Que nada se crea

|| Recuerdos de la era analógica

Que nada se crea es uno de los textos incluidos en Recuerdos de la era analógica, una antología realizada en el siglo 21 pero publicada a comienzos del siglo XXI por Daniel Tubau en la editorial Evohé.

Era el día 28 de diciembre y yo viajaba en un tren. Fue entonces cuando advertí que en mi cabeza estaban revoloteando ciertas ideas muy importantes. Para que no se escapasen, apunté todo lo que se me iba ocurriendo en el billete que me había dado el revisor (pues las taquillas estaban cerradas y tuve que abonar el viaje una vez en el tren). Gracias a ese billete conservo la fecha de este descubrimiento, que puede ser comparado con el que tuvo lugar el 12 de octubre de 1492. En mi caso se trataba, y de eso me di cuenta enseguida, del descubrimiento de un nuevo continente mental.
Tener una idea única y, al mismo tiempo, la certeza de que lo es, no ocurre muchas veces en la vida: en cuanto el billete quedó lleno de palabras, busqué más papeles y continué escribiendo. Supongo que tardé quince minutos en anotar las ideas básicas que luego me permitieron reconstruir la teoría que me había salido del cerebro casi completa, como Atenea nació   adulta y armada de la cabeza de Zeus cuando Hefesto se la abrió en dos para acabar con el terrible dolor de cabeza del padre de los dioses.

Tenía ante mí una teoría que iba a conmover el mundo del pensamiento, pero me inquietaba una duda: que alguien concibiese o hubiese concebido ya esta teoría, que yo pudiera pasar, al publicar mi descubrimiento, por un plagiario. En fin, que yo llegase después que otro y pretendiese haberlo hecho antes.

Tardé muy poco tiempo en advertir que esa posibilidad, lejos de resultar terrible, no era otra cosa que la confirmación de la propia teoría. El lector, si continúa leyendo (y no sé por qué iba a dejar de hacerlo), también se dará cuenta de que no le miento y acabará dándome la razón.

Puesto que lo que ahora escribo es una comunicación científica (y no una pieza literaria), dejo ya los preámbulos y me dispongo a revelar lo que supe aquel 28 de diciembre, día de los Inocentes (lo que, sin duda, no es casual), en aquel tren que me llevaba de regreso a mi casa, después de haber pasado el fin de semana con mi madre.

Lo que supe, era esto: «Que nada se crea, que nada se inventa, que todo se descubre».

Tal vez el lector se sienta ahora decepcionado y exclame: «¡Ah, claro, pero eso ya lo sabe todo el mundo!». Por supuesto, respondo yo, todo el mundo lo sabe, pero, como le sucedía al esclavo de Platón, casi nadie sabe que lo sabe.

Afirmar que nada se crea no es una idea al estilo de «Nada nuevo bajo el Sol», «Lo que no es tradición es plagio» o «Quien se cree el primero en descubrir algo es porque no conoce el tamaño de su ignorancia». Esas frases son sólo la expresión de una idea sencilla: que nadie es el primero en nada, que todo tiene un antecedente, que siempre existe un precursor. Por ejemplo: que cualquier cosa imaginable ya la pensaron los griegos.

Pero si aplicamos esta teoría a los propios griegos, ¿con qué nos encontramos? Nos encontramos, por simple lógica, con la certeza de que ellos tampoco pueden ser precursores, sino que debieron tomar sus ideas de algo que existió antes, y así podemos llegar a los austrolopitecus, los dinosaurios y las amebas, a los protozoos y a los primeros organismos de la sopa originaria. Pero tampoco tenemos que detenernos ahí en nuestra búsqueda del origen: todavía podemos retroceder hasta las moléculas, los átomos o los electrones. Finalmente, sin duda acabaremos atribuyendo el «To be or not to be» de Hamlet a un fotón en el Big Bang que dio origen al Universo. ¿Y cuál será el precedente de este shakesperiano fotón? Como habrá entendido ya el lector, la idea de que todo tiene un antecedente se refuta a sí misma. Es una idea sencilla, sí, pero también absurda.

Yo, por supuesto, no me refiero a esa simpleza de buscar el origen de cualquier cosa, porque yo considero que, en cierto sentido (pero sólo en cierto sentido), todo es nuevo bajo el sol. Yo no propongo una ley seudocientífica ni hablo en sentido metafórico. Cuando digo: «Nada se crea, nada se inventa, todo se descubre», quiero decir exactamente eso. No estoy jugando a la metáfora ingeniosa ni a la frase de doble sentido. Quien consiga entender la verdad de mi teoría sabrá que la pólvora no fue inventada, sino descubierta, y que la Capilla Sixtina no fue pintada, sino, también, descubierta.

Tal vez ahora el lector comienza a preguntarse si está tratando con un loco o con un imbécil. Como no quiero que siga dudando de mi seriedad, y mucho menos de mi seriedad científica, me propongo ofrecer aquí mismo una primera aproximación a la teoría, una teoría que no he inventado yo, pero que sí he descubierto, y que a partir de ahora denominaré la Teoría. Se la mostraré poco a poco al lector, para que pueda digerirla sin atragantarse.

