Shakespeare, el vulgar

|| Defensa de Shakespeare y ataque 9

En la mejor defensa que probablemente se ha hecho de Shakespeare, Samuel Johnson enumera en su Prefacio a las obras del dramaturgo isabelino una lista casi interminable de sus defectos. Uno de esos defectos es su vulgaridad:

«Nunca pasa mucho tiempo sin que un chiste fácil o un equívoco vulgar interrumpan sus momentos delicados y conmovedores».

Sin embargo, esto que, es cierto, puede parecer un defecto, y que es muy probable que se lo pareciera realmente a Johnson, es una de las mayores virtudes de Shakespeare.

Es precisamente lo vulgar y lo brutal lo que permite disfrutar de las alturas a las que nos eleva después Shakespeare. Porque lo sublime expresado sin más acaba pareciendo acartonado, incluso vulgar en su pretensión de significarse, de hacerse notar. La perfección emocional carece de lugares acogedores, como le sucede a la perfección estética. Simon Leys recuerda que cuando el poeta W.H.Auden visitó la soberbia villa toscana de Bernard Berenson, entre toda aquella»sinfonía de formas y colores», entre todas aquellas muestras del más exquisito gusto, echaba en falta un último toque, tal vez un cojín de raso malva bordado con una inscripción en oro que dijera «Recuerdo de Las Vegas». Sin duda, el visitante entonces habría podido apreciar con más nitidez entonces la belleza circundante.

El desenlace del personaje de Falstaff, ¿podría ser tan desesperadamente triste si Shakespeare no nos hubiera mostrado antes a Falstaff como un bufón ridículo, juerguista, desvergonzado y traidor, pero también divertido, ingenioso y encantador?

Falstaff se divierte con el joven príncipe, desterrándolo de manera divertida y grotesca, y anticipa sin saberlo lo que será su destino trágico.
Falstaff, como monarca de Inglaterra coronado con una cacerola, se divierte con el joven príncipe Henry y lo destierra de manera divertida y grotesca,. Anticipa sin saberlo lo que será su destino trágico (Campanadas a media noche, de Orson Welles)

Charlie Chaplin conocía este secreto y lo empleó de manera magistral en el final de Luces de la ciudad, cuando, antes de la conmovedora escena final, donde se produce ese pequeño gran milagro de la mirada de esa mujer que ahora por fin ve, añade una escena en la que el pobre vagabundo, tras salir de la cárcel, es víctima de las burlas de unos muchachos y llega a rozar el mal gusto con ese pañuelo sucio con el que todos juegan y con el que se suena los mocos.

Es después de ese momento, después de reírnos, cuando nos llega el momento de llorar. No hay que avergonzarse de ello, por supuesto, aunque hay quienes parecen creer que es más legítimo o más honrado hacer reír que hacer llorar: se trata de dos emociones extremas que se pueden provocar con un uso sabio de los recursos narrativos. Ahora bien, es cierto que si la risa se basa tan sólo en lo vulgar, en el insulto, la caricatura y el desprecio, o si se reduce tan solo a la exageración de una parodia (que alguien llamó el género más bajo de la comedia), algunos nos sentimos un poco avergonzados. Lo mismo nos sucede en el extremo contrario, ante el drama acartonado, ante esas emociones sublimes que nos lanzan a la cara sin más. Por eso, el contraste entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo vulgar y lo sublime, lo delicado y lo grotesco es uno de los buenos secretos (bien conocido, por otra parte) del arte narrativo.

Luces de la ciudad (1931), de Charles Chaplin
En el montaje original Chaplin había incluido una escena más, antes de la pelea con los muchachos, en la que el vagabundo se pelea de manera absurda con una rejilla del suelo. La escena se puede ver aquí.

Continuará…


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