Platón: el mito de la caverna

«Imagínate varios hombres en un abrigo subterráneo en forma de caverna, cuya entrada, abierta a la luz, se extiende por toda la longitud de la fachada. Estos hombres están allí desde su infancia y, encadenados por piernas y cuello, ni pueden moverse de donde están ni ver en otra direción que hacia delante, pues las ligaduras que les encadenan les impiden volver la cabeza. El resplandor de un fuego encendido lejos y sobre una altura reverbera tras ellos. Entre el fuego y los prisioneros hay una escarpada vereda ascendente. A lo largo de esta vereda imagínate un pequeño muro parecido a los tabiques que los que hacen farsas con marionetas ponen entre ellos y el público, y por encima del cual lucen sus habilidades».
Continúa Platón:
«Ahora imagínate que todo a lo largo del pequeño muro avanzan otros hombres portadores de objetos de todas clases (figuras de hombres y de animales de todas formas y especies, talladas en piedra y madera), objetos que sobresalen de la altura del muro. Estos hombres desfilan, unos hablando entres sí, los otros sin decir nada.»
Antes de seguir, y para que el lector vea claramente la situación que propone Platon, le ofrezco una interpretación gráfica de la caverna y de la situación de los prisioneros.
Tras esta completa descripción, pregunta Sócrates a Glaukón: «¿Crees que tal cual están colocados podrán ver de sí mismos y de sus compañeros otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que da frente a ellos?»
Glaukón responde que no, pues están encadenados y ni siquiera pueden girar la cabeza. Sigue preguntando Sócrates: «¿Y no les ocurrirá otro tanto respecto a los objetos que tras ellos desfilan?»
Glaukón, como suelen hacer los interlocutores de Sócrates en los diálogos de Platón, se imita a responder que sin duda así ha de suceder.
«Y entonces -continúa Platón-, de poder conversar entre sí, ¿no te parece que al nombrar las sombras que ven creerían nombrar los propios objetos reales?
«Así es», dice Glaukón.
«Luego, es indudable, que para tales prisioneros la realidad no podría ser cosa distinta de las sombras de los diversos objetos citados».
Una vez convencido su interlocutor, Sócrates le pide que imagine que un cautivo es liberado y puede ver a la luz del sol los objetos que proyectan las sombras que ha visto durante sus cautiverio. Este hombre reaccionará sintiendo dolor ante tanta luz y seguirá considerando más reales las sombras que poblaron su vida anterior. Sólo poco a poco, acostumbrándose a la luz progesivamente, y saliendo de la caverna, comprenderá que las sombras no eran sino un reflejo del mundo real.
¿Y qué sucedería si este prisionero liberado volviese con sus compañeros? Sería recibido con burlas y no se daría crédito a sus palabras: «¿No dirían que por haber subido a las alturas volvía con los ojos estropeados?

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