 

Introducción a la Teoría

Un día le preguntaron a Miguel Ángel cuál era el secreto de su arte, cómo había sido capaz de crear una obra tan extraordinaria como su David. Miguel Ángel respondió: «Fue muy fácil. El David estaba ya en el pedazo de mármol que me entregaron: sólo tuve que quitar el mármol sobrante». Esta es sin duda una de las más claras formulaciones de la Teoría que se han hecho nunca, pero la más rigurosa, desde el punto de vista filosófico, se encuentra en Platón. Es su célebre «Teoría de las Ideas».

Platón afirma que todo lo que existe en el mundo es una réplica de las Ideas o Formas que habitan en un mundo más perfecto. Nuestras almas habitaron en una vida más feliz en el mundo de las Ideas o Arquetipos y allí contemplaron todas las perfecciones. En ese mundo de las Ideas se encuentra, por ejemplo, el Caballo ideal, del que son copias imperfectas los caballos que conocemos.

Selección de réplicas del caballo ideal por el Demiurgo (Heinrich Kley)

La «Teoría de las Ideas» de Platón ha tenido que hacer frente a constantes burlas desde que fue hecha pública. De él se rieron los cínicos y también creyó refutarlo su discípulo Aristóteles. Este desprecio de los ignorantes será un precio que también deberá afrontar la Teoría que yo ahora presento a la comunidad pensante, y que no es otra cosa que la cristalización científica de las intuiciones de Platón. Ahora bien, a quienes se reían y se ríen de Platón y su teoría de las ideas, preguntándole si existía también un asno ideal y un fango ideal, yo les pido que respondan a una sencilla pregunta: ¿Qué es el número 2?

 

Refutación de los refutadores

Si yo escribo en esta hoja el número 2, tú, lector, sabes al instante, mirando ese número 2, que es mayor que el número 1 y menor que el número 3, y que multiplicado por sí mismo da por resultado 4.

Tú sabes todo eso y muchas más cosas relacionadas con el número 2. Yo también sé esas cosas. Los dos estamos de acuerdo. Sin embargo, esas cosas que sabemos, esas propiedades indiscutibles del número 2, ¿se refieren al número 2 que escribo ahora en un cuaderno, al que tú lees impreso en esta página mucho tiempo después, alq ue aparece en la pantalla de un dispositivo electrónico…? ¿Podrían también referirse a un número 2 que escribieses tú?

Sin duda piensas que todas esas propiedades matemáticas se pueden aplicar a mi número 2 y a tu número 2 y a cualquier otro número 2. Eso es lo que nos han enseñado en la escuela, ¿no es cierto? También estarás de acuerdo en que ni mi número 2 en un cuaderno, ni el número 2 impreso en la hoja que ahora lees, ni tu número 2 imaginado son «el número 2».

El número 2 es algo de lo que el tuyo y el mío son simples réplicas, porque, si no sucediera así, tú y yo, que quizá ni siquiera nos conocemos, no podríamos ponernos nunca de acuerdo en que tu número 2 y el mío tienen las mismas propiedades. Ahora bien, ¿dónde está ese número 2 del que el tuyo y el mío son réplicas?

Tras reflexionar un instante, quizás me respondas:

«El número 2 es un concepto, una convención matemática. Usted y yo conocemos esa convención y por eso cada vez que vemos el signo ‘2’ sabemos que ese signo tiene unas determinadas propiedades».

De acuerdo, te respondo: el número 2 es una convención creada por el ser humano. Ahora bien, si es una convención, ¿por qué siempre que juntamos una manzana con otra manzana tenemos dos manzanas? ¿Es que las manzanas también aceptan nuestras convenciones?

Para ser una convención, el número 2 parece depender muy poco de nosotros, los humanos. Ojalá yo pudiera tener dos manzanas y establecer otra convención para garantizarles a seis personas hambrientas que no tengo dos manzanas, sino seis. O doce, o venticuatro. Es posible que sus seis cerebros se pusieran de acuerdo, pero dudo que sus seis estómagos hambrientos aceptasen tan fácilmente la nueva convención y que se comiesen las dos manzanas con el mismo placer con el que se comerían seis manzanas.

Espero que estas reflexiones hayan abierto un poco la mente de mis lectores y que poco a poco entiendan que el mundo de las Ideas de Platón no es tan extravagante como puede parecer a primera vista. Confiando en que así haya sucedido, ha llegado el momento de ofrecer una primera y apresurada formulación de la Teoría.

Selección de réplicas de la sirena ideal (Heinrich Kley)

 

La Teoría

Lo formularé de manera rápida y sin ambigüedades:

«Existe un mundo en el que se encuentran todas las ideas y conceptos que habitualmente llamamos creaciones o invenciones. Ese mundo tiene unas coordenadas físicas y puede ser recorrido y explorado como se recorre un territorio. Toda invención o creación no es sino una visita inadvertida a ese mundo».

Conviene, en primer lugar, distinguir la Teoría de la «Teoría de las Ideas de Platón» que he examinado antes, porque quizá muchos lectores han pensado que se trata de lo mismo pero dicho con otras palabras. Insisto en que Platón fue uno de los primeros en atisbar la Teoría, y quizá quien más cerca ha estado de alcanzarla. Pero se quedó a medio camino, envuelto en vaguedades que no supo resolver.

