Quién toca esta web me toca a mí (etimología platónica de Il Saggiatore)

 

Il Saggiatore era un blog o página web que publiqué en 2004.

Aquí explico por qué se llamaba de tan extraña manera.

Il Saggiatore quiere decir El ensayador.

Es una referencia doble a lo que es un ensayo, porque ‘Saggiatore’ se puede leer, obviando una «g», no sólo como «Ensayador», sino también como «Flechador». Un ensayo es una flecha, una sagitta, que se lanza, intentando acertar, pero que casi nunca da en el blanco.

Al dios Apolo, que también lanzaba flechas, aunque las suyas casi siempre daban en el blanco, se lo conocía como «el Flechador»:

«Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo». (Homero, Ilíada)

Apolo el Flechador
Apolo el Flechador

Montaigne también empleaba con este doble sentido la palabra, y de este modo creó el género moderno de los ensayos (les essais): textos en los que intentaba, probaba, lanzaba flechas:

«Mi libro (los Ensayos) no es más que un registro de ensayos (intentos, tentativas)».

Montaigne decidió escribir ensayos para conocerse a sí mismo, porque pensaba que eso era lo más interesante que se podía hacer en la vida. No porque uno mismo sea más interesante que los otros, sino porque el único ser humano que está dispuesto a someterse a un verdadero e intenso escrutinio es uno mismo.

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Hay que tener en cuenta, además, que de los otros, de los demás, sólo tenemos la apariencia, como decía ese otro ensayador que era Ortega y Gasset:

«Del dolor de muelas de nuestro amigo sólo tenemos su espectáculo. ¿Cómo saber que realmente le duelen las muelas? Parece que le duelen, sus gestos que recuerdan a un histrión, esa boca torcida, esos ojos llorosos, esa mano en la quijada, todo eso parece indicarnos que efectivamente le duelen las muelas, como él nos asegura».

Quizá, si somos odontólogos, podemos mirar dentro de su boca y descubrir que tiene una muela picada, pero ni siquiera eso es garantía de que a nuestro amigo le duelan las muelas. Incluso nosotros mismos,  aunque tengamos una herida tremenda en nuestro brazo, no sentiremos dolor si faltan las conexiones que van de la herida a nuestro cerebro. Hay quien soporta un dolor de muelas como si nada, mientras que otros se retuercen ante el mínimo picor.

Los conductistas aplicaron en el siglo XX esta idea del espectáculo a la psicología, de manera tan radical como los acólitos de Debord o Baudrillard lo hicieron respecto a la política y la sociología: «vivimos en la sociedad del espectáculo», proclamaban en sus propias actuaciones.

La psicología, según los conductistas sólo se podía ocupar del espectáculo que daban los pacientes:

Informe conductista 037: «El paciente se retuerce y se golpea la cabeza contra un muro y emite la siguiente frase una y otra vez: «Me duelen las muelas».

Llevando la sensata observación de Ortega fuera de sus sensatas circunstancias, los conductistas decretaron que toda comunicación o conocimiento de estados mentales internos era imposible: sólo se podía trabajar sobre lo que se veía que hacía o decía el paciente. Esa tendencia extrema dio origen a muchos dogmas y a algunas propuestas de una sociedad conductista en la que que el comportamiento de los seres humanos tenía que ser sometido a modificación controlada, como en Walden 2, de Skinner, inspirado en el clásico Walden o la vida en los bosques, de Thoreau. Pero lo que en Thoreau era un plácido sueño anarquista, en Skinner se convertía casi en una pesadilla. La utopía devenía, como suele suceder, en distopía.

Sin embargo, la comunicación de esos misteriosos estados mentales internos de los que desconfiaban los conductistas es posible, aunque es cierto que también resulta bastante defectuosa. Hasta hace poco se tenía que deducir, al fin y al cabo, a través de acciones o actos de habla. Pero en los últimos años ha habido grandes avances en la tomografía cerebral y otras técnicas que permiten saber lo que está pensando el paciente sin que nos diga nada, observando el movimiento de su cerebro, que nos permite ver en una pantalla imágenes de lo que alguien piensa, como un caballo.

