Rabelais, precursor de la Ilustración
Gargantúa y Pantagruel es una inagotable enciclopedia de los placeres. De todos los placeres, los de la comida, el sexo, la diversión y la juerga, pero también de los del intelecto y el aprendizaje.
No creo que hayan existido muchas personas más inteligentes que Rabelais a lo largo de la historia, aunque para muchos es sólo un escritor vulgar, procaz y mal hablado y su libro una colección de groserías nunca igualada. Al contrario que sus críticos e incluso que muchos de quienes lo elogian, creo que es cierto lo que Rabelais dice en el prólogo, que su libro es un tesoro escondido, como lo era Sócrates, quien tras su apariencia vulgar escondía al mayor sabio de Atenas:
“Sócrates, príncipe, sin discusión de los filósofos, entre otras cosas, dice que él se parecía a las «silenas». Las silenas eran en la antigüedad unas cajitas como las que al presente vemos en los establecimientos de los farmacéuticos, decoradas por fuera con figuras frívolas y alegres, tales como arpías, sátiros, ocas embridadas, liebres con cuernos, perros enjaezados, machos cabríos alados, cerdos coronados de rosas y otras pinturas de este género, contrahechas a placer para excitar la risa; de esta manera fue Sileno el maestro del buen Baco. Pero dentro de dichas cajas se guardaban las drogas más finas, tales como bálsamo, ámbar, almizcle, incienso, pedrerías finas y otras cosas preciosas. Así —decía—era Sócrates, porque viéndole y estimándole sólo por su exterior apariencia, no hubieseis dado por él una piel de cebolla; escuálido de cuerpo y ridículo de presencia, la nariz puntiaguda, la mirada de otro, la cara de loco, sencillo en sus costumbres, rústico en sus vestiduras, pobre de fortuna, desdichado con las mujeres, inepto para todos los oficios de la república, siempre riendo, siempre bebiendo en compañía de cualquiera, siempre burlándose y disimulando su divino saber. Pero al abrir esta caja, hubieseis encontrado dentro una celeste e inapreciable droga: entendimiento más que humano, virtudes maravillosas, valor invencible, sobriedad sin ejemplo, equilibrio, seguridad perfecta, desprecio increíble hacia todo aquello por lo que los humanos tan valerosamente vigilan, corren, trabajan, navegan y batallan.”
Del mismo modo, dice Rabelais, el lector no debe dejarse engañar por la vulgarísima apariencia de su Gargantúa:
“He aquí por qué es preciso abrir el libro y valorar cuidadosamente lo que contiene. Entonces comprenderéis que la droga guardada en su interior es muy diferente de lo que prometía la caja, es decir, que las materias tratadas no son locuras como anunciaba el título.”
El lector inteligente encontrará en los libros de Rabelais delicias sin límite, relacionadas con todo tipo de asuntos, desde la filosofía a la economía, la política, la religión, la imprenta, la difusión de la cultura y mil cosas más, y también, por supuesto los placeres de su lenguaje, más que desvergonzado soez, de la amistad y el vino, de la fiesta y la diversión sin límites, de todo aquello que, como mostró Bajtín en La cultura popular en la Edad Media, el magnífico libro que dedicó a Rabelais, se relaciona con el carnaval, la falta de límites y la inversión de los valores. Todo ello está en Rabelais y lo bueno es que además está mezclado, porque, como en Shakespeare, lo sublime y lo vulgar conviven y eso hace que lo sublime deje de ser ridículamente sublime y lo vulgar ásperamente vulgar. A mí, que no soy nada aficionado al género escatológico , me gustan muchísimo las groserías de Rabelais y sus disparatadas disquisiciones teológicas. Aquí, teniendo en cuenta que el propio Rabelais era monje franciscano, parece especialmente acertada la dualidad de sentido de la palabra escatología:
- La parte de la fisiología que se refiere al estudio de los excrementos (del griego skatós, ‘excremento’)
- Las creencias religiosas referentes a la vida después de la muerte y acerca del final del hombre y del universo (del griego ésjatos, ‘último’).
