¡Maldito río Ebro!

Relato biográfico de Victoria García Laborda.

En 1950 yo tenía 8 años y mi hermana 12. Mi abuela tenía 67 (los mismos que yo tengo ahora). En esa época mi madre se puso enferma de algo relacionado con la vena aorta y tuvo que alquilar la habitación en la que dormíamos mi hermana y yo, así que pasamos a dormir con nuestra abuela. Esto no nos molestaba en absoluto porque la abuela Eulalia nos contaba cuentos de aparecidos, «Pam, pam, hacía sonar en el cabecero de la cama, abre María y devuélveme la asadura que me robaste el otro día», o nos cantaba jotas y fragmentos de zarzuelas. También nos contaba historias de su juventud en Zaragoza como cuando empezó a circular el primer tranvía y la gente se asustaba y buscaban a la mula debajo del vagón.

    Cuando nació mi abuela, su padre había muerto de tifus hacía dos meses, una enfermedad bastante común en aquellos tiempos. Era el 11 de febrero de 1873. Ese mismo día se proclamó la Primera República en España al abdicar, tras un breve y convulso reinado, el italiano Amadeo de Saboya. La República fue aún más breve que el reinado de Amadeo: solo duró un año y medio acechada por guerras, levantamientos militares, revueltas cantonales y dimisiones como la de Estanislao Figueras, primer Jefe de Gobierno que en su último consejo de ministros dijo: «Senyors, ja no aguanto més. Vaig a ser-los franc: estic fins els collons de tots nosaltres». (Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros). Figueras salió del despacho, dejó su dimisión sobre la mesa de la Presidencia  y cogió el primer tren que le llevó a París.

    Pero mi abuela Eulalia acababa de nacer y no sabía nada de aquellos avatares políticos, aunque  influyeron en su vida y en la de todos los españoles.

     Siempre que la abuela nos contaba algo de Zaragoza y salía a relucir el río Ebro, lo maldecía. «¡Maldito río Ebro!», exclamaba.

     Un día mi hermana le preguntó porque le tenía tanta tirria al río. «Yo tengo mis razones», contestó. Mi hermana le pidió que nos explicara esas razones y, como Scherezade, nos fue contando esta historia durante varias noches. Y así es como yo lo recuerdo:

PRIMERA NOCHE

Con mi padre ya muerto cuando yo nací, mi madre no estaba para nada. Mi hermano Joaquín, que entonces tenía 15 años, y unas vecinas me llevaron al día siguiente a bautizar a la iglesia de San Pablo y como era el día de Santa Eulalia me pusieron ese nombre. Mi hermano hizo de padrino y prometió al cura, y luego a mi madre, que durante toda su vida se ocuparía de mí. Y así lo hizo.

Mi madre, que se llamaba Isabel y era rubia y con unos grandes ojos azules, se casó a los 27 años, muy mayor para aquella época. Era bajita y quería casarse con un buen mozo. Además, era «machorra» o sea, que no había tenido nunca la regla. Su madre se lo contó al novio, Ezequiel, pero éste le contestó  que él quería mucho a Isabelica y no le importaban los hijos. Tuvieron seis  antes de nacer yo, pero solo sobrevivió Joaquín. Mi padre y Joaquín trabajaban en una fábrica de curtidos en el barrio de las Tenerías. Con los dos sueldos vivían relativamente bien, pero al morir mi padre y conmigo recién nacida, mi madre se tuvo que poner a trabajar de lavandera y planchadora.

Vivíamos en la calle Predicadores, en el barrio de San Pablo; Joaquín, que era tan buen mozo como mi padre, salía de casa a las seis de la mañana para ir a trabajar, pero antes ya había encendido el hogar para hervir la leche y preparar su comida. A mí me cogía de la cuna, que estaba al lado de su cama, me daba un beso y me ponía junto a mi madre para que me diera de mamar. Cuando terminaba su jornada en la fábrica de curtidos, corría hacia casa, cenaban y se cuidaba de calentar las planchas que usaba mi madre, mientras me acunaba. Más de una noche se quedó dormido sobre mi cuna, según contaba mi madre. Cada domingo, en invierno, calentaba agua hasta llenar un barreño y me bañaba. Con el agua sobrante se bañaba él, pues era un chico muy espejado.

