Como he tenido alguna discusión con amigos y familiares acerca del tema de la visita del Papa y las jornadas de la juventud mundial, que tienen lugar en estos días (agosto de 2011) en Madrid, he decidido explicar brevemente lo que pienso, ya que en las discusiones es difícil precisar las cosas y enseguida uno acaba discutiendo de todo y de nada (además, tampoco soy un prodigio de elocuencia verbal).
No participo en las jornadas papales por razones obvias. No soy cristiano, pero si fuera cristiano desde luego no sería católico. Creo que la Iglesia católica es una de las peores instituciones que han existido y que la actual está construida sobre las ruinas de una Iglesia criminal. Aunque tengo amigos y conocidos católicos, me resulta absolutamente incomprensible que una persona sensata, moderada y justa pueda pertenecer a esta iglesia. No diré nada más para que no parezca que cargo las tintas para hacerme perdonar lo que diré a continuación y porque no me gusta jugar a radical de salón.
No participo en las protestas contra las JMJ porque, aunque hay buenas razones para criticar la visita papal y sus consecuencias, creo que quizá sólo una de esas razones es realmente válida: que un estado laico no debe destinar dinero a sostener los gastos privados de una religión. Acerca de este argumento ha habido también bastante discusión y confieso no estar suficientemente informado acerca de si se gasta, si no se gasta, si se recupera o no, si es el Estado, la Comunidad de Madrid o el Ayuntamiento quien gasta, etcétera.
Hay otras razones, por supuesto, como que no se puede bloquear una ciudad durante siete días para un acto privado, que no me parecen demasiado importantes, sobre todo si hablamos de agosto, que es un mes en el que ya la ciudad está paralizada de por sí. Si, además, se trata de cortar el tráfico, esa será una medida que yo siempre recibiré con aplausos, porque creo que la ciudad es para los ciudadanos y no para los coches (aunque dentro de ellos vayan otros ciudadanos).
En cualquier caso, me parece que se podrían dar otras muchas razones, pero me da la impresión de que quienes protestan contra las JMJ lo que quieren es una razón, cualquier razón, para poder hacerlo, por lo que enredarse a discutir este o aquel argumento es una pérdida de tiempo, algo que ya he tenido ocasión de comprobar varias veces. Uno, en este caso yo, dice lo que le opina de la cuestión tras examinarla con cuidado e intentando ser objetivo, y el otro responde lo que quiere creer, con examen o sin él, sin responder a razones, sino tan solo expresando puras emociones.
Especialmente débil, casi diría que bochornosa, me parece la explicación de quienes están contra las jornadas católicas de que se va a bloquear la ciudad, ya que, no durante varios días sino durante varios meses, quienes hemos participado en el 15 M, hemos tenido ocupada la plaza más importante de Madrid y hemos (en este caso yo no lo he hecho, pero sí lo he visto) participado en continuas algaradas por las calles del centro, entorpecido el funcionamiento de instituciones como el Parlamento, etcétera. Me parece una simpleza manipuladora, que debería hacernos enrojecer, esgrimir tales razones. No puede haber uan ley para nosotros y otra para «los otros».
Pero, más allá de la debilidad de todos estos argumentos, estoy en contra de que las protestas contra la JMJ sean en forma de manifestaciones convocadas para que coincidan con las jornadas, porque me parece un acto de beligerancia. Un acto de enfrentamiento que además nos deja en muy mal lugar a los madrileños, porque los que van a participar en las jornadas católicas no organizaron manifestaciones contra el 15 M, a pesar de que Rajoy casi llegó a proponerlo. Y si lo hubieran hecho, es fácil imaginar la indignación que se habría producido en las filas del 15 M.
No soy tan ingenuo como para creer que con el amor se puedan solucionar los problemas sociales, pero desde luego estoy muy lejos de sostener el cinismo extremo que parece creer que sólo mediante el enfrentamiento podemos mejorar y organizar la sociedad. Creo que la afición al enfrentamiento está aumentando de manera peligrosa entre aquellas personas que no opinan de la misma manera, y que conviene moderar esa crispación, o al menos no participar en ella. Me parece que las relaciones internacionales y las sociales dentro de una misma nación quizá no se puedan basar en el amor, pero sí en el respeto y, desde luego, no en el odio. Carezco de esa especie de resorte instintivo automático que se activa en muchas personas nada más ver a alguien vestido con los colores vaticanos y cuando veo a jóvenes católicos por la calle, o incluso a monjas y curas, puedo pensar que se equivocan (y lo pienso con bastante intensidad), pero no siento un desprecio ni un rechazo irracional. hacia ellos.

Por otra parte, resulta irónico que estos católicos que aquí se reúnen y que parecen demostrar una capacidad de convocatoria quizá superior a la de los que participamos en el 15 M, también sean admiradores de esa palabra vacía llamada «Revolución» y que llamen a lo suyo Love Revolution. Digo que resulta irónico porque la Iglesia católica es, como ya he dicho, una institución casi especializada en el odio (con excepciones notables como Juan XXIII y Juan Pablo I) y porque la revolución del amor es un concepto de los años 60, de aquellos locos y maravillosos años, cuando personas muy alejadas de la Iglesia, de hecho contrarias a ella, creyeron que el amor era más importante que el odio.
Probablemente recurrir al amor como a una fórmula mágica no es muy distinto de recurrir a la palabra «Revolución», pero la verdad es que yo ya estoy cansado de gritar y prefiero conversar, escuchar, entender y explicar a quien quiera oír.

Supongo que evangelizar a estos jóvenes católicos en las virtudes del laicismo puede ser más interesante y útil que manifestarse contra ellos y que el hecho de que se paseen por las calles de una ciudad en la que los homosexuales se besan con toda libertad puede ayudar a hacer cambiar de opinión a muchos de ellos y abandonar ideas insanas y reprimidas, quizá a descubrir que pueden ser más libres de lo que creían, e incluso a manifestar y hacer realidad sus propios deseos y pensamientos. Despreciarlos, insultarlos, hacerles sentir que son mal recibidos no creo que les haga cambiar de opinión. Propongo, más bien, una minicelebración del día del orgullo gay fuera de fecha.
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