La última vez que leí, o más bien escuché, Gargantúa, me llamaron la atención varios pasajes de los capítulos dedicados a la educación de Gargantúa por el maestro Ponocrates. Son páginas llenas de ideas acerca de la educación que deberían leer los educadores y los aprendices y que se adelantan en muchos siglos a teorías que hoy aceptamos pero que todavía no se aplican más que raramente. Un ejemplo es cómo aprender aritmética no mediante una sucesión de formulas sino empleando los naipes:
“Luego traían las cartas, no para jugar, sino para aprender mil gentilezas y nuevas invenciones, que tenían todas por base la aritmética. Por este procedimiento le nació la afición a aquella ciencia numeral y todos los días, después de comer y de cenar, pasaba un rato agradable con los dados y la baraja, llegando a adquirir tal dominio de la teoría y de la práctica, que Tunstal, el inglés que de esto tan ampliamente había escrito, confesó que se sentía un niño de pecho comparado con él en estas cosas.”
Resulta difícil imaginar días de más placer que los que pasan el joven Gargantúa y su maestro tal como nos los describe Rabelais. Pero el pasaje que me llamó la atención es uno en el que se anticipa a Diderot, D’Alembert y los Ilustrados que crearon la Enciclopedia.
Como es sabido, una de las cosas que hicieron los Ilustrados fue bajar a los talleres, visitar a los ceramistas, a los molineros y a todos los que fabricaban cosas, y allí aprender cómo funcionaban las diversas máquinas y cuáles eran los métodos que empleaban. Esto, que puede parecernos ahora de sentido común, no lo era ni siquiera en 1700, donde persistía un fuerte desprecio hacia las labores manuales, hacia todo lo material y terrenal, y en las universidades, a pesar de la positiva influencia de Descartes en muchos aspectos, todavía se hablaba durante horas de abstracciones diversas relacionadas con Dios, las almas o los espíritus o se discutía acerca de fórmulas nacidas de la mente sin apoyo en lo empírico o en la observación. La propia filosofía cartesiana se había convertido en una construcción teórica no muy diferente del aristotelismo escolástico que Descartes había intentado echar abajo. Paolo Rossi habla de todo esto en un libro extraordinario, Los filósofos y las máquinas, en el que se puede observar cómo durante siglos los filósofos despreciaban las máquinas, las artes mecánicas y cualquier cosa que tuviera que ver con el esfuerzo manual o la observación de cómo funciona realmente la realidad.
Pues bien, en 1534, Rabelais cuenta que Gargantúa hacia todo tipo de ejercicios y prácticas en todas las artes, incluyendo la visita a los talleres, fundiciones y fabricantes de todo tipo de cosas:
“Otras veces iban a ver cómo fundían los metales o cómo se forjaba la artillería, o a ver trabajar a los lapidarios, a los orfebres, a los pulimentadores de pedrería, a los alquimistas, a los monederos, a los tejedores de seda y terciopelo, a los vidrieros, a los impresores, a los organistas, a los tintoreros y a otras clases de artesanos; obsequiaban a todos con vino y aprendían y consideraban las industrias, los oficios y las invenciones. (…) En lugar de herborizar visitaban las tiendas de los drogueros, herboristas y boticarios y examinaban cuidadosamente los frutos, las raíces, las hojas, las gomas, las semillas y las esencias volátiles, y a la vez aprendían cómo las mixtificaban. Iban a ver a los tamborileros, los escamoteadores y los juglares, y estudiaban sus gestos, sus ardides, sus destrezas y su facilidad de palabra”.
Además de en estos capítulos, en los que destaca la parte práctica pero no falta el estudio y la teoría, Gargantúa aprenderá mucho, como se ve en el Cuarto Libro y en el Quinto Libro gracias a los viajes, lo que Montaigne, otro hombre de inteligencia y buen sentido desmesurados, llamaría la pedagogía del roce.