Cuando empecé a hablar le llamaba papá y siempre andaba revoloteando a su alrededor;  él fue quien me enseñó a andar, quien me reñía y quien prohibió a mi madre que me pegase. En cuanto tenía un rato libre, me sacaba a pasear con la cara limpia y un gran lazo en el pelo.

Yo estaba muy orgullosa de mi hermano.

Pero también me gustaba ir a los lavaderos con mi madre. Allí las mujeres solas se sentían más libres y cantaban, reían y se chanceaban de los hombres. Todavía me acuerdo de muchas letras de las jotas que cantaban:

            La niña, la niña, la niña cuando va misa,

            olé olé carretero qué jaleo lleva el tren,

                   paice un ramico de albahaca, olé ay,

                   que la bambolea el viento,

            olé olé carretero qué jaleo lleva el tren

            perfumando lo que pisa, olé ay.

 

En verano, chapoteaba en el agua de los lavaderos mientras mi madre lavaba pero también tenía que ayudarla en su trabajo, y en invierno era muy duro lavar la ropa cuando había que romper el hielo con una piedra y las manos se llenaban de sabañones. Aún así, las mujeres seguían riendo y cantando:

            Quisiera, quisiera, quisiera volverme hiedra

            y subir y subir y subir por las paredes

            y entrar y entrar y entrar en tu habitación

            para ver, para ver, para ver el dormir que tienes.

__Pero veo que las joticas os han dado sueño. Será por lo mal que canto.

__No, yaya, cantas muy bien, protestábamos. Pero ya tenemos sueño.

__A mi hermano también le gustaba cantar y a mí parecer, lo hacía muy bien y también me quedaba dormida cuanto cantaba. ¡Ale, a dormir!

 

SEGUNDA NOCHE

En aquellas noches de invierno en Barcelona hacía mucho frío. La humedad te calaba hasta los huesos y las sábanas estaban húmedas, así que nos arrebujábamos contra nuestra abuela buscando su calorcillo y aspirando su olor: una mezcla acre y dulzona.

__¿Qué queréis que os cuente?

__Sigue con la historia de tu hermano, exigía mi hermana.

__Bueno, ¿dónde nos quedamos?

__En que cantaba muy bien las jotas.

__Pues sí, nos gustaban mucho las jotas.

Mi madre me hizo un traje de mañica y me compró unas alpargatas nuevas para ir a bailar a las Fiestas de Pilar y también para oir cantar al ‘Tuerto de las Tenerías’ o al ‘Royo del Rabal’, que eran los mejores joteros de Aragón.

Todos los domingos, mientras hacía buen tiempo, Joaquín llenaba su zurrón con una muda para él y otra para mí, un trozo de jabón del que usaba mi madre para lavar la ropa y un buen pedazo de pan untado con vino y azúcar y nos íbamos al río Ebro, bajo el Puente de Piedra. Allí me quitaba la ropa sucia y me enjabonaba de los pies a la cabeza con mucho cuidado para que no me entrase el jabón en los ojos. Luego me vestía, se bañaba él y nos tumbábamos sobre la hierba fresca a comer la merienda. Algunas veces conseguía pescar algunos barbos que luego mi madre freía para la cena.

«Nunca te fíes del río Ebro», me decía. «Los ríos son muy traicioneros y éste aún más. Tiene fuertes corrientes que te arrastran, remolinos que te chupan hacia el fondo y fangos que te hunden. Otras veces se desborda, como hace pocos años y la gente se ahoga y los pobres pierden sus casas. No le pierdas el respeto al río. De él vienen muchas cosas buenas y otras muy malas». Y yo le preguntaba: «¿Cuáles son las cosas buenas?». «Pues que su agua riega las tierras que nos dan la comida, también nos da peces: barbos, truchas y otros… y el agua que bebemos, pero que nunca debes beber directamente del río porque yo no se de las porquerías que le deben echar por ahí arriba. De las fábricas de las Tenerías va toda la mierda al río Huerva pero como ese  está más abajo, a nosotros, aquí,  no nos llega».