Para Platón, en efecto, el mundo de las Ideas es una especie de «otro mundo», un lugar en el que habitan las almas antes de reencarnarse en cuerpos. En ese lugar, contemplando frente a frente las Ideas, las almas lo aprenden todo. Sin embargo, cuando las almas eligen un cuerpo y habitan en la Tierra, olvidan todo lo que han
aprendido. Por eso, nacer es en cierto modo morir y el conocimiento consiste en recordar lo que se ha olvidado:

«Y ocurre así que, siendo el alma inmortal, y habiendo nacido muchas veces y habiendo visto tanto lo de aquí como lo del Hades y todas las cosas, no hay nada que no tenga aprendido; con lo que no es de extrañar que también sobre la virtud y sobre las demás cosas sea capaz ella de recordar lo que desde luego ya antes sabía. Pues siendo, en efecto, la naturaleza entera homogénea, y habiéndolo aprendido todo el alma, nada impide que quien recuerda una sola cosa (y a esto llaman aprendizaje los hombres), descubra él mismo todas las demás, si es hombre valeroso y no se cansa de investigar. Porque el investigar y el aprender, por consiguiente, no son en absoluto otra cosa que reminiscencia».

Bien, esta es una concepción que bordea el terreno de la Teoría, pero que, en vez de penetrar en él, se queda dando vueltas y vueltas de un modo infantil y precientífico. En primer lugar, Platón niega no solo la invención sino también el descubrimiento: la única fuente de conocimiento verdadero consiste en recordar.

En segundo lugar, Platón no indica nada acerca de la localización espacial de ese mundo ideal, porque ni siquiera le interesa: usa un mito para ilustrar su genial intuición, pero acaba creyéndoselo, como quien cree en una fábula repetida por sus padres y no indaga nunca su verdadero origen y naturaleza.

No hay que culpar a Platón por esta torpeza, pues no fue el primero, ni sería el último, en extraviarse. En Babilonia ya existían mitos que aseguraban que las grandes ciudades eran réplicas de otras ciudades ideales, pero, en este caso, sí se intentó facilitar las coordenadas de ese mundo ideal. El error fue situarlo muy lejos y atendiendo a una tosca geometría tridimensional: las ciudades terrestres eran réplicas de modelos divinos que se hallaban en las diferentes constelaciones: Nínive, en la Osa Mayor; Assur, en Arturo; Sippar, en Cáncer.

Las Ideas de Platón y las Ciudades Celestiales de Babilonia son dos de los más tempranos precedentes de la Teoría. Ahorraré al lector la fatigosa enumeración de ejemplos anteriores a los mencionados, pues ya le he demostrado la inutilidad de buscar el origen último de cualquier cosa. La indagación genética, la pregunta por el origen, no sirve para demostrar una teoría científica: da igual si Galileo tiró o no dos piedras de peso desigual desde la torre de Pisa, porque la validez de sus descubrimientos no depende de esa anécdota chusca.

En cualquier caso, no hace falta aclarar que el hecho de que ya en épocas precientíficas los pensadores más audaces hayan imaginado versiones sencillas de la Teoría es un argumento intuitivo muy fuerte en favor de la misma. Pero, insisto, soy perfectamente consciente de que una razón intuitiva no es una razón demostrativa. A pesar de que en el momento actual de mis investigaciones me veo obligado a ofrecer argumentos casi intuitivos, estoy trabajando en el diseño de un experimento que me permitirá poner a prueba la Teoría desde un punto de vista empírico. Porque yo creo, como ese otro gran descubridor, amigo y rival de Galileo que fue Kepler, que el vuelo de la imaginación no debe ser detenido por las exigencias del método científico, pero que sus hallazgos y resultados sí que deben ser contrastados por la observación y el experimento.

Mientras llega el momento de presentar al mundo mi propuesta experimental, ofreceré algunas razones a favor de la Teoría. En primer lugar, me gustaría argumentar contra un materialismo mal entendido que, creyendo ajustarse al método científico, en realidad se aleja de él sin remedio.

 

Nada nace de la nada

Quizá el lector conoce un antiquísimo principio que ya mencionaba el poeta latino Lucrecio: «Nada nace de la nada», principio que sólo por torpeza puede confundirse con aquella frase simplona que dice «Nada nuevo bajo el sol».

Es innecesario que me detenga a demostrar que el de Lucrecio es un principio que no admite discusión; como él mismo explica, si algo pudiera nacer de la nada, entonces todo podría nacer de todo:

«Cualquiera podría salir de cualquiera, nada necesitaría semilla; del mar podrían surgir de repente los hombres, de la tierra la familia escamosa, y las aves brotarían del cielo».

Porque, en efecto, la diferencia que hay entre «nada» y «algo» es inmensa: que de la nada surja un átomo es infinitamente más difícil y extravagante que el hecho de que del vientre de una ballena nazca la luna. No es una cuestión de complejidad, de cantidad o de número, sino de esencia y ontología. También de sentido común.

Aplicando este principio a la Teoría, afirmar que algo pueda ser inventado o creado sería lo mismo que afirmar que algo que no existía ha surgido de la nada. En consecuencia, como se sigue de la formulación de la Teoría que he ofrecido antes («Nada se crea, nada se inventa, todo se descubre»), debemos concluir que todo lo que conocemos, todo lo que consideramos fruto de nuestra invención, es en realidad producto de un descubrimiento: no inventamos ni creamos nada, sino que todo lo descubrimos. Para ser más precisos, no hacemos otra cosa que -literalmente- inventar. Cualquier lector educado en los clásicos ya habrá advertido que los antiguos intuían, aunque fuera de una manera confusa, la Teoría, pues la etimología nos revela que la palabra «inventar» procede de in-venio, «hacer venir», «llegar hacia», «descubrir». En efecto, pese a los disparatados cantos a la «originalidad» propios de la presunción moderna, un invento no es otra cosa que un descubrimiento. Originalidad, por cierto, también procede de «origen».

