Anselmo de Canterbury propuso el llamado argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios:
«Y, ciertamente, algo tan grande que nada mayor pueda ser pensado no puede estar únicamente en el entendimiento, ya que si sólo estuviera en el entendimiento, también podría pensarsele como parte de la realidad, y en ese caso sería aún mayor. Esto es, que si algo tal que nada mayor pueda ser pensado estuviera únicamente en el entendimiento, entonces esa misma cosa tal que nada mayor pueda ser pensado sería algo tal que algo mayor sí pudiera pensarse, algo que no puede ser.»
Es decir, Dios debe existir porque el concepto de Dios significa «aquello más grande que pueda ser pensado» y, en consecuencia, si ese algo más grande fuera pensado pero no existiera, entonces podríamos pensar en algo más grande, en un ser que además de ser la cosa más grande pensada, además existiera. Ese ser más grande en todos los sentidos es Dios.
Gaunilo de Marmoutiers, conocido en las historias de la filosofía como «el monje Gaunilo» respondió al argumento de Anselmo diciendo que él podía imaginar la isla mayor y más perfecta, pero que lo más probable es que una isla quien invitó a sus lectores a concebir la mayor y más perfecta isla. Pero esa isla debería contemner todos los atributos de la perfección, a pesar de ello, es muy probable que tal isla no exista. Y así, podríamos seguir aplicando el argumento a todo tipo de cosas.
Anticipandose a la objeción que el monje Gaunilo hizo al argumento ontológico de San Anselmo, Descartes dice:
«En los conceptos de las otras cosas no se contiene del mismo modo la existencia necesaria, sino solo la contingente» (Principios de la filosofía, Punto 15).
Es decir, como ya dijera Anselmo en su respuesta a Gaunilo, el argumento ontologico solo es aplicable a Dios, porque, de no ser así, ya podemos imaginar la farsa que se armaría si aplicaramos tan efectivo argumento para demostrar la existencia de todas las cosas que nos apetece que existan.
Más adelante, Descartes explica por qué la idea innata de Dios no es accesible a todos los hombres, por qué, en definitiva, no les es innata: a causa de sus prejuicios. Pero si, como dice el abate Bergier en su Diccionario teológico, los primeros hombres creían de manera unánime en Dios único, ¿por qué dejaron de creer en Él? ¿Por la intervención de Satán? Aquí, me temo, podemos caer en profundas disputas teológicas. Pero no es este momento ni lugar.
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