Una noche en Hong Kong

Para llegar a Kunming, la capital de la región china de Yunnan, probablemente la mejor manera, y la más barata, es tomar un avión hasta Hong Kong y desde allí continuar el viaje en una línea aérea china. Así que tenía que hacer escala en Hong Kong. Ana, con quien me iba a reunir en Kunming había hecho ya la escala hongkonesa y se quedó allí dos o tres días. La ciudad le pareció fascinante pero agobiante. Yo prefería quedarme un sólo día porque después de un viaje de más de veinte horas, prefería escapar cuanto antes de una gran ciudad como Hong Kong y también porque sabía que la ciudad era bastante cara. Así que alquilé una habitación muy barata en las Mansiones Chungking, donde también había estado Ana.

A pesar de permanecer sólo una noche, tenía muchas ganas de conocer Hong Kong, una ciudad mítica por su extraña naturaleza: hasta 1997 fue una colonia británica y todavía goza de un estatus especial diferente al resto de la China continental. Las referencias culturales de la ciudad son inagotables, desde la película de Chaplin La condesa de Hong Kong a Chungking Express, de Wong Kar Wai o la canción de Siouxie and the Banshees, Hong Kong Garden y, por supuesto, la película de Wayne Wang La caja china, que cuenta los últimos días de Hong Kong como colonia británica.

Aeropuerto de Hong Kong, caminando hacia la salida

Cuando bajé del avión en el aeropuerto de Hong Kong, ya de noche, lo primero que noté fue el calor y la increíble humedad del aire. Curiosamente me gusta mucho la sensación de humedad y calor, supongo que porque me recuerda algunas de mis mitologías literarias (La realidad imita a la ficción). Recorrí el aeropuerto en busca de un autobús que me llevara al centro, lo que no me resultó difícil porque el aeropuerto de Hong Kong está muy bien organizado a pesar de su tamaño. Los momentos en los que un autobús, en este caso de dos pisos, te lleva a una ciudad desconocida son casi siempre intensos y emocionantes: avanzar por una carretera desconocida en mitad de la noche, ver las luces de la gran ciudad a lo lejos y entrar en ella, sumergiéndote en un baño de luz artificial es una de las cosas que más me gusta vivir.

Hong Kong desde el segundo piso del autobús

El mismo lugar con un intervalo de segundos

Recuerdo experiencias semejantes, en este caso con ciudades conocidas, en mi infancia cuando llegaba en autobús a Madrid desde Barcelona y veía los carteles luminosos de la Gran Via, como el famoso de Schweppes: me sentía absolutamente deslumbrado, como me siento todavía hoy, ante cualquier gran ciudad donde la vida no acaba por la noche. Tiene sus inconvenientes, es obvio, pero también es para mí una fuente de fascinación inagotable, en especial, como he dicho, si se trata de una ciudad desconocida.

Sobre esta sensación escribí hace muchos años un cuento llamado Noches en otra ciudad, que comenzaba así:

En mis viajes he experimentado a menudo la sensación de ser otro. Vivir en una ciudad desconocida cambia tanto a un individuo como el lento trascurso del tiempo. Cuando camino por las calles de otra ciudad, siento que estoy participando en una especie de farsa en la que yo soy el primer actor. Miro a mi alrededor y veo rostros distintos, ajenos; escucho palabras cuyo significado no me es dado entender, tan sólo intuir. Todo se convierte en un colosal decorado, puro artificio en el que los gestos de los demás parecen existir sólo para mí. La vida habitual ya no es la vida habitual y los paseos, las conversaciones, son de una intensidad extraordinaria. Todo es nuevo, diferente, para un extranjero. En otra ciudad, en una ciudad desconocida, las personas se convierten en protagonistas de sus actos. Después, si la visita se prolonga, el mundo regresa a lo cotidiano, desaparece el artificio, revive lo habitual. El breve período de la revelación queda atrás, en el olvido. Alberoni define los primeros momentos del amor, el espacio de tiempo en el que los amantes son deslumbrados, como estado naciente. De manera parecida se podría calificar la sensación inigualable de sentirse extranjero.

Pero, tarde o temprano, en el amor y en las ciudades extrañas, se inicia la fase de cristalización, o la de ruptura. Desaparece entonces la visión mágica del mundo y la vida regresa a la normalidad.

Esa sensación en Hong Kong fue abrumadora y cuando el autobús empezó a recorrer las calles  iluminadas de Hong Kong, de una manera tan saturada que no he visto ni siquiera en el Nueva York más céntrico a cualquier altura, con marquesinas colosales que cuelgan de los edificios,  el entusiasmo se apoderó de mí.

Bajé del autobús, busqué mi pensión en la calle Nathan Road, subiendo y bajando una y otra vez porque entre los abigarrados edificios, llenos de letreros luminosos a todas las alturas imaginables no conseguía ver el modesto rótulo de las Mansiones Chungking. Entré en ese lugar tan difícil de describir, ese mundo autosuficiente en el interior de un edificio, subí a mi habitación, dejé mis cosas en una habitación diminuta, me duché, tuve algún incidente, como romper la llave de la habitación sin querer, y baje a las calles de Hong Kong a sentirme extranjero.

No había calculado bien mis fuerzas después de un viaje tan largo y tampoco la complejidad y el caos, quizá aparente pero a primera vista absoluto, de una ciudad como Hong Kong, a pesar de que cuando hace ocho años estuve con Ana en Pekín (una ciudad mucho más tranquila) nuestra llegada al hutong (barrio tradicional chino) fue tan inmanejable que acabamos entrando en otro hotel para descansar y poder enfrentarnos a aquello al día siguiente. Al cabo de unos días, sin embargo, logramos acostumbrarnos e incluso orientarnos en aquel lugar que antes nos parecía incomprensible.

Hong Kong de diá: compeljo de edificios rosas

Algo parecido me pasó aquella noche recorriendo las calles de Hong Kong. Pero, como sólo me quedé un día, no tuve tiempo a entender mejor Hong Kong. Espero poder hacerlo en un próximo viaje.

Cuervo llega a Hong Kong

(Hong Kong, 7 de junio de 2011)

2 Comments

  • Sonia Taboadela

    Alguien dijo (no recuerdo quien), que al llegar a una ciudad nueva siempre había que hacerlo de noche. Yo recuerdo mi primer viaje a Los Ángeles, aterrizando de madrugada, todas las luces simétricas extendiéndose hasta donde ya no me alcanzaba la vista, como una broma del barrio de Salamanca de Madrid.

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