Queda por aclarar, sin embargo, «dónde» descubrimos todas esas cosas. La tentación evidente es responder: «Las descubrimos dentro de nuestra cabeza», con lo que volveríamos a alejarnos de la Teoría y a caer en los mitos del genio y la invención. Por el contrario, yo afirmo que descubrimos todas esas cosas en un lugar tan material como nuestro mundo conocido, un mundo al que accedemos, eso sí, tal vez mediante sentidos cuya existencia ignoramos, pero que son el equivalente para el mundo de las ideas de lo que son los sentidos conocidos para el mundo inmediatamente sensible y perceptible. Sospecho también que, aunque ese mundo es material, sus leyes y las del nuestro quizá no sean en todo coincidentes.

Estoy seguro de que pronto podré aclarar cuál es la exacta relación entre ambos territorios. Por ahora sólo diré que, en cierto modo, el mundo que conocemos es la parte inmediatamente perceptible para nuestros sentidos tradicionales de ese otro mundo que todavía es necesario cartografiar mediante el uso consciente de esos otros sentidos o receptores que utilizamos constantemente, aunque no seamos conscientes de que lo hacemos y cómo lo hacemos. Eso que llamamos invenciones o creaciones no son sino la prueba tangible de lo que estoy diciendo, pero también son tan sólo el resultado visible que nos ofrece nuestra mente  de un proceso que, por el momento, permanece oculto. Por fortuna, nosotros mismos estamos descubriendo sin saberlo el camino que nos llevará a detectar ese mecanismo secreto, que es lo que yo entendí por fin en aquel tren en el que vislumbre por vez primera la Teoría.

Además, en esa misma dirección avanza la física actual, por ejemplo con su teoría de las supercuerdas, que pretende explicar los enigmas cuánticos y propone que nuestro universo puede tener diez o más dimensiones. Sin duda no es casual que mi descubrimiento y los de los universos multidimensionales, como el de las supercuerdas, y de los no-euclidianos hayan casi coincidido en el tiempo, porque la Teoría, de eso estoy seguro, necesita de unas matemáticas capaces de operar en más dimensiones que las tres tradicionales. Antes de continuar en esa dirección y tomar de nuevo el tren que nos lleva a la Teoría, debemos detenernos un instante en la estación del materialismo espiritualista.

 

Los materialistas espiritualistas

¿Qué son los materialistas espiritualistas? Yo llamo así a los materialistas que niegan (y que negarán) mi Teoría y que, en consecuencia, se ven (y se verán) obligados a aceptar el mundo de los espíritus. Queriendo huir de la mistificación caerán sin remedio en los brazos del misticismo. Voy a demostrarlo que es inevitable que tal cosa suceda por reducción al absurdo. Es decir, mostraré que sus argumentos solo pueden conducir al sinsentido.

Los salvajes arquetípicos que aparecen en las crónicas de los antropólogos retroceden asustados al ver sobre su cabeza un helicóptero (que es un ejemplo de objeto poco natural, pero en ningún caso sobrenatural) y después inventan leyendas y cultos para intentar explicar la existencia de ese pájaro de metal sin por ello quebrar su primitiva, pero a veces muy compleja, concepción del mundo. De una u otra manera consiguen que algo tan material como un helicóptero se convierta en una especie de espíritu del aire, semejante a otros que inventaron quizá tras verlos en un sueño.

Del mismo modo, los materialistas estrictos serán los primeros que retrocederán, asustados como esos salvajes, ante mi propuesta de extender el reino de la materia más allá de los estrechos límites que una ciencia incompleta le ha marcado, de tal modo que invada y conquiste el imperio del espíritu. Porque mi intención es extender el reino de la materia hasta ese mundo de las Ideas inmateriales del que tanto se burlan, hacia el mundo inteligible platónico. No quiero postular, como un nuevo Descartes, una separación entre materia y espíritu, sino diluir de una vez para siempre sus fronteras.

En primer lugar, los materialistas estrictos, si son consecuentes, deberán admitir, como Lucrecio, que no es posible que algo surja de la nada. Si la nada existe, entonces la nada no es materia y si algo puede surgir de lo que no es materia, entonces: ¿para qué diablos se necesita la materia? Sustituyamos la materia lucreciana por la energía einsteniana y obtendremos la misma conclusión. La materia o la energía sólo puede surgir de la materia o la energía, sólo puede transformarse, nunca crearse.

Ahora bien, si se admite, como hacen ellos (y hago yo), que no es posible que algo surja de la nada, entonces es absurdo que después se retroceda aterrorizado cuando nos proponemos explorar y fijar las coordenadas del territorio en el que descubrimos las cosas.

