Cuando el mundo espiritual nos lo explica todo

En La primera impresión es la que cuenta hablé de los peligros de fiarnos de la primera impresión al conocer a una persona. Muchas veces esa primera impresión se forma de manera intuitiva y prejuiciosa, a partir de experiencias que hemos tenido con otras personas que, por alguna razón más o menos caprichosa, nos recuerdan a esta que ahora tenemos delante.

La experiencia, el aprendizaje que adquirimos a lo largo de la vida, es sin duda importante, pero en un breve encuentro con un desconocido, nos encontramos con una situación en la que necesitamos una respuesta rápida. A veces tenemos que formarnos cuanto antes un retrato rápido, por ejemplo, porque enseguida nos van a preguntar nuestra opinión: “¿Qué te ha parecido el nuevo empleado?”. O quizá porque conviene elaborar un plan de acción: ¿Debo invitarle a tomar un café?, ¿conviene que le cuente ciertos asuntos de la empresa o es preferibles ser discreto?, ¿esta persona me causará problemas en el futuro o acabaremos acostándonos juntos?”.

A pesar de que nos gusta alabar la espontaneidad en el comportamiento, todos somos extremadamente calculadores en nuestras relaciones con los demás, en especial quienes creen en el azar, el destino o la magia.

A pesar de que a primera vista son personas que presumen de dar gran importancia a la espiritualidad, esas personas llevan el materialismo al extremo. No sólo someten a cálculo todos los acontecimientos cotidianos, interpretando cada pequeño detalle de sus vidas, sino que convierten incluso el mundo espiritual en un mecanismo de precisión, en el que los engranajes del destino se ocupan de que cualquier pequeño detalle tenga una razón de ser y un significado. El extremo de esta actitud mecanicista es la célebre frase que Paulo Coelho tomó, aunque modificando su sentido, del Demian de Herman Hesse: “Cuando una persona desea realmente algo, el Universo entero conspira para que pueda realizar su sueño”. Creer que un dios oculto, “el Universo” o un destino impersonal enlaza todos los acontecimientos de nuestra vida es la manera más extrema de llevar al mundo de lo espiritual el materialismo y el mecanicismo, es decir las más férreas leyes de causa y efecto. En consecuencia, los espiritualistas, casi sin excepción, no es que nieguen el mecanicismo, es que lo aplican a todo, incluido lo imaginario y lo fantástico. Me he referido a esta curiosa paradoja en varios lugares:

“El creyente de una religión quiere cam­biar la realidad mediante el rezo del rosario, o mediante la confesión ante su sacerdote, que a su vez le receta ciertos rituales para librarse del pecado, como quien pesa los ingredientes de un caldero mágico, o como el químico que añade diversos elementos en el laboratorio, por ejemplo, rezar tres avemarías y un padre­nuestro” (La verdadera historia de las sociedades secretas).

¿No resulta absurdo que para hacer que funcione algo que no es material hay que hacer algo tan material como rezar tres veces un padrenuestro?

También en el cuento El espiritualismo material, en Recuerdos de la era analógica, ofrecí varios ejemplos de la obsesión materialista tan común a los espiritualistas, sea cual sea su religión. Mencionaré uno de los más llamativos, de gran importancia para el cristianismo, por la historia de la Virgen María, y que también es una obsesión para los musulmanes. Se supone que el texto citado será escrito en el siglo XXV:

 “El himen. Una pequeña membrana preocupaba a los espiri­tualistas, mientras que para los materialistas no tenía ninguna im­portancia. En efecto, los espiritualistas opinaban que la mujer era otra persona si perdía ese pedazo de materia. Incluso consideraban que si la mujer perdía el himen tras llevar a cabo un rito material como el matrimonio, el resultado era distinto a perderlo si no se realizaba ese rito material de por medio. Según el caso, la pérdida podía implicar ir al cielo o al infierno, que también (al menos el Infierno) eran lugares materiales, con castigos materiales y sufrimiento físico”.

Vitarka mudra. Los mudras son otro ejemplo de materialismo espiritualista

A lo largo de nuestra vida acabamos por tener un gran depósito de prejuicios, muchos de ellos resultado de experiencias mal procesadas. Tenemos prejuicios que se relacionan con el aspecto de una persona, con su ciudad de origen, su edad, su manera de vestir, sus preferencias políticas… A menudo nos deslizamos de manera imparable hacia una subjetividad extrema y acrítica, que nos hace difícil contemplar las cosas sin antes deformarlas. Pero cuando a todo lo anterior se suma el mundo espiritual, o cosas tales como el signo del zodiaco, su numero en el eneagrama o cualquier otra fantasía de este tipo, entonces lo más frecuente es caer en el delirio. A menudo descubrimos que nos están juzgando no ya por lo que decimos, ni siquiera por lo que aparentamos, sino por razones invisibles que sólo existen en la mente de quien nos observa.

Cuando me preguntan el signo del zodiaco, suelo decir cualquier signo al azar, por ejemplo, Acuario, y entonces me divierte contemplar cómo la mente mecánicamente espiritual de mi interlocutor empieza a hacer girar los engranajes para descifrar la relación entre el signo de Acuario y mi personalidad. Y la verdad es que siempre lo consigue, sea cual sea el signo que le diga. Eso es lo bueno del mundo materialista espiritual: se pliega más fácilmente que el otro a nuestros caprichos y preferencias.

Otras veces prefiero decir que soy Ofiocus, un signo que todavía no es conocido por la mayoría de las personas, pues pocos saben que el cielo de los astrólogos hace siglos que no se corresponde con el cielo observable y que hay que añadir al menos una nueva casa zodiacal, la serpiente (Ophiocus). La presencia de Ofiocus provoca un corrimiento de todos los signos, por lo que a muchas personas no les corresponde el signo que siempre han creído ser. Eso les obligaría a cambiar todas sus ideas preconcebidas, o adaptarlas al nuevo signo, lo que, como ya he dicho, no es muy difícil, pues los creyentes en la astrología son inmunes a cualquier refutación, como los creyentes en el psicoanálisis.

Recuerdo que en una ocasión, cuando aprendía claqué en una escuela de Barcelona, mi novia se incorporó a las clases. La profesora enseguida le preguntó su signo zodiacal. Nada más escucharlo, trazó un retrato robot de la nueva alumna, recordando que la novia de su hermano tenía el mismo signo. Había algo muy negativo en ese retrato y pronto se nos hizo evidente que nuestra profesora había logrado encontrar en su memoria un ejemplo que se ajustaba perfectamente a lo que sintió desde el momento en el que vio a mi novia: celos. Enseguida su memoria recuperó para ella el ejemplo adecuado: la novia de su hermano. Como es obvio, debía conocer a muchas más personas de ese signo, pero la novia de su hermano no le resultaba nada simpática, y mi novia tampoco.

Por suerte para la profesora, logró encontrar una explicación a sus sentimientos más elegante que los celos: el signo del zodiaco. Porque para eso sirve el materialismo espiritualista, fundamentalmente para confirmar los prejuicios.

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