesias cosas que ellos mismos compartían no hace mucho tiempo (por ejemplo, un apoyo más o menos entusiasta al chavismo o el responsabilizar de todo lo que nos pasa a los alemanes o a «la Merkel»), lo mismo sucede, pero a la inversa, entre los partidarios de Podemos, quienes son capaces de decir que les parece estupendo que haya un líder único, a pesar de que hasta hace poco pensaban que no debía haber ningún líder o que debería haber una dirección colegiada; o bien aceptan con desenvoltura que Podemos debe definirse como un partido de centro, más allá de la dicotomía izquierda/derecha, a pesar de que la semana pasada esa misma persona consideraba que cualquier político que dijera eso era siempre de derechas. El propio Iglesias calificaba hace no mucho tiempo de fascismo cool a quienes decían que había que superar la dicotomía izquierda/derecha. Entre los seguidores de Iglesias (pues más que partidarios de Círculos y asambleas o del partido Podemos, lo son de su líder) el cambio de opinión es tan súbito que no quiero que parezca que exagero si digo que me recordó lo que sucede en el 1984 de George Orwell, que acabo de releer estos días, y aquello de la continua reinvención del pasado: cada día las opiniones del Big Brother son diferentes en función de los intereses estratégicos del momento. Esta volatilidad del discurso de Iglesias y de los otros dirigentes, hace que la discusión de ideas y hechos se haga difícil, casi imposible: lo que dijeron Iglesias o Monedero hace un año, hace unos meses, la semana pasada o incluso ayer, carece por completo de valor: lo único que importa es lo que dicen hoy. Es perfectamente posible pasar de una defensa explícita y repetida del leninismo a ocupar el espacio de centro en la política española. Debo advertir que me ahorraré por ahora poner referencias a todo lo que aquí menciono relacionado con las opiniones de Iglesias y otros miembros de su partido, pero quizá las añadiré más adelante, porque me gusta ser riguroso y veraz y no distorsionar los hechos. No lo hago ahora, porque escribo todo esto con pocas ganas, con el deseo de no dedicar más tiempo a un asunto enojoso, quitármelo de encima y pensar en cosas realmente interesantes. Pero la verdad es que me siento en cierto modo obligado a hacerlo, porque quizá lo que comenzó casi como una broma está tomando un carácter bastante serio. En cualquier caso, esas referencias y citas son innecesarias tanto para los detractores furibundos, que están dispuestos a aceptar cualquier acusación sin necesidad de prueba alguna, como para los partidarios entusiastas, que rechazarán cualquier acusación por más pruebas y datos que se ofrezcan.

En una ocasión anterior pensé en detenerme a examinar las propuestas de Podemos como partido político y de Iglesias como ideólogo, pero puesto que, como ya he dicho, ambas cosas son cambiantes e impredecibles (pagar la deuda/auditar la deuda; salir del euro/crear un euro del sur de Europa; reformar el euro/¿mantenerse en el euro; tomar como modelo Venezuela/evitar hablar de Venezuela/ignorar a Venezuela en una gira por los países bolivarianos), por causa de estas opiniones tan cambiantes, seguramente a estas alturas sería un ejercicio inútil, además de fatigoso. Así que me centraré en lo que más me preocupa o inquieta.

La verdad es que no me preocupan mucho los dirigentes de Podemos en sí, aunque no comparto ni las ideas ni la ideología de sus dos principales líderes mediáticos [Monedero e Iglesias en ese momento]. No siento ese miedo que los entusiastas del partido dicen que sienten quienes les atacan («porque vais a perder vuestros privilegios», «porque os asusta el cambio»), o al menos no siento inquietud hacia el partido Podemos o su cúpula dirigente en tanto que individuos concretos. Lo que realmente me asusta son sus seguidores.