Mi hermano Joaquín, además de ser buenismo (mi abuela usaba así el superlativo)  era un hombre de ideas. No sé cómo había aprendido a leer pero por la noche, mientras mi madre planchaba, nos leía unas hojicas que traía de la fábrica y que hablaban mal del gobierno y de lo que tenían que hacer los obreros para vivir mejor: huelgas y todo eso. Mi madre siempre le decía que fuera con mucho cuidado para no caer en la cárcel y después de leer la hoja la quemaba en el hogar. También me enseñó a leer y a hacer palotes y letras en un cuaderno que me compró. Nos contaba que, en otros países, se podía ganar mucho dinero y que él pensaba irse a trabajar allí, que ya estaba preparando los papeles. «Y, ¿me vas a dejar?», le preguntaba yo al borde de las lágrimas. «No, no… nunca te abandonaré, solo me iré unos meses y cuando haya puesto una casa volveré para llevaros conmigo», me contestaba. «Y allí irás a un colegio de señoritas, donde te enseñarán a hablar en francés y cuando haya ganado mucho dinero volveremos a Zaragoza y compraré una casa frente al Pilar, lejos de los malos olores de las Tenerías y de las riadas del Ebro y llevarás bonitos vestidos y madre ya no tendrá más panadizos porque llevará guantes de cabritilla».

__Así hablaba mi hermano.

__¿Te compró vestidos bonitos?, le pregunté.

__No, no pudo. Pero eso ya os lo contaré mañana.

 

TERCERA NOCHE

__¿Por qué no te compró tu hermano los vestidos que te prometió?

__Porque una noche no volvió a casa.

Lo buscamos por todo el barrio y a la mañana siguiente fuimos a la fábrica, donde nos dijeron que había salido a la hora de siempre. Sus compañeros de trabajo preguntaron en bares y tabernas y al final pidieron ayuda a la policía. Al cabo de una semana se presentó un guardia en casa con su ropa y su zurrón, que habían encontrado a la orilla del Ebro, bajo el Puente de Piedra. El maldito río Ebro se lo había tragado. Tenía 26 años y estaba a punto de irse a trabajar a Francia.

Aquí mi abuela hizo una pausa muy larga.

      __¿Estás llorando, yaya?

      __No. Solo estaba recordando…

Ya os podéis imaginar como nos quedamos mi madre y yo. Durante muchos días no paramos de llorar y durante meses aún pensábamos que Joaquín iba a aparecer, que no se había ahogado, que había perdido la memoria, que estaba en Francia, que estaba en Barcelona… que no estábamos solas. Pero, poco a poco, tuvimos que aceptar que nunca más le volveríamos a ver.

Yo tenía 11 años y mi madre era muy mayor y su salud no le permitía seguir lavando. Solo le quedaba el trabajo de plancha, así que no quedaba más remedio que ponerme a servir.

Mis amos tenían un taller de sombreros en la planta baja de su vivienda. Yo me encargaba de cuidar a sus cuatro hijos. El último acababa de nacer y cada 3 horas tenía que bajar al taller con el  pequeñico para que su madre le diera de mamar. Mientras ella le daba el pecho, yo me dedicaba a cortar pelo de conejo como las cuatro mujeres que estaban empleadas en el taller. Con esa materia se fabricaban los sombreros.

Los primeros tiempos en la sombrerería fueron muy duros. A menudo el ama me encontraba llorando, pero a fuerza de bofetadas se me fueron pasando las ganas. Cuando estaba en el taller, el pelo de conejo se me metía por la nariz y me hacía estornudar, pero también a eso me acostumbré. Y los años fueron pasando y los niños fueron creciendo y yo cada vez estaba más horas en el taller, según el ama para aprender el oficio, y todos los días acababa tan cansada que ni tenía tiempo para estar triste. Ya pensaba menos en mi hermano, pero siempre que pasaba cerca del Ebro lo maldecía y hasta alguna vez le escupí desde el Puente de Piedra. Trabajaba de la mañana a la noche y de lunes a sábado, así que sólo tenía ganas de dormir, como tengo ahora, y vosotras también. Buenas noches.