Porque, o bien las cosas inteligibles o no materiales se «crean», y por o tanto no existen antes de que la imaginación les dé su ser, tras hacerlas surgir de la nada, o bien se «descubren» y, por lo tanto, tienen que existir en alguna parte y de alguna manera. No hay más posibilidades. Afirmar, por ejemplo, que lo que sucede es que no hay tal descubrimiento, sino que todo se explica por la naturaleza misma de las cosas, es lo mismo que no decir nada, pues ¿de qué manera se halla en la naturaleza misma de las cosas una idea?

Sólo un pensamiento de corto alcance, acostumbrado a los tópicos al uso, puede ser incapaz de darse cuenta de que si una idea está en la naturaleza de las cosas y al mismo tiempo no está en ninguna parte físicamente localizable del universo, entonces es que esa idea es un espíritu. ¿Será necesario seguir argumentando que esta consecuencia es inevitable?

Supongo que no, pero todavía me asombra escuchar a personas que se tienen por materialistas sostener esta opinión absurda: que las ideas están en la naturaleza de las cosas sin estar, al mismo tiempo, en algún lugar. Yo les pregunto: ¿se hallan en la naturaleza de las cosas en forma material o espiritual? ¿O son, simplemente, un algo que surge de la nada?

Esas personas, esos materialistas inconsecuentes, se ríen del teleologismo de Aristóteles, de su causa final, preguntándose dónde se halla esa causa que parece actuar desde un futuro que aún no existe. Y, ciertamente, el teleologismo es una idea ridícula, pero yo les digo a ellos que más asombroso es lo que ellos proponen: que existen causas que operan, no desde el futuro, sino desde la nada. Porque si algo puede ser creado desde la nada entonces su causa está contenida de algún modo en la nada.

La conclusión final de mi argumento es que si los materialistas no aceptan el territorio de la Teoría, tendrán que aceptar el territorio de los espíritus.

Para terminar con este asunto, quiero señalar lo ambigüa que es la frontera que separa el materialismo del espiritualismo: ¿Acaso podemos encontrar a alguien más materialista que el idealista Platón, quien consideraba la idea de Caballo tan sólida como un caballo de carne y hueso y la imaginaba galopando por los mundos ideales? No es casual que materialismo y espiritualismo se alimenten uno de otro, como espero demostrar gracias a mi Teoría.

Pero quizá ha llegado el momento de examinar otro indicio de la verdad de la Teoría, y revelar también en qué se equivocó Platón.

Seis réplicas del cangrejo ideal, sometidas a las limitaciones del crecimiento y la forma, según D’Arcy Thompson, el biólogo que más se ha acercado a la Teoría (Sobre el crecimiento y la forma, 1945).         Se trata de las siguientes variaciones: 1. Geryon  2. Corystes 3. Syramathia 4. Paralomis 5. Lupa 6. Chorinus.

 

El error de Platón

La lectura atenta de sus obras, muestra con claridad que Platón recorrió más de una vez los territorios de la Teoría, sin duda alertado por su maestro Sócrates.

Si Platón hubiese tenido las ambiciones metódicas y el amor a las clasificaciones de su discípulo Aristóteles, sin duda habría logrado trazar alguno de los contornos de ese territorio que sólo yo he descubierto de manera definitiva.

En su diálogo Ión, Platón se acerca mucho a la Teoría. Todo se inicia con una conversación casual entre Ión y Sócrates. Ión es uno de los rápsodas más admirados de Atenas y conoce tan bien las obras de Homero que es capaz de disertar sin pausa acerca de ellas ante un auditorio fascinado:

«Cuando se trata de cualquier otro poeta, ni tan siquiera presto atención; impotente soy para decir algo sobre él, algo que valga la pena; es más, hasta me duermo escuchando. Pero que se mencione tan siquiera a Homero y ya me tienes despierto, atento y tan dispuesto que las ideas me asaltan en tropel».

Sócrates le dice a Ión que lo que le sucede parece absurdo, pues ¿cómo es posible que alguien que es capaz de disertar sin pausa acerca de la obra de Homero, sobre el acierto de sus metáforas y la belleza de sus versos, no pueda siquiera opinar acerca de los versos de otros poetas? Al menos, dice Sócrates, Ión debería poder decir que esos poetas carecen de éste o aquel rasgo que sí posee Homero.

Desde el punto de vista del sentido común, lo que dice Ión parece absurdo y eso le sirve a Platón para desprestigiar a los poetas, pero desde el punto de vista de la Teoría, la respuesta al problema que plantea Sócrates es muy sencilla: Ión sólo puede hablar de Homero porque el territorio homérico es el único que ha descubierto, el único al que tiene acceso. Por ello, Ión puede ser un genio hablando de Homero y un zote si se trata de Arquíloco.

Porque sucede que Ión no inventa, no crea, ni siquiera piensa, lo único que hace es observar: mira en el mundo de la Teoría, como quien contempla un paisaje desde una ventana. No hace falta inteligencia para recorrer el mundo de la Teoría. Se puede ser perfectamente estúpido y, sin embargo, ser capaz de disertar con acierto durante horas acerca de algo que ni siquiera se entiende. Pero que sí se ve.

¿Es necesario señalar al lector, a quien me atrevo a considerar inteligente, que el caso de Ión no es otra cosa que un ejemplo de esos idiots savants («idiotas sabios») que tanto han asombrado a los científicos? Los niños autistas que son capaces de componer sinfonías y dirigir orquestas; los gemelos de los que nos habla el neurólogo Oliver Sacks, que eran incapaces de hablar con nadie y que, sin embargo, se comunicaban entre ellos diciéndose el uno al otro números primos cuyo cálculo sólo estaba al alcance de grandes computadores.