Me preocupa la manera en la que muchos de los partidarios de Iglesias y su formación, lo defienden, me llama la atención la carencia de cualquier sentido crítico y análisis riguroso, que sin embargo aplican a los otros partidos sin misericordia; me inquieta ese entusiasmo ciego y sordo, siempre peligroso en política, que empieza con risas y elogios desmedidos y acaba con resaca y reproches a los otrora líderes adorados o, lo que es peor, con persecución y presión insoportable sobre los que no piensan igual. Cuando las expectativas son desmesuradas e irreales, la frustración posterior puede convertirse en un verdadero peligro. Existe también una idea, o más bien un sentimiento de que los otros ya lo han intentado y han fracasado, así que debemos dar una oportunidad de equivocarse a estos nuevos. Es difícil decir no a eso. El problema es que no hay ninguna garantía de que alguien ajeno a la política esté más preparado para enfrentarse a una situación tan compleja como esta. Por otro lado, mi memoria política me recuerda que casi siempre que alguien salido de la nada alcanza importantes cuotas de poder los resultados son desastrosos. No solo no se mejora lo que hay, sino que se empeora.

Me preocupa también la creencia casi religiosa en la posibilidad de implantar un cambio social y económico inmediato, de crear una situación nueva y ejemplar a partir de la refutación absoluta de todo lo existente, confiando casi a ciegas en unos casi desconocidos para llevar a cabo esa tarea descomunal, a los que no parece necesario exigir ningún tipo de garantía. Me inquieta también, por supuesto, la continua demarcación entre buenos y malos, puros e impuros, corruptos e idealistas, cómplices y denunciantes. Son ideas propagadas desde la dirección de Podemos, obviamente, pero a menudo me da más miedo ese ciudadano anónimo que separa a los buenos de los malos y que es capaz de señalar a sus vecinos como indeseables, que los propios dirigentes, que a menudo aplican esas dicotomías de manera casi retórica y puramente estratégica, porque lo cierto es que después se relacionan con sus «enemigos», con “la casta” de manera incluso amigable. Volveré a hablar de esto un poco más adelante.

Me inquieta la soberbia y la seguridad marketiniana del discurso de sus dirigentes, que parecen saberlo todo y no dudar de  nada, me preocupa que ahora que tenemos a un presidente que nunca hace nada y que da conferencias en diferido o a través de una pantalla de plasma, el próximo pueda ser uno que nunca responde a lo que le preguntan, sino que siempre recuerda algo que el entrevistador dijo, o algo que hizo el periódico del periodista, o algo que hizo cualquier persona relacionada más o menos lejanamente con su interlocutor. Me imagino en mis peores sueños una sucesión de entrevistas con el presidente Iglesias en las que podremos conocer la vida y milagros de todos sus interlocutores pero nunca nada concreto acerca de lo que haya hecho él. No creo que esa sea una buena política de comunicación, pero es evidente que los dirigentes de Podemos la aplican a conciencia cada vez que se les hace una pregunta mínimamente incómoda. La posibilidad insinuada por Iglesias: crear un programa propio en televisión desde el que dirigirse a los ciudadanos a diario, así como aplicar leyes para garantizar la objetividad de la prensa me preocupa todavía más.

