Viaje a la esencia
Existen muy diversas maneras de intentar definir, entender o describir algo. Una es el esencialismo, que afirma que existe una definición “correcta” o “esencial” de las cosas, de los objetos, de los entes o de las palabras. El esencialismo es la teoría preferida por los reglamentistas, que aseguran que instituciones como la Academia de la Lengua son las que deben determinar si el uso de esta o aquella palabra es adecuado o incorrecto.
Otra manera de decidir lo que significan las palabras es el recurso a la etimología: se busca el origen de la palabra y de este modo se decide su significado. A este método era muy aficionado Platón, que polemizó desde Atenas con el abderita Demócrito acerca de la naturaleza del lenguaje. Demócrito pensaba que el lenguaje es fruto de una convención y que no existe un nexo necesario entre una cosa y la palabra que se usa para designarla. Ofreció varios argumentos casi para probar su tesis, como estos dos:
- Las palabras homónimas. Si dos cosas diferentes se definen con una misma palabra, eso prueba que no hay un encadenamiento inevitable y natural entre el nombre y la cosa. “Banco” puede referirse a un lugar donde se sienta uno, a una entidad de crédito o a un grupo de peces.
- Los sinónimos. Si una cosa se define con dos o más palabras diferentes, entonces eso es un indicio, aunque quizá no una prueba definitiva, de que no existe una conexión, o al menos una conexión única, entre las palabras y las cosas. “Casa”, “hogar” y “morada” se definen a una misma cosa.
Frente al reglamentismo o esencialismo, ya sea por dictamen de las Autoridades o por etimología, encontramos diferentes métodos basados en la observación, en el método empírico. Es decir, observamos cómo se emplean las palabras y eso nos permite saber qué significan. Ese era el método que seguía casi siempre Aristóteles, que cuando quería averiguar qué era la prudencia observaba a los prudentes. Decimos que Pericles es prudente y entonces nos preguntamos qué cosas hace Pericles. Observamos lo que hace y descubrimos que muchas de las cosas que hace parecen tener rasgos comunes. Uno de esos rasgos es lo que llamamos prudencia. , porque se supone que tendrán relación con la prudencia. Este es el también el estilo anglosajón, frente al reglamentismo francés o español, que siguieron personas como Samuel Johnson al crear su diccionario: en vez de dictaminar qué era correcto y qué era incorrecto, recopilar todas las palabras publicadas en libros y revistas. Al parecer, Johnson sólo olvido una de importancia: “bond” (criada).
En el siglo XX, Wittgenstein reinventó el método aristotélico y creó la filosofía del lenguaje más influyente de las últimas décadas, lo que se ha llamado la teoría del lenguaje como valor de uso. Aunque en esencia se trata de lo mismo que hacían Demócrito, Aristóteles o Samuel Johnson, Wittgenstein logró que sus ideas parecieran distintas de manera un poco paradójica, porque puso un límite claro a cualquier ambición definidora. Wittgenstein observaba cómo se usaban las palabras, pero se detenía ahí, en la observación, sin pretender extraer reglas, más allá de la constatación de que existen diferentes “juegos de lenguaje” o de que no puede existir un lenguaje privado. Aristóteles, por el contrario, a partir del empirismo iniciaba la construcción de complejos esquemas y precisas categorizaciones y buscaba las leyes ocultas bajo el caos aparente.
En cualquier caso, lo que aquí me interesa de las definiciones esencialistas o empiristas es que también se pueden aplicar, y de hecho se aplican, en el terreno de la discusión ideológica o ética. El esencialismo en sus diversas variantes ha sido de mucha utilidad para exonerar de crímenes o desmanes a aquellas personas, movimientos, ideologías o religiones a las que nos sentimos cercanos. Gracias al esencialismo podemos decir:
“Aunque muchos cristianos cometieron crímenes, eso no son crímenes del cristianismo, ya que esas personas se consideraban cristianas pero no lo eran”.
[bctt tweet= “El esencialismo ha sido muy útil para excusar todo tipo de crímenes”] Lo mismo vale para el comunismo, el fascismo, el colonialismo, el anticolonialismo, el budismo, el liberalismo o cualquier otra cosa. El argumento es más o menos el siguiente: “En la definición esencial de cristianismo, comunismo o fascismo, no estaba contenida su aplicación futura”.
Por el contrario, las teorías empiristas dicen, como Aristóteles, que al observar las acciones de los comunistas, los fascistas, los liberales, los cristianos, vemos que abundan las injusticias, los abusos y los crímenes, por lo que parece razonable concluir que algo de responsabilidad se debe atribuir a esas doctrinas.
No se puede negar que el argumento esencialista es adecuado en algunos casos y que en muchas ocasiones alguien que se limitó a formular una teoría, a proponer una ideología o a propagar una religión no puede ser responsabilizado de los crímenes de sus partidarios, algunos de ellos distantes cientos de años en el futuro. No parece razonable atribuir a Buda o a Laozi los crímenes cometidos en Sri Lanka en el siglo XX o en la China de la época Qin. Los responsables de esos crímenes podían considerarse, y así eran considerados por sus propios partidarios, como taoístas y budistas, pero no por ello Buda o Laozi tienen por qué heredar de manera retrospectiva las culpas de sus seguidores futuros. Ahora bien, en casos como los anteriores, si la excusa esencialista funciona será precisamente porque se base en el empirismo, es decir en observar lo que hicieron o no hicieron Buda o Laozi.
Existen otros muchos ejemplos, sin embargo, en los que parece posible y razonable trazar una línea que conecta al creador de la doctrina con los desmanes de sus seguidores. En algunos casos hay pocas dudas, porque el propio fundador ha tenido en sus manos los instrumentos del poder y ha podido demostrar las consecuencias prácticas de sus doctrinas. Entre ellos podríamos mencionar al inflexible Moisés, al conquistador Mahoma o a tantos ideólogos y al mismo tiempo líderes supremos que produjo el siglo XX, como Lenin, Mussolini, Stalin, Hitler, Franco o Mao Zedong, que cito aquí por orden de aparición en lo más alto de la escena política.
Decía Agustín de Hipona, en una definición quizá esencialista, que del mismo modo que el hierro se prueba en la fragua, el ser humano se prueba en el poder. La verdad es que muy pocos han logrado pasar esa prueba, demostrando el dicho empírico de Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
A la memoria me vienen ahora cuatro ejemplos de personas que sí pasaron la prueba: Buda quizá, el anarquista Kropotkin sin duda, Gandhi y Nelson Mandela. Lo demás son hipótesis: ¿qué habría hecho Jesucristo si hubiera logrado expulsar no sólo a los mercaderes del templo, sino también a los sacerdotes?, ¿habría llevado los gérmenes de intolerancia, presentes aquí y allá en ciertos momentos de su biografía y de su doctrina, hasta el exceso de un Calvino? ¿O más bien habría mostrado su lado más amable y tolerante, como cuando ante la mujer adúltera dijo: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. No podemos saberlo.
[Una primera versión de esta entrada se publicó el 9 de mayo de 2012 en Divertinajes.
Revisado en 2016]
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