Curiosidad

CuriosidadAristóteles decía que el asombro era comienzo de cualquier investigación: “pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por el asombro”.

Autores como Phillip Ball en Curiosidad (Turner, 2013) nos previenen de la intuitiva asimilación entre asombro y curiosidad, al menos en la antigua Grecia.

El asombro aristotélico (thauma) nos hace quedarnos pasmados ante algo que parece chocar contra lo habitual, lo cotidiano o aquello que muestra el poder o la magnificiencia de la naturaleza, mientras que la curiosidad (periergia) se entendía como “una especie de tendencia estulta y desnortada que empujaba al hombre a entrometerse en asuntos que no le incumbían”.

No cabe duda  de que esta distinción existía en Grecia, porque juega un papel muy importante en el tema central de casi todas las tragedias de Sófocles, Eurípides y Esquilo: es al menos en parte la hybris, la soberbia, el orgullo desmedido, el deseo de ir más allá de los límites trazados por los dioses a los humanos. Debemos asombrarnos ante lo que vemos o ante lo que los dioses nos dan y nos quitan, pero no debemos curiosear y buscar las causas ocultas, porque, si lo hacemos, seremos castigados. La curiosidad mató al gato, dice el refrán, y también mató a Edipo, o al menos le llevó a arrancarse los ojos, dejar el trono y partir al exilio. Vivía feliz como rey de Atenas, pero quiso saber más: descubrió qué era él quien había matado al antiguo rey, que además era su padre, lo que significaba que estaba compartiendo el lecho con su madre y que ella era la madre de sus propios hijos.

Tertuliano

Estas advertencias y prohibiciones comenzaron a resquebrajarse en la época clásica griega, la de los filósofos, cuando la curiosidad se alió con el asombro, también en el propio Aristóteles, cuando se intentó descubrir la causa de las cosas, robándo cada vez más territorios al misterio y al azar ciego. Se empezó entonces a clasificar y cartografiar el universo entero y en Alejandría los sabios alzaron altares a la curiosidad. Después llegaron los romanos, quizá menos curiosos, y tras ellos los cristianos, que sólo admitían el asombro ante la obra de Dios, pero no la curiosidad,: “Tras poseer a Jesucristo no queremos controversias curiosas, ni indagación alguna tras disfrutar del Evangelio”, proclamó Tertuliano, antes de saber que él mismo acabaría convirtiéndose en una controversia curiosa y herética.

Por fortuna, no todos los cristianos se sometieron por completo a la prohibición de curiosear. Ball nos ofrece una lista de algunos de los asuntos que interesaban hacia el año 1100 a Adelardo de Bath:

. Cuando un árbol se injerta en otro, ¿por qué todos los frutos son de la porción injertada?
· ¿Por qué no miden lo mismo todos los dedos?
· ¿Por qué los seres humanos no tienen cuernos?
· ¿Por qué algunos animales ven mejor de noche?
· ¿Por qué el agua de mar es salada?
· ¿Por qué nos dan  miedo los cadáveres?

Adelardo, un verdadero precursor del pensamiento sereno, racional y razonable, explica en una carta a su sobrino que el antídoto contra el asombro miedoso es la curiosidad:

“Sé que la oscuridad que te atenaza es la misma que envuelve e induce a error a cuantos no están seguros del orden de las coas. Pues el alma, imbuida de asombro y desconocimiento, cuando contempla desde lejos, con horror, los efectos de las cosas sin reflexionar sobre sus causas, nunca logra sacudirse la perplejidad. Así pues, sobrino, observa con más detenimiento, toma en consideración las circunstancias, propón causas, y no te asombrarás de los efectos”.

Se trata, sin duda, de un hermoso alegato contra la superstición, además de una defensa magnífica de la curiosidad.

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[Publicado por primera vez en Divertinajes el 12 de febrero de 2014]


 

(Publicado en septiembre de 2005 en Mundo flotante)

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