Pero todo esto no sería nada o casi nada preocupante sino fuera porque es un ejemplo más de algo que sí resulta verdaderamente inquietante: el auge en Europa del nacionalismo, el populismo y los liderazgos mediáticos. Es una combinación que de manera inevitable hace pensar en los peores momentos de Europa y que empieza a verse en demasiados países. Tal vez nos encontremos ya cerca del punto crítico, que suele producirse cuando los partidos tradicionales acaban apuntándose al carro del populismo y del maniqueísmo, del enfrentamiento puro y duro entre unos y otros ciudadanos, al constatar la imposibilidad de vencer en el terreno tradicional y el riesgo de quedarse fuera del escenario político. Quizá lo preocupante no sea Podemos, sino lo que podría venir después, lo que tal vez vendrá a derecha e izquierda imitando su modelo. Pero, más allá de futurologías y predicciones, que casi siempre son erróneas, y espero que también lo lleguen a ser las mías, hay aspectos del discurso de Podemos con los que puedo coincidir, pero lo que no me gusta e impide que sienta simpatía por ese partido y por sus dirigentes es que su estrategia básica ha consistido en la metódica deshumanización del enemigo, ya sea llamándolo, precisamente, el “enemigo” como hace a menudo Iglesias, ya sea recurriendo a la «casta” que inventó el populista italiano Beppe Grillo.  Sus partidarios, cuando utilizan argumentos ad hominem lo aceptan todo, porque los otros, «los de la casta», se lo merecen. Son incluso capaces de reconocer la bajeza dialéctica que están empleando, pero no les importa porque se ha instalado entre ellos la idea de que contra la casta y el enemigo todo vale.En las últimas semanas, en la nueva estrategia centrista del partido, se observa que se suavizan esos términos, pero es evidente que se trata de una mera estrategia y es muy difícil, al menos para mí, olvidar que todo lo que usa Iglesias y su equipo es siempre un artilugio electoralista, en este caso para atraer a las clases medias moderadas, y alcanzar su objetivo, que el propio Iglesias repite de manera insistente una y otra vez: alcanzar el poder. A este objetivo se sacrifica todo lo demás y por este objetivo todo está permitido.

Por último, me da pena que todos aquellos que tienen pocas ganas, muy razonables por cierto (yo mismo no las tengo) de votar a los partidos tradicionales, tengan como alternativa a un partido como Podemos, en el que las dudas son todavía mayores, desde la opaca financiación por donaciones hasta la falta de control real de su cúpula dirigente, la indefinición y el cambio constante de sus propuestas y las dudas acerca de sus equipos de trabajo. Me gustaría que la alternativa a partidos con los que muchos estamos decepcionados fuera algo que no estuviera tan lleno de sombras y que no se hubiera basado en la deshumanización del rival, el método que emplean los ejércitos y las sectas para cosificar al enemigo, y en la manipulación fácil de emociones como el entusiasmo, porque eso demuestra que la mayoría de las personas de este país no ha aprendido lo fácil que es ser engañados por promesas o discursos simplistas. El éxito de Pablo Iglesias muestra lo fácil que es crear reacciones instintivas que hacen que dejemos de razonar de manera coherente cuando vemos el mundo como el enfrentamiento entre dos opuestos irreconciliables. Es una gran tentación la de dejarse llevar por el entusiasmo, la ilusión o el deseo de venganza, pero es una receta casi segura al desastre si se entregan todas esas expectativas a un partido que está muy lejos de resultar confiable, tanto desde el punto de vista ideológico, como desde el organizativo, o simplemente si examinamos su capacidad de gestionar un país en crisis y hacer frente a todos los problemas económicos, sociales, de ordenamiento del estado. La solución no puede consistir, por muy imprescindible que sea tomar medidas convincentes en este sentido, en perseguir e impedir la corrupción, sino en proponer un gobierno capaz de afrontar las dificultades a las que se enfrenta un país en una Europa que ha perdido, con razón o sin ella, la confianza de sus ciudadanos. Resulta muy poco tranquilizador que los dirigentes de Podemos lancen propuestas de las que acaban desdiciéndose y que, como llegó a decir Monedero, apenas se preocupen por lo que van a hacer si obtienen cuotas importantes de poder, porque ahora lo importante realmente es “alcanzar el poder como sea”. También me desagradan mucho las continuas apelaciones al patriotismo por parte de Iglesias. Quizá no haga falta recordar la frase de Johnson: «El patriotismo es el último refugio de las canallas», y quizá habría que añadir: y el primer recurso de los demagogos.

Cuando a Primo Levi, superviviente de Auschwitz, le preguntaron cuál era su reacción instintiva cuando escuchaba a negacionistas del holocausto, respondió que él nunca tenía reacciones instintivas en política, y que, si las tenía, las reprimía. Este sería un buen momento, ahora que en toda Europa los populismos, los nacionalismos, los patrioterismos y los liderazgos arrebatadores se imponen, para seguir el consejo de Levi y apelar a la razón y a lo razonable y no a la emoción incontrolada y acrítica.


[Escrito el 26 de octubre de 2014]


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