En la parte de arriba se ven fotografías que se mostraron a personas en un laboratorio. En la parte de abajo, las imágenes que una Inteligencia Artificial reconstruyó a partir de las señales cerebrales (sin saber cuál era el origen de esas señales, es decir, las fotografías). Se cree que en pocos años podremos ver con gran precisión las imágenes albergadas en nuestro cerebro. [Universidad de Kyoto/ CC-BY 4.0 Licencia internacional]
A pesar de todo, la comunicación absoluta y entre dos mentes resulta, al menos por el momento, imposible.

Algunos creen, o algunos creemos, que hemos logrado alcanzar esa comunicación absoluta en un momento de éxtasis, de comunión espiritual intensa con otra persona y, ¿quién sabe?, tal vez haya sucedido así, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo, quizá unos días, ya ni siquiera nos ponemos de acuerdo acerca de cómo fue aquella comunicación o en qué consistió: estamos de acuerdo en que los dos llegamos a sentirlo, pero no en qué fue lo que sentimos. En aquel momento único (in illo témpore, que dirían los mitólogos) logramos llegar a  conocernos como nunca hemos conocido a nadie, pero dos días o un mes después ya no entendemos a esa persona.

La consecuencia de todo lo anterior es que estamos irremediablemente solos, a no ser que un Dios curioso y cotilla lo remedie y se convierta, desde su nube celeste, su mundo arquetípico o su eternidad fuera del tiempo, en el público paciente de todos nuestros actos internos.

Por nuestra parte, poco a poco y de manera descuidada o metódica, como Montaigne, nos vamos conociendo a nosotros mismos, casi siempre mirándonos en el reflejo que nos ofrecen los demás, porque sólo desde lejos se pueden ver bien las cosas: si nos acercamos mucho a un objeto, dejamos de verlo y sólo vemos una forma confusa y borrosa. Es por eso que quien mejor nos conoce es a veces aquel que menos nos conoce, porque quien ya nos conoce no nos puede ver tal como somos ahora, sino que nos interpreta a la luz de la imagen que ya posee de nosotros, y es a partir de ella como construye sus nuevas, o no tan nuevas, opiniones acerca de nosotros.

Otra manera de descubrirnos a nosotros mismos es observar la manera en la que miramos o hemos mirado el mundo, es decir, descubriendo nuestra perspectiva, nuestro punto de vista único de mónadas leibnicianas, de espejos que reflejan todo el universo, cada uno desde un lugar diferente. Por ejemplo, leyendo lo que escribimos hace años. Por eso decía Montaigne en sus ensayos: «Je suis moi-même la matière de mon livre», es decir: «Yo mismo soy la materia de mi libro».

Y también decía: «Quien toca este libro, toca a un hombre». Y añadía:

«Este es un libro de buena fe, lector, y te advierte desde el principio que no me he propuesto otro fin que no sea doméstico y privado».

Actualmente, sin embargo, parece que los ensayos deben volver a ser sólo libros y que uno debe hablar del mundo sin hablar de sí mismo, triste despersonalización que nació antes de Internet pero que cada vez tiene más adeptos y que, a través de la muerte del autor, quiere hacernos regresar a la Edad Media del anonimato y a la noche comunitaria en la que todos los gatos son pardos porque todos los gatos son el mismo gato.

«Yo era un tesoro escondido, quise conocerme y creé el mundo» 

(Dios en el Corán, o en un hadit tradicional) 

Como a mí no me gusta esa tendencia a la desaparición del autor, y como me gustan las personas tanto como los libros o las ideas, y como, además,  aprecio de manera especial las ideas y los libros que me dejan tocar a su través a un hombre o a una mujer, también escribo así en esta web dispersa y confusa. Aquí, en mis páginas en la red, hablo de mí y de lo que me apetece hablar. No sé muy bien por qué lo hago, como tampoco lo sabía cuando escribía y publicaba mi revista Esklepsis, o cuando escribía o escribo cientos de páginas, que guardo en libretas, carpetas o archivos de ordenador. Como decía de manera hermosa Ana Aranda, corrigiendo la frase del Corán que he citado antes: «Yo era un tesoro escondido, quise conocerme… y escribí».

