
En Siete maneras de alcanzar la felicidad según los griegos, propuse un amplio menú filosófico para degustar la felicidad, al gusto de cada escuela o pensador griego.
Aquí, en Diletante, modifique un poco la receta, distinguiendo el plato socrático del platónico:
No existe una única receta para ser feliz, sino al menos ocho, con ingredientes muy diversos. Desde el dulzor suave del epicureísmo a lo amargo del estoicismo, lo ácido del cinismo, el picante efímero de Aristipo, el agridulce con el que nos desconcierta el escéptico, el indefinible umami de Sócrates, el guiso equilibrado de Aristóteles, donde ningún sabor desentona, y, en fin, la síntesis armoniosa de Demócrito. Y como para abrir boca un tentador aperitivo platónico, que siempre deja ganas de más.
La comparación entre la filosofía y la gastronomía no es un invento mío, porque también en esto los griegos se nos adelantaron. Incluso existe un libro lujurioso y sabroso de miles de páginas dedicado al asunto, El banquete de los eruditos, de Ateneo de Náucratis, en el que recorremos página tras página mesas colmadas de todo tipo de alimentos, siempre en relación con la filosofía. Es una pena que, como me dijo Carlos García Gual, haya quedado sin traducir el último tomo, los libros XIV y XV.

Si nos detenemos en Epicuro, veremos que también él, en la extraordinaria Carta a Meneceo, emplea la metáfora gastronómica para hablar de la felicidad:
Consideramos un gran bien a la autosuficiencia, no para que siempre nos sirvamos de poco sino para que, en caso de que no tengamos mucho, nos contentemos con poco, auténticamente convencidos de que más placenteramente gozan de la abundancia quienes menos tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es fácilmente procurable y lo vano difícil de obtener.
Además los alimentos sencillos proporcionan igual placer que una comida costosa, una vez que se elimina del todo el dolor de la necesidad, y pan y agua procuran el máximo placer cuando los consume alguien que los necesita.
Acostumbrarse a comidas sencillas y sobrias proporciona salud, hace al hombre solícito en las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone mejor cuando, alguna que otra vez, accedemos a alimentos exquisitos, y nos hace impávidos ante el azar.
Encontra de la imagen de los epicúreos difundida en la antigüedad, en especial por los estoicos, retratándolos como viciosos glotones, Epicuro disfrurtaba de placeres sencillos y es muy conocida aquella petición que le hace a un amigo:
«Envíame un tarrito de queso, para que pueda darme un festín de lujo cuando quiera».
Durante un tiempo pude probar algunos platos exquisitos y caros gracias a que mi padre era crítico de cocina en el Diario de Barcelona, con el seudónimo Tastaolletes (pruebaollas, o despectivamente metomentodo, picaflor… diletante).

Con mi hermana Natalia o en solitario tuve ocasión de disfrutar con el tastaolletes Iván de menús que corrían a cuenta del periódico… o del bolsillo de mi padre si no estaba «de servicio».
Pero mi padre, que era un buen epicúreo, y que me contagió al regalarme el Epicuro de Carlos García Gual, también me enseñó que es propio de papanatas gastarse una cantidad desorbitada de dinero (en especial cuando no te sobra), y que los mejores sabores se encuentran muchas veces en los lugares modestos, como en un pueblecito de Francia en el que nos detuvimos un verano junto a mi hijo Bruno, que entonces quizá tenía ocho o diez años. Allí degustamos varios platos exquisitos, de los que recuerdo unos cangrejos de río.
Curiosamente, el cocinero, que era también camarero de aquel local que sólo tenía dos o tres mesas pequeñas, nos dijo que no eran del río cercano, ni siquiera cangrejos franceses, sino que se los hacía traer creo que de Vietnam. Creo que porque, como parece que ha sucedido en España, especie invasoras de cangrejos americanos acabaron con el sabroso cangrejo de río tradicional.
Más curioso es quizá que aquel hombre nos reveló que había sido cocinero en uno de los restaurantes más célebres de París y que ahora, tras la jubilación, vivía feliz en este pequeño restaurante en el que cocinaba platos sencillos con productos de la tierra (excepto los cangrejos, a su pesar).
Lo anterior puede parecer contradictorio con la modestia de la que acabo de hablar, pero no lo es. Estoy seguro de que los platos de este hombre en el restaurante de lujo eran deliciosos, pero creo que no podrían compararse con la sencilla comida que tuvimos la suerte de disfrutar en aquel local tan modesto que descubrimos por casualidad en aquel viaje a Francia. Entre otras cosas porque el lujo suele introducir un factor artificioso, probablemente por lo presuntuoso, que interfiere inevitablemente con la experiencia gastronómica.
Así que para terminar con este menú epicúreo, sirva este poema que mi padre escribió para mi hijo Bruno, recién nacido. Es una adaptación en verso de la Carta a Meneceo de Epicuro.
Carta a Bruno
Para ser leída por el hijo del remitente al nieto, analfabeto aún.
Quien diga que la hora de hacer filosofía
no le ha llegado aún o que se le ha pasado
es como quien dijera que están ya muy maduros
o demasiado verdes los higos del estío.
Convendrá iniciar ejercicios
que hagan fuerte y flexible a la vez
la musculatura mental
que fabrica felicidad.
Empieza por pensar que no existe la muerte;
ella nunca estará mientras tú estés,
cuando ella estés ya te habrás ido tú.
Si no aspiras a vida inmortal
hallarás cada día el placer de vivir.
No es preferible el rojo
de veinte mil cerezas
a la fragancia leve
del queso blanco tierno
ni es mejor el mayor
festín primaveral
que la primera cereza de abril.
Lo cual no significa que menos sea más.
Si el precio es alto, poco es demasiado.
Se obtiene fácilmente lo que es más natural,
lo vano con frecuencia sale bastante caro.
Si aprendes a gozar del ágape frugal,
un banquete lujoso también te hará feliz.
Alcanzar el placer es el fin de un mortal.
No fiestas y festines cada día y doncellas
y donceles, corderos, peces, vinos y dulces,
sino el cálculo sobrio, prudente y afinado.
No es posible el placer sin prudencia serena
ni sería prudente vivir sin el placer.
Te reñirán los dioses, te dirá ese creyente:
No te han traído al mundo para buscar placer.
No existe ningún dios, te dirá aquel ateo:
Todo está permitido, no hay por qué calcular.
No es para complacer a los dioses lejanos,
Bruno, que te aconsejo prudencia y mesura,
Sino para que aprendas así
a exprimir con deleite moroso
los más intensos zumos de tu propio placer.
Será por otra parte conveniente
pensar que existen dioses, pero no
tal como los concibe el pueblo llano.
Para el hombre común resulta extraño
todo aquello que no se le parece,
y los dioses son harto diferentes,
puesto que nunca mueren ni han nacido.
Pasan su vida eterna disfrutando
de la inmensa fortuna de ser dioses.
¿Cómo van a perder un tiempo tan precioso
mirando si un mortal obra como es debido?
En estos pensamientos y otros de igual calado
debes ejercitarte, Bruno, todos los días,
y nunca, ni despierto ni cuando te abandones
al dulce sueño de los justos,
serás turbado:
vivirás como viven los dioses
mortales entre gente mortal.
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