Esos misterios, que parecían irresolubles, se explican sin dificultad cuando se acepta que existe un territorio en el que los números primos pueden ser contemplados como si fueran montañas, vacas, árboles o caballos.

Por cierto, un apunte para investigadores inquietos: la fascinante relación que parece existir entre la sabia idiotez y la percepción del mundo de la Teoría merece sin duda una investigación a fondo; quienes hayan leído algo sobre el tema quizá hayan observado que muchos de estos idiotas sabios, bastantes de ellos sinestésicos, describen sus experiencias matemáticas como un paseo entre formas, colores e incluso sabores.

Volviendo al diálogo entre Ión y Sócrates, tenemos que lamentar que Platón se aleje de nuevo del que podría haber sido su mayor descubrimiento y atribuya las capacidades de Ión a algo semejante a la posesión divina:

«Porque así como los que son presa del delirio de los Coribantes no están en su razón cuando danzan, así tampoco los poetas líricos disfrutan del pleno dominio de sí mismos cuando componen sus hermosísimos versos».

Platón, más bien que acusar a Ión de delirante intoxicado o drogado, debería decir que este rápsoda es incluso más ciego que Homero, puesto que sólo ve ciertos colores en el mapa de la poesía épica: los que trazó la mano de Homero. O también podría comparar a Ión con un perro guardián, que es capaz de oír sonidos que no existen para nosotros y que, sin embargo, es nuestra mascota y está a nuestro servicio, y no nosotros al suyo, aunque tengamos peor oído.

No ha sido Platón (o Sócrates) el único que ha confundido una percepción afinada, pero limitada, del mundo de las Ideas con la inteligencia, o con eso que llaman creatividad.

En cualqueir caso, la Teoría no sólo explica el caso de Ión o el de los idiotas sabios, sino que tiene respuesta para otros enigmas quizá más interesantes.

 

La Teoría y los descubrimientos simultáneos

La humanidad, y los científicos en particular, siempre se han preguntado por qué son tan frecuentes los descubrimientos simultáneos. Es cierto que resulta asombroso que en un mismo momento dos o más personas sin ninguna relación propongan una teoría que ha esperado siglos para ser descubierta.

Los descubrimientos simultáneos, como el de la evolución de los seres vivos por Darwin y Alfred Russell Wallace, también confirman la Teoría y parecen indicar cambios de posición en ese territorio del descubrimiento cuya topología, por el momento, nos resulta tan difícil concebir. Aunque Darwin se hallaba en Inglaterra y Russell Wallace en Australia, es posible que la intrincada cartografía multidimensional del mundo de las Ideas atravesase en aquel momento todo el planeta y conectase dos lugares tan alejados.

No resultará tan extraño, cuando se recorra el mundo de las Ideas, que también hayan surgido más o menos en la misma época (hacia el año 400 antes de nuestra era) los grandes reformadores de la humanidad: Buda y Majavira en la India, Confucio y Lao Zi en China, los presocráticos, Sócrates y Platón en Grecia. Karl Jaspers llamó a esa explosión de pensamiento Era Axial y la situó en el tiempo, pero debió haberla situado también en el espacio, en el territorio de las Ideas.

Podría poner muchos más ejemplos de coincidencias significativas, algunas en el terreno artístico, otras en el literario, varias en el religioso, muchas en lo social y político, pero no lo haré, porque quiero evitar que el lector se sumerja en la anécdota y pierda de vista la importancia teórica de lo que aquí le estoy proponiendo.

Dos manifestaciones del mismo Pez Arquetípico, el Diodon y el Orthagoriscos (Sobre el crecimiento y la forma, de D’Arcy Thompson)

Ya he admitido que no sé cómo está entretejida la tela de las Ideas; si tiene una estructura determinada, si la inmensidad de sus elementos y relaciones puede ser traducida a algún tipo de orden comprensible y utilizable, si puede trazarse un mapa, en dos o en tres dimensiones, de ese mundo que no sabemos cuántas posee. Pero estoy seguro de que, como sucede con la moderna física cuántica, será posible encontrar sus leyes, aunque no podamos nunca llegar a representárnoslo a la manera de una pintura, o imaginarlo como quien imagina un paisaje. Desde el punto de vista visual, me temo que sólo podemos acceder a ese territorio de una manera intuitiva y abstracta, tan sólo metafórica, como metafórico es el átomo de Bohr. Eso sí, podemos plantearnos si es posible tener un olfato especialmente adaptado o un sentido de la orientación privilegiado para recorrer el mundo de la Teoría, un oído como el de los perros guardianes, capaz de captar vibraciones sonoras que a otros les resultan inaudibles.

¿Es sólo casualidad que ya el abuelo de Darwin, Erasmus, tantease territorios cercanos a los que luego exploraría con éxito su nieto? ¿No podría ser que la percepción de ese mundo de las Ideas fuese una especie de herencia genética, quizá producto de una mutación, en la familia Darwin? ¿Puede pensarse que la estructura concreta del cerebro de cada individuo está preparada para sintonizar con una parte o una zona de ese fluido, de esas ondas, de ese territorio cuya naturaleza física todavía no podemos describir? Si así fuera, la coincidencia entre las ideas de Darwin y las de su abuelo dejaría de ser una casualidad, pues podría haberse transmitido de padres a hijos. Quizá incluso exista una relación entre el genotipo familiar y el mapa de las Ideas. A los miembros de una misma familia les podrían resultar más accesibles, por alguna razón que confieso ser incapaz siquiera de intuir, algunos lugares concretos del Mundo de las Ideas.

