Nostalgias catalanas
Aunque parezca difícil creerlo hoy en día, lo que más echo de menos de la Barcelona y de la Cataluña de mi niñez y adolescencia es que era el lugar menos nacionalista de España.
No recuerdo haber sido nunca nacionalista, ni siquiera en los años de ignorancia juvenil en los que somos capaces de adoptar cualquier ideología que prometa luchar contra lo establecido, contra el sistema, contra “los de arriba” o contra algo. Pero el nacionalismo, eso lo entendí muy precozmente, es sin duda la peor de las ideologías, si dejamos de lado las directamente criminales como el nazismo, el estalinismo, el maoísmo, el fascismo o el franquismo, muchas de ellas también, por cierto, de esencia nacionalista.
Ahora bien, aunque muchas ideologías han causado tremendos males a la sociedad, han arruinado países o han exterminado a poblaciones enteras, si nos situamos en un plano puramente teórico, algunas de esas ideologías aseguran luchar por un mundo mejor, más justo, más equilibrado, más próspero o más libre. El nacionalismo, sin embargo, es ya desde el plano teórico, detestable, porque se basa en la simple idea de que quienes han nacido en un lugar son mejores que quienes no han nacido en él o que quienes se expresan en una lengua son mejores que quienes se expresan en otra lengua. El nacionalismo es la mezquindad del sentimiento grupal primitivo elevado a la categoría de pensamiento político. Es pura emoción y deseo de pertenencia en el peor sentido de la expresión, en el más insolidario y excluyente, y por eso es casi imposible razonar con un nacionalista, puesto que su única obsesión en la vida es que se reconozca su diferencia grupal, es decir, su superioridad, puesto que nadie se ha echado nunca a la calle para reivindicar que es diferente… e inferior.
Pues bien, como nunca he sido nacionalista, en mi infancia y adolescencia me sentía muy a gusto en Cataluña, en aquella Barcelona en la que el nacionalismo parecía no existir. Por aquellos años no sucedía lo mismo en otros lugares de España, porque todavía quedaban nacionalistas españoles nostálgicos de Franco, que proclamaban las supuestas grandezas del alma hispana, grandezas que, por supuesto, a mí me dejaban por completo indiferente o que me provocaban un rechazo absoluto. Pero cuando llegaba a Cataluña me encontraba entre personas que eran muy poco o nada simpatizantes del nacionalismo español y que, al mismo tiempo, tampoco estaban obsesionadas con el nacionalismo catalán, que entonces era todavía minoritario y que, en todo caso, se asociaba a un sentimiento de libertad, de poder usar la lengua catalana sin ningún temor. Barcelona, pero también Cadaqués, Calella y otros lugares en los que entonces solía pasar días, meses o incluso años, eran algo así como el paraíso ideal del no nacionalista. Un lugar moderno, cosmopolita, en el que se podía presumir de ser lo mismo que los griegos de la antigüedad a los que yo admiraba, como Epicuro y Demócrito: ciudadano del mundo.
En Cataluña no solo se sentía entonces esa modernidad y ese cosmopolitismo, sino que también se podía disfrutar de un mundo mestizo y mezclado, en el que el gran Gato Pérez, desembarcado desde Argentina, cantaba rumba catalana en castellano o en catalán, en donde la Orquesta Platería mezclaba ritmos latinos y cantaba Pedro Navaja o Ligia Elena, pero también L’home dibuixat. Donde Joan Manuel Serrat cantaba en catalán o castellano según el disco que tocara, o donde Jaume Sisa nos daba la bienvenida con su Qualsevol nit por sortir el sol en una Barcelona que era la capital cultural del idioma español en el mundo, desde donde se creó y difundió el llamado boom latinoamericano y donde todos nos expresábamos con toda naturalidad en catalán o castellano sin mirar mal a nadie.