__Buenas noches yaya.

 

CUARTA NOCHE

    __¿Dónde nos quedamos?

    __En que ya no te acordabas de tu hermano.

    __Bueno, yo no he dicho eso: siempre me acordaré de él.

    En aquellos tiempos le recordaba sobre todo los domingos, cuando iba a casa para entregar una parte de mi mísero sueldo a mi madre que cada vez estaba más débil y llorando me decía que iba a acabar en la Casa del Amparo. Y yo la consolaba: «No, madre, mientras yo tenga dos manos, usted no irá al Amparo».  No sé que pasaba en aquel lugar que estaba en la misma calle Predicadores donde vivía mi madre. «Por la noche se oyen gritos y de día salen y entran muchas cajas de muerto», decían.

Pero, bueno, yo era joven y no todo eran tristezas. Los domingos por la tarde me ponía un vestido de fiesta con mangas de jamón que me había hecho mi madre, ayudada por una vecina que sabía corte y confección. Creo que tardó 6 meses en terminarlo.  Es ese que llevo en la foto de cuando tenía 15 años y que me quedaba muy bonico porque yo tenía muy buen tipo y, por qué no decirlo, era muy guapa. Con ese vestido salía con dos amigas a pasear, como las señoritas,  por el Coso y, algunas veces, entrábamos en La Seo pero yo no rezaba ni nada porque, como mi hermano, no creía en los curas. Tampoco era nada devota de la Virgen del Pilar porque la veía llena de joyas y nosotros, los pobres, no teníamos nada. Claro que todo esto lo pensaba para mí misma pues no estaban los tiempos como para criticar ni al gobierno ni a los curas. Por menos de nada acababas en la cárcel. Bueno, igualico que ahora. Y vosotras tened mucho cuidado con lo que habláis por ahí. A los rojos, ni mentarlos y que nadie se entere de que oímos la Radio Pirenaica.

En uno de esos paseos de los domingos conocí a mi marido. Se llamaba Manuel Laborda y era sobrino de un famoso banderillero y torero al que llamaban «El Chato». Aunque solo tenía 25 años, Manuel era un buen albañil y estaba trabajando con los mejores maestros de obras en  la Facultad de Medicina. Era un hombretón, como vuestro tío Valeriano, pero era finísmo. El primer día que me pidió para festejar, me regaló unos claveles y nos invitó a mi madre y a mí a tomar chocolate en el Café  Real. Naturalmente, me enamoré de él y cuando me pidió matrimonio yo le puse como condiciones que nunca me levantara la mano y que mi madre se viniera a vivir con nosotros. Al cabo de un año nos casamos y alquilamos un piso en la calle San Pablo, cerca del Portillo. Era una casa soleada y con tres dormitorios y como mi marido conocía a muchos ebanistas, nos hicieron unos hermosos muebles a un precio muy barato.

Tuvimos cuatro hijos y, por suerte, no murió ninguno. Bueno, ya conocéis a vuestros tíos Valeriano y Antonio. A Manuel no, porque se marchó a Francia cuando acabó la guerra, pero ya habéis visto en las fotos que también es bien guapo.

    __¿Y, mamá?

    __Claro, vuestra madre, que nació la última, y que su padre estaba encantado de tener una niña después de tanto chicote, pero que bien poco la pudo disfrutar.

    En aquellos años Zaragoza estaba patas arriba, toda llena de obras. A mi marido no le faltaba el trabajo gracias a su maestría y a su formalidad. Le llamaron para trabajar en las obras de una gran Exposición que hubo en la Plaza de los Sitios y allí fue donde el maldito río Ebro me la volvió a jugar: cerca de los Sitios está el río Huerva y como era verano y hacía mucho calor, los obreros se iban a comer y a bañarse al río. Manuel se metió en el agua y empezó a sentirse mal. Sus compañeros lo sacaron del río pero cuando llegó al hospital ya solo pudieron ver que se había muerto. Tenía cuarenta años recién cumplidos. Otra vez ese maldito río se cruzó en mi vida.

    __Pero yaya, no fue por culpa del río Ebro.

    __¿Ah, no? ¿Y dónde va a parar el río Huerva?

    __Al Ebro, contestó mi hermana.

    __Pues, ¡eso! Todo acaba en el río Ebro.

    El tío de Manuel, el torero, se puso en el brazo un lazo negro en su primera corrida después de la muerte de vuestro abuelo. Alguien del público le preguntó: «¿Quién se te ha muerto, Chato?» Y él contestó: «Mi sobrino más querido…»

      __Pero, ya está bien de desgracias por hoy. Vamos a dormir.

 

QUINTA NOCHE

Cuando murió mi marido me quedé con una mano delante y otra detrás y con cuatro hijos, el mayor de 14 años y vuestra madre con 5 meses. Hasta se me retiró la leche y no tenía dinero para nada. Así que fuí a pedirle trabajo al ama, en el taller de sombreros.

