Juego medio ||| El Duelo, 5
4. Juego medio
—Como podéis observar -dijo el barón, extendiendo su mano ante sí-, los reveses de la guerra, de algunos de los cuales se me acusa veladamente, me han permitido dedicarme por entero a la amable tarea de cuidar mis jardines.
—En efecto, he observado que habéis plantado glicinas azules -dijo Frederick-. Su belleza se contagia a las demás plantas, los agavanzos adquieren un suave color rosado, las amapolas se tiñen de un rojo luminoso, los lirios semejan ser oro puro y las prímulas compiten con el amarillo solar.
—No creo que todo ello se deba a las glicinas -objetó el barón con aire divertido-, pienso más bien que vuestro alejamiento, vuestro contacto con paisajes mal cuidados, campos abandonados y ciudades sucias e inseguras os hacen apreciar en exceso mi modesto jardín.
—¿Intentáis convertirme de nuevo a la injusticia? -preguntó Frederick, pero su tono no era áspero-. Admiro las bellas cosas que el hombre puede crear aliado a la naturaleza, pero desearía que todos los ciudadanos pudiesen gozar de ellas y no fuesen privilegio de unas pocos.
—Poco durarían mis glicinas si permitiese entrar en mi jardín a cualquier austríaco.
—¿Por qué os dejáis llevar siempre por ideas egoístas? -exclamó Frederick, acompañando sus palabras por un gesto de desesperación-. Es injusto que vos solo poseáis más tierra que mil ciudadanos. Los bienes de la naturaleza, la tierra y los alimentos, deberían ser patrimonio de toda la humanidad.
—No serían entonces tan hermosos mis jardines: la población crece, pero el mundo permanece inalterable en su tamaño.
—Hay suficiente para todos. Además, si renunciarais a vuestros privilegios, podríais dormir con la conciencia tranquila.
—Mi conciencia está tranquila, Frederick, mi intranquilidad nace del temor a perder lo que tengo. Convengo en que es injusto, pero no puedo evitar sentir agradecimiento hacia las circunstancias de mi nacimiento.
—A vos sólo os importan vuestras circunstancias, nunca pensáis en los demás; sólo os preocupáis, y en vuestras conversaciones se refleja, de lo que os atañe directamente.
—Nada hay más lamentable que aquellos que prescinden de sí mismos en sus conversaciones, querido Frederick, porque entonces no pueden hablar de nada que no sea prestado.
—Veo que es imposible convenceros; una palabra de vuestro propio idioma os define a la perfección: Schadenfeure, alegría maligna -dijo Frederick con resignación-. Pero supongo que lo mejor será disfrutar de estos momentos y olvidar nuestras diferencias. ¿Decídme, vuestro tío el Abad permanecerá varios días aquí?
—No, será una breve visita. Trae consigo a la sobrina de Vivienne, que quedará durante unas semanas bajo mi custodia. Desean casarla con un joven noble y confían en que yo sea el intermediario entre ambos.
—¿De qué modo? -preguntó Frederick.
—Me han sugerido, casi me han impuesto, que organice una fiesta a la que asistirá el pretendiente.
—Todo está, pues, dispuesto para un casamiento convencional -dijo Frederick con tristeza-; el amor no importa. Rousseau combatió en sus escritos este tipo de uniones, que envilecen nuestra sociedad.
—Supongo que le interesaba legitimar su unión con la Levasseur -dijo el barón-; es evidente que en su relación no podían darse intereses pecuniarios, pues poca patrimonio puede aportar una moza de posada.
—Fue una decisión valiente en un hombre como él –dijo Frederick.
—Su humilde nacimiento no le permitía aspirar a algo mejor -replicó el barón-, es comprensible su defensa de la libre elección.
—Lo es -admitió Frederick-, pero no por ello son falsos sus postulados. Siento lastima por la sobrina de Vivienne; esa pobre muchacha deberá compartir su vida con un hombre al que no amará.
—¿Por qué no ha de amarlo? -objetó el barón-. En ocasiones el amor y el interés se dan la mano y, si no sucede así, siempre se pueden tener amantes. Los reyes franceses nos dieron este ejemplo, que nosotros imitamos a conciencia.
—!Es el reino de la hipocresía! -exclamó Frederick-. Allá donde miro, veo mentira y falsedad, mi alma no se conmovería si las aguas cubrieran de nuevo el mundo.
—No seáis tan grandilocuente: las buenas ideas no necesitan ser proclamadas a cañonazos.
—Cuando las buenas ideas no son escuchadas por nadie, resulta necesario usar la fuerza para acabar con la sordera de los injustos -sentenció Frederick.
—Utilizáis los métodos de quienes combatís con tanto empeño -replicó el barón-, pero ¿y si os equivocáis y vuestras ideas no son las acertadas?
—Sé que la son -afirmó Frederick.
—También Luis XVI creía tener razón y…
—Se equivocaba -interrumpió Frederick-. La historia lo ha confirmado
—¿Sustituís a Dios por la historia? -preguntó el barón-. Es un cambio interesante el que hacéis, pero la historia ha dado siglos de reyes y sólo una revolución.
—La época revolucionaria durará milenios -dijo Frederick con ardor-, el gobierno de los reyes será una mera anécdota, un solo segundo en el reloj del tiempo.
Continuará…
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