La Musa ayuda a un hombre a crear, es decir, a recordar, a recuperar lo que ya conoció en el mundo de las Ideas (por Heinrich Kley). Es una visión interesante pero ingenua de la Teoría.

 

Fenómenos paranormales

A cualquier científico le inquieta el avance de las seudociencias, una preocupación comprensible, puesto que todas ellas se basan en apelaciones al espíritu y a influencias no materiales. Pero también es inquietante que la ciencia nunca haya podido acallar de una vez por todas a la superstición. La Teoría viene en ayuda de la ciencia, no porque refute los fenómenos paranormales, sino porque los disuelve, al incorporarlos de manera definitiva al mundo material.

Sólo la falta de tiempo para mis investigaciones me impide ofrecer los resultados de ciertos experimentos que serán definitivos para esclarecer viejos enigmas que han preocupado a la humanidad. Aquí sólo daré unas indicaciones.

En primer lugar, el misterioso e inaprensible mundo de los sueños, en el que nos parece recorrer territorios que no se ajustan a las leyes espaciotemporales del mundo de la vigilia, y que parece ser la manera más aproximada que tenemos de contemplar ese mundo de las Ideas en forma de imágenes o sonidos asimilables por nuestros sentidos tradicionales y al margen de nuestros prejucios perceptivos.

En segundo lugar, la adivinación, de la que hay que decir que no es una visión temporal, sino espacial: el adivino no ve un futuro que está más allá del momento presente, sino que contempla un territorio al que no se puede acceder por los medios habituales. Dentro de ese territorio está eso que torpemente llamamos futuro y que no existe tal como lo solemos concebir, puesto que todo es presente absoluto en el mundo de las Ideas, ya sea en este universo o en cualquiera de los universos paralelos que postula la física cuántica, y entre los que la única comunicación posible quizá sea precisamente el mundo de las Ideas, que parece inmune a cualquier distancia espaciotemporal.

En tercer lugar, las visiones de los santos, de los místicos o de los locos, que no serían otra cosa que una percepción refinada de ese mundo, inaccesible a la mayoría de nosotros, al menos en forma de imágenes vívidas. Así eran las visiones de aquella mística medieval llamada Hildegard de Bingen, en cuyos extraños dibujos parece querer plasmarse la topología multidimensional del mundo de las Ideas.

En cuarto lugar, la telepatía, encuentro feliz entre dos mentes que perciben y se perciben una a otra recorriendo una misma zona del territorio de la Teoría.

Finalmente, tampoco escapan a la claridad resolutiva que ofrece el mundo de la Teoría algunas hipótesis recientes, como los memes, o genes culturales, de Richard Dawkins, una actualización de la teoría platónica, que pretende comprimir toda la vastedad del mundo ideal en el reducido espacio de nuestro cerebro; o los campos morfogenéticos de Rupert Sheldrake, que pretenden explicar la comunicación entre especies, y que, aunque formulan por una vez la posibilidad de localizar ese mundo ideal, caen en el lamentable error de hacerlo depender exclusivamente de factores como el parentesco.

Coros de ángeles, réplicas del ángel arquetípico, localizadas sin duda en el territorio de las Ideas (Hildegard von Bingen: Symphonia armonie celestium revelationum)

 

A modo de conclusión

Podría sugerir otros muchos terrenos a los que la Teoría aporta luz, terrenos que hasta ahora habían permanecido en la oscuridad, como los Arquetipos de Carl Gustav Jung, que no son patrones comunes de un inconsciente colectivo, sino puntos privilegiados en el territorio de las Ideas; o las mónadas de Leibniz, que él llamaba átomos espirituales, ventanas desde las que se ve un mismo mundo desde diferentes perspectivas, que ha sido sin duda el mayor acercamiento a la verdad de la Teoría desde los tiempos de Platón y una de las pocas veces en que un pensador ha comprendido que las Ideas no las vemos dentro de nuestra cabeza, ni las recordamos, sino que las contemplamos, aunque sin llegar a explicar de qué manera lo hacemos. Pero no quiero abrumar al lector con más ejemplos.

Quede aquí, pues, este primer anuncio de la Teoría, de una teoría que es mía y no es mía, porque ella también forma parte de ese territorio en el que se hallan todas las cosas que creemos inventar y que en realidad descubrimos. Porque allí se halla, en definitiva, todo, incluidos los Caballos de Platón y los asnos y el fango de los cínicos, las almas que contemplan la perfección y los cuerpos en que se encarnan, materia en ambos casos, pero también origen de nuestra confusión conceptual. Allí está la teoría de la evolución que cada descubridor ve de distinta manera a causa de las deficiencias de su percepción y a su punto de vista leibniciano irrepetible.