Unas mujeres de la parroquia me ofrecieron que los dos chicos mayores entraran en un seminario pero yo las eché a cajas destempladas. No quería saber nada con los curas. Manuel y Valeriano entraron a trabajar de peones en una obra donde estaba de capataz un amigo de vuestro abuelo y mi madre se ocupaba de cuidar de Antoñico y de Elisín mientras yo estaba en el taller. Claro que tuvimos que dejar el piso de la calle San Pablo y nos mudamos a otro más barato y más pequeño en la calle Aguadores, en el mismo barrio. Los muebles tan hermosos que tenía los tuve que vender, porque ni siquiera cabían en el nuevo piso, pero no me supo mal pues yo solo quería tirar para adelante.

En España se vivieron tiempos muy revueltos. En Marruecos  morían los jóvenes que no podían librarse a base de untar con dinero a las personas oportunas, la Semana Trágica de Barcelona, las huelgas de los obreros… y mis hijos habían salido a mi hermano Joaquín, pues también eran hombres de ideas y estaban metidos en todos los fregados. A Manuel lo echaron de la obra por organizar una protesta cuando un obrero se mató en el tajo, así que decidió venirse a Barcelona a buscar trabajo. Aquí nadie le conocía y las obras de la Exposición Universal necesitaban mucha mano de obra. A los tres meses encontró trabajo para Valeriano, que era un buen solador y al cabo de un año nos mando llamar al resto, pues ya habían podido alquilar un piso en La Torrassa.  Mi madre no quiso venir y se quedó en casa de una prima a la que le mandábamos dinero todos los meses, para que no le faltara de nada.

No me fui con pena de Zaragoza pues pensé que por fin nos libraríamos de nuestra mala suerte. Pero estaba equivocada.

Al poco tiempo llamaron a filas a Manuel y eso significaba que lo mandarían a la guerra de Marruecos de modo que, ayudado por sus compañeros anarquistas, atravesó la frontera por los montes y se plantó en Burdeos donde, como tenía mucha sapiencia y muy buena letra, enseguida encontró trabajo en una empresa de importación de plátanos de Canarias. Esto me recuerda una historia que contaba: le regaló a una familia que conocía un manojo de plátanos y al cabo de unos días les preguntó que si les habían gustado. «Pues maño, si te digo la verdad, no mucho porque eran jodidamente aspros». «Pero, ¿los habéis pelado?», le preguntó Manuel. «¡Cagoendíos, podías haberlo avisado!»

Mi hermana y yo nos retorcíamos de risa, así que mi abuela aprovechó para contarnos cosas de baturros: la del que va con su burro por las vías del tren y cuando le pita dice:»¡Chifla, chifla, que como no te apartes tú!», los de Calatorao que van tapando la calle en la zarzuela ‘Gigantes y Cabezudos’ y tantas otras que formaban un largo repertorio cómico.

Y así, muertas de risa, nos dormimos tan felices.

 

SEXTA NOCHE

      __Yaya, cántanos algo.

      __¿Y qué queréis que os cante?

       __Pues, cualquier cosa, como aquello del marinero.

       __¿De ‘Marina’?

       __Sí, sí, de ‘Marina’, yaya.

     Y poniendo su tono más bajo, mi abuela nos cantaba:

«Feliz aquel que tiene

la casa a flote, la casa a flote

y que el buen mar le mece

su camarote, su camarote,

oliendo a brea, oliendo a brea.

Al arrullo del agua, se bambolea…»

Y mi hermana y yo cantábamos a coro con la abuela:

«Oliendo a brea, oliendo a brea.

Al arrullo del agua se bambolea…»

Esto lo tiene que cantar un bajo, que también los hay buenismos en la zarzuela pero, a mí, el cantante que más me gusta es Marcos Redondo. Sí, aquel que vimos en el teatro Apolo cantando «La Dolorosa». Aquí en Barcelona he visto a cantantes muy importantes, como el joven Pedro Terol, que es muy buen tenor. Y a Miguel Fleta pero que nos defraudó mucho porque  después de cantar el ‘Himno de Riego’, se hizo falangista y cantaba el ‘Cara al sol’. Pero, según dicen los entendidos, el mejor cantante fue Gayarre, que era navarro y que, cuando murió, comprobaron que tenía dos gargantas.

