Democracia e imperio
Bertrand Russell dijo varías veces que prefería un imperio mundial a una pluralidad de Estados enfrentados. Algunos teóricos actuales sugieren que ese imperio podría establecerse bajo el mando bicéfalo de la ONU (poder político) y de los Estados Unidos (poder militar). Aunque las declaraciones de Russell fueron hechas durante la «guerra fría», cuando las alternativas parecían ser imperio mundial o conflicto nuclear, la propuesta de un Gobierno mundial no es mala, e incluso sería el ideal al que debería tender la humanidad. No creo, sin embargo, que ese ideal coincida con el de quienes abogan por el imperio americano. De lo que se trataría, en mi opinión, sería de establecer un Gobierno mundial democrático, no un imperio mundial regido por una o varias naciones, ya sean éstas democráticas o no.
No me cabe ninguna duda de que no hay sistema político mejor que la democracia, pero también sé que el que una nación sea democrática no implica que su política exterior también lo sea: la Inglaterra colonialista era democrática puertas adentro, pero profundamente antidemocrática en su actuación como imperio. Y éste es el tipo de imperio en que confían quienes quieren entregárselo a los Estados Unidos. Un imperio en el que habría ciudadanos de primera, los estadounidenses; de segunda, sus aliados del mundo desarrollado, y, por último, súbditos, el resto del mundo. Un imperio en el que unas cuantas naciones democráticas se esforzarían por mantener su altísimo nivel de vida a costa del resto del mundo, interviniendo con toda la contundencia militar necesaria cuando su privilegiada situación se viese amenazada.
Es muy difícil, desde la perspectiva de un ciudadano europeo, darse cuenta de lo injusto que es el mundo actual. Porque se puede afirmar, es cierto, que el llamado mundo occidental es el mejor de los mundos, pero no de los posibles (que son infinitos), sino de los habidos hasta ahora. Así parece indicarlo la desaparición de la esclavitud, la mejora de las condiciones laborales y la progresiva liberación de la mujer. A muchos hombres esto último, la no discriminación desde su nacimiento de la mitad de la humanidad, apenas les parece relevante, como muestra el que argumenten sin ningún sonrojo que en esta o aquella época la sociedad era más libre, justa e igualitaria que en la actual.
Es muy difícil, para un ciudadano europeo, darse cuenta de lo injusto que es el mundo actual Share on X Occidente, pues, atraviesa por uno de sus mejores momentos, pero el resto del mundo pocas veces ha estado peor que ahora: 1.500 millones de personas pasan hambre en África, Asia y Sudamérica, 1.000 millones de chinos viven bajo una dictadura cruel (con la que el Gobierno español parece llevarse muy bien) y al menos otros 1.000 millones de seres humanos padecen distintas formas de opresión. Un cálculo muy optimista nos permite afirmar que 500 millones de personas disfrutan del mejor de los mundos, mientras tal vez 4.000 millones viven en condiciones lamentables. Condiciones que, o bien han sido provocadas por el primer mundo, o bien, cuando no ha sido así, éste ha mantenido la situación, e incluso se ha aprovechado de ella, a pesar de estar en sus manos la posibilidad de remediarla o paliar en gran medida su carácter trágico.
Volviendo al imperio bicéfalo propuesto, su poder político, la ONU, está poco capacitado para extender la justicia en el mundo, pues no sólo carece de democracia interna (cinco países con derecho a veto), sino que parece sólo interesado en defender, cuando lo hace, los derechos de los estados, y no los de los individuos. Así, permite el asesinato de decenas de miles de iraquíes para liberar un Estado de dos millones de habitantes, pero no hace nada realmente significativo por los 1.000 millones de chinos que viven bajo la dictadura, ni por las mujeres de los países islámicos, ni siquiera por los iraquíes asesinados por Sadam Husein (si Husein se hubiese limitado a matar a su propio pueblo, nada le habría pasado). La doctrina de la ONU en este aspecto es que el asesinato y la dictadura están permitidos siempre y cuando sean autóctonos y no pongan en peligro el «statu quo». En cuanto al poder militar de ese Gobierno mundial, los Estados Unidos, casi sobra todo comentario. Hace poco se acusaba a los pacifistas y a los izquierdistas de ingenuos, pero parece mentira que alguien crea todavía que los Estados Unidos y sus aliados se esfuerzan en extender la democracia, mantener la paz y acabar con la pobreza. Más asombroso resulta confiar en que ésas serían sus obsesiones si se le entregase el mando universal, cosa que quizá ya se ha hecho de facto.
No es necesario ser «visceralmente antinorteamericano» —cosa que yo no soy ni he sido nunca— para darse cuenta de que la política actual de los Estados Unidos se halla muy lejos de las ideas de sus padres fundadores, y que a la poderosa industria de armamentos no le puede interesar un mundo sin guerras. Los que todo lo justifican podrán argumentar, nuevamente, que lo anterior es la clásica teoría del complot, que la prosperidad occidental no tiene nada que ver con el hambre del Tercer Mundo, que la industria de armamentos es un negocio ruinoso y que la democracia y el bienestar no sólo se dan en el mundo occidental, sino en todo el planeta. Podrán, por tanto, seguir pensando que se debe animar a Estados Unidos a mantener el orden internacional. Pero, si todavía piensan que ese orden y ese imperio tienen algo que ver con los propuestos por Russell, deberían volver a leer no sólo sus escritos políticos, sino también alguno de sus cuentos («Zahotopolk», por ejemplo) para comprobar lo equivocados que están.
NOTA EN 2016: veinticinco años después, sigo estando de acuerdo en las líneas fundamentales del artículo, aunque podría hacer unas cuantas matizaciones, que reservo para otra ocasión. La guerra con Saddam Husein de la que hablo no es la invasión de Iraq, sino la primera guerra del Golfo para liberar Kuwait. Como es obvio, la situación de la mujer en el mundo musulmán ha empeorado en muchos lugares, entre ellos Iraq y Kuwait, y el radicalismo islámico ha aumentado mucho desde entonces y es ya, quizá la mayor amenaza para un mundo civilizado.