Y te hablo a ti, lector o lectora, a quien me dirijo como a una persona, no como a un congreso: te hablo de tú a tú, seas quien seas, no en plural como a un grupo, sino en singular, porque pocas veces un grupo se pone a leer al mismo tiempo una página web. ¿Cuantos están contigo ahora leyendo esto?

Así que en estos dos últimos meses de 2005 el weblog se llama Il Saggiatore recuperando la idea original de ensayo de Montaigne y la etimología de los deliciosos ensayos de Galileo, que recopiló en Il Saggiatore (El Ensayador).

Estas páginas que escribo son las de un flechador, porque es un ensayador el que ensaya, prueba, intenta y dispara flechas como el centauro Sagitario, es decir, el que dispara sagittas, flechas, con su arco. Porque ha querido la casualidad que mi signo astrológico sea Sagitario y que Il Saggiatore atraviese precisamente la casa zodiacal de mi signo en diciembre. Y también quiere este azar juguetón que el centauro que se esconde tras el signo de Sagitario sea el centauro Quirón, uno de los personajes más interesantes de la mitología, con el que me identifico, pero no por su sabiduría legendaria (saggio también quiere decir sabio), que es quizá propia de tratados, y no de ensayos, sino por otros rasgos de su carácter y su biografía que no voy a desvelar aquí.

Pensé que una entrada de este tenor era adecuada para un weblog con este nombre, pero mañana volveré a mi ser ligero.

Quirón -sagitario

 

Otra frase de Montaigne adaptada a mi web
Otra frase de Montaigne adaptada a mi web

 


[Publicado el 1 de noviembre de 2005 en Il Saggiatore]

NOTA en 2013: Quizá deba aclarar por qué esta entrada se llama «Etimología platónica de Il Saggiatore». La razón es que Platón es célebre por inventarse etimologías en función de lo que deseaba demostrar. Algo parecido hago yo aquí, jugando a veces con similitudes que no demuestran un mismo origen, por ejemplo, la palabra saggio (sabio, ensayo) y la palabra sagitta (flecha) o Sagittarius (sagitario, el que lanza flechas). Es, claro, muy tentador pensar que alguien que lanza flechas, como el centauro Quirón y que es conocido como sabio tenga alguna relación con los ensayos y los sabios. Pero, al parecer, sagitta (con una sola ‘g’ y dos ‘t’), es de origen incierto, mientras que saggio procede del latín EXÀGIUM y el griego EXÀGION, que sí tiene relación tanto con sabio como con ensayo, pues en su origen significaría algo así como «peso», «valoración», «experimento». Desde el latín, y a través del francés, habría llegado finalmente al italiano y otros idiomas, con el sentido de sabio, es decir, el que sabe pesar, tomar medidas, valorar, experimentar con criterio.


Acerca de la idea de ser uno mismo la materia de su web, puedes leer la entrada Yo soy la materia de mi web

Acerca de Quirón y los centauros, Marcos Méndez Filesi tiene una página dedicada íntegramente a ellos que te recomiendo: Quirón y los centauros.

2 Comments

  • Daniel Tubau

    Aquí he propuesto una etimología platónica del nombre de uno de mis blogs. Como ya he explicado, con eso quería decir que era una etimología fundamentalmente falsa, pues a Platón le gustaba inventarse etimologías.

    Así que era todo o casi todo mentira (en lo que se refiere a la etimología), aunque eso sí, quizá sea una mentira más hermosa que la verdad, porque ya es casualidad que uno de los sabios más famosos de la mitología griega, junto con Dédalo, sea el centauro Quirón y que Quirón sea (eso si es cierto) el origen del signo sagitario. Otro día prolongaré esa etimología platónica tan enrevesada con otros dos célebres flechadores: Apolo y Eros (o Cupido).

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