Como en una de esas imágenes especulares que se contienen a sí mismas, la propia Teoría se halla en algún lugar del mundo de la Teoría. Otros antes que yo han paseado cerca del paraje en el que se encuentra la Teoría misma, pero yo he sido el primero que ha tenido la fortuna de poder hacerlo en el momento en el que el desarrollo de la ciencia moderna permite entender un lenguaje tan complejo, que para mis predecesores se asemejaba más a una fábula o a una intuición divina.

Naturalmente, como en el caso de los descubridores de un continente o de un nuevo elemento químico, la gloria de ser el primero, o uno de los primeros cazadores que han logrado atrapar una idea, es un orgullo y un placer incomparable, que apenas podrá verse aumentado por el reconocimiento que la sociedad culta y común le dedique y me dedique. Espero, una vez publicado este primer esbozo, poder contribuir, aunque sea modestamente, al desarrollo de la Teoría y participar en la tarea de cartografiar este nuevo mundo.

Finalmente, he de decir que he aprendido la mayor lección de mi teoría: que no es mi teoría. Que no pertenece a nadie o, si se quiere expresar de un modo más positivo, que nos pertenece a todos.


Comentario de los Antólogos

Cuando descubrimos este texto nos quedamos asombrados. Deseamos que el visitante comparta nuestro asombro: Que nada se crea fue escrito antes del año 2025, pero hay razones para pensar que podría datarse incluso en el siglo 20[ref] La fecha ante quem es 1993; la fecha post quem, como ya hemos dicho, 2025. Algunas teorías científicas que el autor menciona como contemporáneas (supercuerdas o Big Bang) revelan la antigüedad del texto. (Nota de los Antólogos).[/ref].

Que nada se crea está firmado por alguien llamado Francisco Sánchez. Sin duda, se trata de un seudónimo, elegido en homenaje a otro Francisco Sánchez, que escribió, durante la Edad Media Occidental, un libro casi con el mismo título que el texto que estamos comentando: Que nada se sabe. ¿Por qué el autor no quiso firmar con su propio nombre y se escondió bajo un alias? Creemos que la razón es que no se hallaba muy seguro de que la comunidad científica recibiese su teoría de manera favorable, como repite él mismo varias veces.

Posiblemente sus temores se vieron confirmados, pues no hemos descubierto nada relacionado con este texto o con su autor en el territorio franciscosanchez de la Arqueo-Red. No descartamos, sin embargo, que tal vez pueda hallarse más información en territorios afines difíciles de explorar[ref] Hay que tener en cuenta que en el siglo 20 y 21 el soporte digital apenas empezaba a ser empleado, todavía en dura competencia con los libros, las revistas, los periódicos, las cintas de vídeo y otros soportes hoy inaccesibles. Tan sólo la apertura completa de la Arqueo-Red podría resolver muchas de nuestras dudas. (Nota de los Antólogos).[/ref]. No obstante, hemos encontrado una mención bajo el rastreador nadasecrea que quizá tenga relación con nuestro texto. Se trata de un correo electrónico de principios del siglo 21 en el que se puede leer:  «Harto de que no le tomen en serio, ha decidido enviar lo de Que nada se crea a un concurso de cuentos».

A favor de una datación temprana de este texto, hay que señalar que ya en las primeras décadas del siglo 21 se empezaron a crear algoritmos que permitieron cartografiar el Mundo de las Ideas (a pesar de que entonces se ignoraba su existencia). Los ordenadores digitales empezaron a descubrir en apenas unos minutos los leyes físicas que a los seres humanos les habían costado siglos de investigación, como la del péndulo; con el tiempo los algoritmistas y los algoritmísticos intentaron explorar también territorios creativos, descubriendo el lugar en el que se encontraba un ensayo de Frontón (el que fuera discípulo del emperador Marco Aurelio) y otro de Demócrito, ambos acerca de las imágenes. Estos descubrimientos casi fortuitos les guiaron en sus exploraciones posteriores.

¿Podemos entonces concluir que este ensayo excepcional y visionario, escrito al menos 100 años antes que el Nuevo Erewhon de Lin Bao, se adelantó tanto a su propio tiempo que acabó convirtiéndose en una obra de ficción?

La respuesta es sin duda afirmativa, pues, de no ser así, Lin Bao nunca habría pasado a la historia como descubridor y primer cartógrafo del Mundo de las Ideas, pero también podemos preguntarnos: ¿conoció Lin Bao Que nada se crea antes de iniciar su búsqueda?

Para esta pregunta no tenemos respuesta, aunque sin duda se hallará en algún lugar de este vasto Arqueo Mundo que sólo recientemente hemos comenzado a recorrer, y todavía con muchas restricciones.


Comentario de Daniel Tubau en 2017

En el momento de la publicación de Recuerdos de la era analógica por la editorial Evohé en 2009, en el Epílogo «Textos encontrados», se dice lo siguiente:

Que nada se crea
Hay registros en Google del ensayo
Que nada se crea, como publicado en 1999, pero no se ha encontrado en búsquedas recientes.

No he encontrado esos registros en Google, pero sigo buscándolos.

Can Jie

También se puede ver en Youtube un vídeo bilingüe (en chino y en español) llamado Que nada se crea, publicado el 24 de enero de 2012 en el que se habla de un explorador del Territorio de las Ideas, el legendario Can Jie, al que se atribuye la invención del idioma chino.

 

 


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A continuación, puedes ver entradas dedicadas a Recuerdos de la era analógica encontradas en la Arqueo Red (que nosotros llamamos Internet)

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