Después, los años fueron pasando y los nacionalistas empezaron a colocarse y a colocar a los suyos en todos los estamentos, en las escuelas, en las universidades, en los medios de comunicación públicos, de una manera metódica y planificada, como denunció Josep Tarradellas, president de la Generalitat (el gobierno autónomo catalán) en una entrevista con mi padre, ya en 1982. Tarradellas, que se declaraba socialista, se dio cuenta, quizá antes que nadie, de que allí se estaba estableciendo lo que llamó “una dictadura blanca”, el control de todos los resortes de la comunidad, en especial todo lo relacionado con la enseñanza, el funcionariado y los medios de comunicación públicos.
A partir de los sucesivos gobiernos nacionalistas, año tras año, aquel lugar cosmopolita se fue cerrando cada vez más, ejerciendo una presión, que en ocasiones ha sido insoportable, sobre todos los que no compartieran el ideario nacionalista. Mucho de eso no se notaba en las calles si tan solo se pretendía pasar allí unos días, pero sí se hacía evidente para quienes quisieran establecerse allí y no seguir las consignas e imposiciones nacionalistas. El resultado de todo aquello es que ya desde hace muchos años la sensación de entrar en la modernidad, en el cosmopolitismo y en una ciudad acogedora donde nadie se siente propietario de las calles ya no lo siento en Barcelona, sino en Madrid. “Las calles son nuestras” gritan ahora los ultranacionalistas catalanes de la CUP y ERC, emulando al ministro franquista Fraga, que decía: “La calle es mía”.
Cataluña se ha ido convirtiendo en las últimas décadas en algo muy parecido a un cortijo privado controlado por los partidos nacionalistas, con un elaborado sistema de corrupción montado desde los organismos de la Generalitat, que exigían un pago en obediencia patriótica catalanista para no ser borrado del mapa institucional, para poder recibir ayudas o apoyo institucional, para no ser declarado “enemigo del pueblo” o mal ciudadano (“mal catalán”). Incluso se exigió, a la manera de una organización mafiosa, el pago de un impuesto nacionalista, el famoso 3 por ciento, que ahora se está intentando juzgar, pero que ya denunció el alcalde socialista de Barcelona Pascual Maragall en los años 90. Maragall fue obligado a callarse casi de inmediato, se supone que por la amenaza de alterar la paz social si seguía moviendo el asunto, pero también por la complicidad de los partidos de ámbito nacional español, que necesitaban contar puntualmente con los votos de los nacionalistas catalanes y vascos, por lo que aceptaban que cada cual gobernara en su cortijo nacionalista sin interferencias.
La consecuencia de todas estas acciones e inacciones fue que se instalara entre gran parte de la ciudadanía la aceptación de la absoluta impunidad para los nacionalismos, con la complicidad de cierta izquierda que llegó a adoptar el disparate intelectual de defender que el pensamiento más reaccionario que existe, es decir, el pensamiento nacionalista, tenía algo que ver con la libertad o con la igualdad, cuando lo que defiende cualquier nacionalista es precisamente lo contrario. De una manera no sé si decir asombrosa o grotesca, a menudo he visto habitar en un mismo cuerpo y en una misma mente a un socialista, o incluso a un comunista, con un nacionalista. Una conjunción sin duda más inexplicable que la del Dios uno y trino. Como ya he dicho, la ideología nacionalista, al contrario que otros pensamientos políticos más elaborados, no tiene más sustancia que la obsesión por la identidad comunitaria y la insistencia en la diferencia con “los otros”, aunque se disfrace de todo tipo de excusas, como la lucha contra la opresión (inexistente, pues Cataluña tiene más autonomía que casi ninguna otra comunidad no estatal en todo el mundo), contra la corrupción del estado español (idéntica o menor que la de la comunidad autónoma catalana, como ya he explicado), o la insistencia monocorde en que los de fuera no son capaces de entender el sentimiento nacionalista, como si hubiera que hacer un master en Harvard para entender un mecanismo emocional tan simple y una ideología tan mezquina y peligrosa, que, por cierto, ha sido ya estudiada, descifrada y perfectamente comprendida no solo en Harvard, sino en cualquier universidad del mundo y en miles de libros, a causa de los desastres que provocó en el siglo XX.
