En los ensayos incluidos en Herejes, Chesterton va de una imagen a otra, de una paradoja a la siguiente como el sabio Nagasena de Las preguntas de Milinda va de una comparación a otra, o como Ramón Gómez de la Serna va de una idea ingeniosa a la siguiente. Pero, al contrario que Ramón, Chesterton no se pierde entre tantas luces y no se emborracha entre tantas copas de vino delicioso. Y esto lo logra en gran parte porque siempre sabe a dónde se dirige. Del mismo modo que el sabio Nagasena siempre camina, comparación tras comparación, hacia una de las escuelas del budismo hinayana, Chesterton tampoco pierde nunca de vista la cruz que corona la cúpula de San Pedro de Roma. Esta es la gran fuerza de Chesterton y también su punto débil.
Sus argumentos nos asombran porque, a través de su forma paradójica e ingeniosa, resultan casi siempre exactos y convincentes. Entendemos que refute a Kipling como seguramente nadie lo ha hecho, al mostrarnos que su militarismo no se corresponde con la fuerza, sino con la debilidad. Entendemos también que al hablar de George Bernard Shaw nos muestre el carácter conservador de su progresismo. Pero lo que nos resulta más difícil entender es cómo alguien capaz de detectar los descosidos en las costuras ajenas sea al mismo tiempo tan incapaz de darse cuenta de que sus ropas están tan deshilachadas que han caído hace rato al suelo, aunque sigan brillando con la púrpura y el oro de los Papas de Roma.
Si Chesterton no hubiese entregado su ingenio y su inteligencia a la causa del catolicismo con la fe de un converso, casi todos sus escritos serían de lectura obligada para cualquier persona sensata, pero su afán de justificar cualquier cosa que recomendase la Roma Católica tiene el efecto secundario de debilitar sus mejores argumentos, porque siempre sospechamos que en los regalos que nos ofrece se esconde una serpiente. Detrás de cada uno de sus argumentos está agazapado otro que nos dice, ufano: «Ergo, el dogma católico queda demostrado». Y eso sucede hable de lo que hable, de las farolas de gas o de los gatos en la calle. Es un hombre cegado por una idea, quizá porque esa idea brilla demasiado.
Si al menos de vez en cuando nos dijese: «Pienso esto de Bernard Shaw y esto otro de Kipling, esto de los ateos y esto de los tranvías, pero, además, pienso esto otro de Dios, del Papa y del catolicismo»; si nos hablara así de vez en cuando en sus ensayos, entonces podríamos acoger unos y otros argumentos con cierta confianza, no como una especie de trampa para ratones. Porque, como ya he dicho, lo que Chesterton nos dice demasiado a menudo es: «Pienso esto y lo otro de Shaw, de Kipling, de los ateos y de los tranvías, luego queda demostrada la verdad del catolicismo ortodoxo.»
En Herejes, Chesterton defiende con agudeza a Shaw de la acusación de que era capaz de defender cualquier cosa, pero no advierte que él es reo de esa culpa, porque Chesterton es capaz de defender cualquier cosa precisamente porque sólo defiende una cosa: el dogma católico. Así que, sea lo que sea lo que sostenga el dogma católico, Chesterton lo defenderá, ya se trate de las Cruzadas, de la Inquisición o de las campañas de exterminio de Santo Domingo de Guzmán. Si al Papa de Roma le hubiera dado por considerar a Zaratustra el fundador del cristianismo, sin duda encontraría también en Chesterton al más firme defensor del nuevo dogma.
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EL RESTO ES LITERATURA
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