Dioses sedientos de sangre
En mi libro Maldita Helena, he encontrado este pasaje en el que cuento cómo el escepticismo se fue abriendo paso en la credulidad griega primitiva. Y también la historia del célebre ateo Diaágoras de Melos, que es uno de los pensadores que aparecen en Sabios ignorantes y felices.
En el sacrificio de Ifigenia que la diosa Ártemis exige a los griegos que se embarcan rumbo a Troya.parece detectarse un tiempo antiguo en el que las costumbres bárbaras todavía exigían sangre humana. Es un rasgo común a casi todas las culturas primitivas, tanto en Europa como en Asia o América.
Los relativistas culturales han intentado justificar estos espantosos sacrificios apelando a la diferencia cultural, en especial cuando se trata de culturas de América, aunque no suelen intentar justificar los sacrificios en la hoguera de la Inquisición por razones similares a las que les sirven para justificar a los incas o los aztecas.
Sin embargo, una reciente investigación ha cuestionado esas razones del relativismo cultural, esas justificaciones que nos piden que comprendamos que los asesinos tenían motivos para sus crímenes, como impedir que el Sol cayera sobre el mundo. La investigación, llevada a cabo, si recuerdo bien, entre decenas de pueblos de la Polinesia, revela que los sacrificios humanos tienen casi siempre relación con el intento de establecer jerarquías políticas. Cuanto más jerárquica es una sociedad más cruel se vuelve. Y para establecer esas jerarquías se recurre al terror, al asesinato y a cualquier argumento teológico.
Por fortuna, incluso los reformadores religiosos dogmáticos se dieron cuenta, muchos siglos antes que los relativistas culturales, de que no se puede justificar lo injustificable y prohibieron los sacrificios humanos, y con el tiempo también los de animales, sustituyéndolos por ritos inocuos como el del pan y
el vino de los cristianos.
Los sacrificios a los dioses fueron uno de los desencadenantes de la incredulidad y el ateísmo, pero no solo por la inútil crueldad de los sacrificios humanos o animales, o por el insaciable apetito y vanidad de dioses a los que solo les preocupa que les hagan ofrendas (sin duda insustanciales para criaturas tan poderosas), sino también por el sospechoso silencio de los dioses que, al menos en época histórica, raramente o nunca se han dignado agradecer de manera visible (es decir, visible no sólo para los conversos y fanáticos) el gesto.
En Grecia, se recuerda a Diágoras de Melos como uno de los primeros ateos. Diágoras se disponía a hacer un sacrificio de carne a los dioses, pero entonces advirtió que no tenía con qué encender la leña, así que fue a buscar fuego, dejando la carne en el altar. Al regresar descubrió que unos ladrones le habían robado la carne destinada a los dioses y pensó que si los propios dioses no podían cuidar de sus ofrendas cómo iban a cuidar de él; o, lo que es más probable, llegó a la conclusión de que esos dioses ni siquiera existían.
En la India se cuenta una historia casi idéntica que también explica la conversión de un creyente al ateísmo (se trata del propio Buddha en una de su reencarnaciones), mientras que en el libro bíblico de Daniel se recuerda una estratagema de Daniel para demostrar al rey persa Ciro que no eran los dioses quienes disfrutaban de la carne del sacrificio, sino los sacerdotes: regó con ceniza el suelo del templo, lo cerraron y sellaron, y al día siguiente demostró que eran los sacerdotes quienes se comían las ofrendas
destinadas a los dioses, pues aunque vieron que la ofrenda ya no estaba allí, Daniel demostró que eran los sacerdotes quienes se las habían comido, al mostrar las pisadas que, tras entrar por un túnel secreto, los sacerdotes habían dejado en la ceniza.
En los tiempos míticos de Helena, los dioses todavía perseguían activamente a quienes olvidaban celebrar sacrificios en su honor, como hizo Afrodita con la estirpe de Helena, debido a que Tindáreo había olvidado un sacrificio, o como hace Ártemis en Áulide con la flota de Agamenón. Una práctica frecuente en el dios judío-cristiano-musulmán, cada vez que los hebreos se olvidan de ofrecerle sacrificios.
Sin embargo, llega un momento en el que los dioses, antes tan activos ( o tan activos en testimonios y libros), guardan silencio, y ya no se manifiestan ni ayudan a sus fieles, ni siquiera a sus hijos, como pudo
comprobar Jesucristo cuando ya era demasiado tarde.
El silencio de los dioses, o su sospechosa inactividad, es habitual en todos los períodos en los que las sociedades no están obligadas por los sacerdotes o las autoridades religiosas a mantenerse obedientes. En ocasiones ese silencio de Dios o los dioses ha llegado a ser atronador, como se dijo después de Auswichtz.
¿Guardan silencio los dioses porque los creyentes han permitido que penetrase el escepticismo en sus mentes, o quizá, en un rasgo más de malicia divina, para poner a prueba la fe de sus pacientes seguidores? ¿O sucede, por el contrario, que el escepticismo y una mayor exigencia de pruebas es lo que explica que los dioses ya no se manifiesten como antes, o que solo lo hagan en lugares en los que abundan los crédulos o los ingenuos?
Las respuestas a todas esas preguntas parecen obvias, pero cada cual puede pensar lo que prefiera.
En cualquier caso, ¿por qué Artemis exige un sacrificio a los griegos que se embarcan rumbo a Troya? Se dice que porque Agamenón había matado a una cierva consagrada a ella, o porque había presumido de ser mejor cazador que la diosa, o porque, como ya sabemos, su antepasado Atreo había incumplido una promesa a Ártemis.
Descubre a los escépticos de Grecia y Roma.
Ariel editorial
568 páginas
Sabios ignorantes y felices: lo que los antiguos escépticos nos enseñan