En los últimos años, y en especial en los últimos meses, los nacionalistas catalanes han tensado la situación hasta el extremo, enfrentando a unos catalanes con otros y proclamando la independencia de Cataluña de manera unilateral, saltándose incluso sus propias leyes. Su única intención, al convocar un referéndum ilegal en el que ni ellos mismos creían, consistía en provocar al estado, hacer que reaccionara de manera violenta para situarse en un escenario de represión que encendiera aún más los ánimos independentistas y atrajera la atención internacional. Lo consiguieron en parte, por la torpeza de las fuerzas de seguridad, que emplearon en ocasiones una agresividad injustificada, convenientemente exagerada gracias a eso que se ha llamado posverdad, las falsas noticias propagadas a través de las redes sociales. Esas acciones violentas fueron exageradas hasta la caricatura, resucitando el fantasma del franquismo, olvidándose de que la policía local de la propia Generalitat reprimió en su momento con la máxima dureza las manifestaciones de indignados del 15 M y nadie consideró que eso fuera franquista, a pesar de que en ningún otro lugar de España se había actuado con tanta violencia. Pero al nacionalismo catalán le conviene resucitar los fantasmas de un pasado y retratar a España como un estado policial y antidemocrático, algo que carece por completo de sentido.
Por un momento pareció, tras la declaración unilateral de independencia, que estábamos al borde del abismo, pero, de manera sin duda paradójica e inesperada, los excesos de los nacionalistas catalanes parecen haber despertado a muchos ciudadanos que todos estos años han permanecido en silencio, con miedo a hacerse notar, a ser señalados por el poderoso aparato de presión social nacionalista. Parece que ahora hay menos miedo, pero es difícil que la situación cambie de manera radical, porque el discurso simplificador del nacionalismo, que consiste en echar la culpa de todos los males al enemigo exterior, en el más puro estilo franquista del enemigo judeo-masónico-comunista, sigue funcionando en el siglo XXI, como funcionó en el espantosamente nacionalista siglo XX.
Cuando le comenté a mi amiga Teresa Filesi, italiana de nacimiento, colombiana de infancia y española de adopción, que iba a escribir estas nostalgias catalanas, me dijo que eso era exactamente lo que ella sentía, esa misma nostalgia de los años en que, cuando llegó a España hace ya décadas, viajaba a Barcelona y tenía una sensación de libertad y cosmopolitismo que ahora parece definitivamente perdida y sumergida en un localismo asfixiante y un nacionalismo egoísta. Teresa me autorizaba y me animaba a decirlo aquí. Y aquí queda dicho.
Rumba dels 60, de Gato Pérez, por esa Barcelona y Cataluña cosmopolita
RUMBA DELS 60
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Una mañana de primavera de hace ya 30 años llegaba a la ciudad por la puerta que tiene el mar, en un barco trasatlántico desde un continente austral, un chiquillo viajero que traía una gran curiosidad. Había tenido que dejar a sus amigos en la distancia y todo un mundo intenso de fiesta que solía frecuentar Conocía su ciudad palmo a palmo y aprendía en las calles las cuestiones fundamentales. Un ambiente cosmopolita y una gran actividad sorprendió gratamente a aquel chaval al llegar. Tantos años cautiva no habían podido cambiar a la enérgica ciudad que comenzaba a despertar. Emigrantes y forasteros inundaban las calles con un coctel demencial de turistas con obreros Abierto y cálido el corazón de sus habitantes se nutría desde siempre de tradiciones muy diferentes Poco a poco descubrió los rincones más escondidos en extensas caminatas a las horas escolares un itinerario rico de charlas y de bares desde el Tibidabo al mar y del Bessòs al Llobregat. Hay gitanos y judíos, valencianos y portugueses, andaluces y argelinos, mallorquines y aragoneses. Y las Ramblas que están llenas de fecunda humanidad, oasis de tolerancia imposible de ocultar. |
NACIONALISMO E IDENTIDAD
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One Comment
Felicitas
Así viví yo la Barcelona de los años 70.
Pero todo ha ido cambiando y ya ves donde estamos.
Las elecciones reafirman el nacionalismo,aunque siguen siendo pocos para separarse
La murga continuará.
Felicitas Sánchez Mediero.