__¿Dos gargantas?, preguntó mi hermana con incredulidad.

__Bueno, o algo parecido, concluyó mi abuela.

__Cuéntanos más historias de tu familia, yaya.

__No me acuerdo en dónde nos quedamos ayer.

__En que el tío Manuel tenía muchos plátanos, contesté yo muy pispaja

__Bueno, no es que él los tuviera, sino que trabajaba en un almacén donde llegaban muchos desde unas islas muy lejanas que se llaman Canarias.

A Manuel le iba muy bien en Francia y allí conoció a su mujer y se casó. Bueno, no se casó: se unió como hacían los anarquistas. Pero nos mandaba paquetes con comida muy rica. Cuando nació su hija Amapola nos mandó dinero para que tu madre y yo fuéramos a conocerla.

No sabéis el laberinto que fue aquel viaje: los pasaportes, los billetes, el cambio de tren en la frontera… Yo pensé que nos perdíamos y que íbamos a acabar en las quimbambas pero Elisa era muy lista y, aunque no hablaba ni papa de aquel idioma se hacía entender. Mi hijo quería que nos quedáramos a vivir en Burdeos pero yo tenía otros dos hijos aquí y a los dos meses nos volvimos. Vuestra madre aún no me lo ha perdonado.

Yo encontré trabajo en mi oficio, el tío Antonio también se empleó en la construcción y vuestra madre entró de aprendiza en una camisería. Así que no nos faltaba de nada. Bueno, sí, nos faltaba la libertad de ideas pero nos llegó, al cabo de unos años, con la Segunda República.

El rey salió zumbando del país y no veáis que alegría… Todos los presos saliendo de las cárceles, los exilados volviendo… Estábamos muy contentos porque, a pesar de todos los problemas, los obreros veíamos que se nos respetaba, que se nos tenía en cuenta.

Mi hijo Manuel pudo volver a España con su familia porque hubo una amnistía para todos los prófugos. Ayudado por sus hermanos se hizo una casa muy bonica en Rubí y muchas veces cogíamos el tren e íbamos toda la familia a verlos. Valeriano y Antonio también se casaron  por lo civil durante la República, aunque luego lo tuvieron que hacerlo por la iglesia.

__¿Y mamá?

__Bueno, ella conoció a vuestro padre en un centro anarquista. Gerardo era un buen amigo de Manuel.

__Pero ella dice que papá era un cabrón, dijo mi hermana al borde de las lágrimas.

__Bueno, eso son cosas que pasan cuando las parejas se llevan mal.

Vuestra madre pasó muchas fatigas cuando la guerra y, sobre todo, cuando todos nuestros hombres tuvieron que salir de España. Cuando pudieron volver,  llegaron enfermos y llenos de miseria. No había trabajo para todos.  Así que era fácil que las relaciones se estropearan. Fueron tiempos muy duros. Creímos que íbamos a ganar la guerra contra aquellos militarotes y que volvería el tiempo normal. Pero no fue así. Perdimos la guerra y aquí estamos, esperando que vuelvan tiempos mejores.

Y debo deciros algo: otra vez el Ebro nos traicionó. Esa última batalla que se libró en el río fue el fin de la República. Ya lo decía mi hermano: «No te fíes nunca del río Ebro».

Esta es una de las historias que mi abuela Eulalia contaba. Siempre que  pasábamos por Zaragoza para ir en verano a Villanueva de Huerva, donde mi abuela tenía varios primos, nunca vimos el río Ebro. Tuvo que pasar mucho tiempo para que yo, con 20 años, me asomara al Puente de Piedra. La verdad es que me pareció un río bellísimo pero, como un homenaje a mi abuela, le escupí.

     Ahora lo he vuelto a contemplar. Es hermoso, pero mi abuela Eulalia  no lo admitiría. Porque, aunque sus aguas ya no sean las mismas, sigue siendo el maldito río que cambió su vida.

 

 

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