Menardismo y anacronismo deliberado

«La novia en el fotógrafo», de Klein

«La novia en el fotógrafo»
François Klein
(1919, óleo sobre lienzo)

Alguien podría pensar que nos hemos equivocado al atribuir a François Klein el cuadro de Dagnan-Bouveret que se puede admirar en otra de las salas de este museo, también dentro de la exposición Realidad y representación. No hay, sin embargo, ningún error, pues «La novia en el fotógrafo» no fue pintada en 1879 por el realista Dagnan-Bouveret,  autor de La novia en el fotógrafo, sino en 1919 por el extravagante François Klein, uno de los primeros cubistas del círculo de Picasso y Braque, que aquí se anticipó, si no a Pierre Menard y el menardismo, sí al menos a Jorge Luis Borges.

Para aquellos visitantes que no conozcan el menardismo, les resultará útil leer una síntesis del artículo publicado en la Enciclopedia abreviada del arte paralelo, del que aquí tomamos algunos pasajes.

 

Menardismo

El menardismo, o técnica del anacronismo deliberado, es una teoría estética que nació en la literatura casi por casualidad y sin el propósito de convertirse en el movimiento trascendental que después ha sido para la pintura y el arte en general. El nombre procede del escritor francés Pierre Menard (1872-1939), quien a inicios del siglo XX se propuso escribir de nuevo el Quijote que escribiera Cervantes en el siglo XVII.
El Quijote de Menard nunca fue publicado y tan sólo tenemos constancia de su existencia gracias al artículo que en 1939 escribió Jorge Luis Borges, con la intención de reivindicar la figura de su autor: «Pierre Menard, autor del Quijote«.
Menard y Borges fueron grandes amigos; ambos compartían pasiones como el ajedrez y las calles de Ginebra, sostenían largas discusiones literarias y admiraban a Paul Valéry o Edgard Alan Poe. Mantuvieron una relación epistolar intensa entre 1914 y 1918, precisamente en el momento en que Menard trabajaba intensamente en su Quijote. Cuando Menard murió, Borges intentó reconstruir su obra pero no lo logró.

 

Jorge Luis Borges, en la época de su amistad con Pierre Menard, cuando juntos recorrían el París «múltiple y repetido de los libros y las citas»

 

Menard rechazaba la vanidad y la gloria del artista y sólo publicó algunos textos en vida. El primero en el año 1899: un soneto simbolista que apareció en la revista La conque. Pero su obra más admirada fue «Les problèmes d’un problème». En ella, Menard discute diversas soluciones a la paradoja de Aquiles y la tortuga.

En cualquier caso, la obra más importante de Menard es su Don Quijote de La Mancha, que escribió entre 1913 y 1918, y que quedó inconcluso, pues sólo logró terminar el capítulo noveno, el trigésimo octavo y un fragmento del capítulo veintidós de la primera parte de el Quijote:

 «El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)» (Jorge Luis Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote»)

 

El Quijote de Menard y el de Cervantes

Como se dice en el artículo de la Enciclopedia, que es casi en su integridad la reproducción del texto de Borges citado, en apariencia no hay diferencia entre los textos de Menard y Cervantes. Veamos un ejemplo:

 «Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de Don Quijote. Con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.» (Fragmento del capítulo IX del Quijote de Cervantes)
«Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de Don Quijote. Con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.» (Fragmento del capítulo IX del Quijote de Pierre Menard)

Sin embargo, basta comparar con atención los dos fragmentos aquí reproducidos de Cervantes y Menard para darse cuenta de las diferencias entre uno y otro.

La más notable es que Cervantes menciona a Cide Hamete Benengeli, salvándole del olvido y, al mismo tiempo, descartando con ello que esta obra nueva, el Quijote, le pertenezca a él. No sólo eso, el original que Cervantes dice copiar y lamentablemente perdido, no está escrito en castellano, sino en árabe. En definitiva, el Quijote de Cervantes, espejo y modelo de la lengua española, no sería sino una traducción.

Por el contrario, la mención de Cide Hamete Benengeli que hace Menard tiene una intención incluso más compleja: en primer lugar, rechazar la atribución universal que durante más de tres siglos se hizo de Cervantes como autor único de esa obra clásica llamada el Quijote; además, reivindicar al autor ahora olvidado (Cide Hamete Benengeli); finalmente, situar su propia obra en un contexto más rico que el de la obra de Cervantes. Como tan agudamente señala de nuevo Borges:

 «No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”

Es por ello que, en opinión de Borges, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes.

En primer lugar, por la elección del escenario:

 «Cervantes, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope».

En segundo lugar, por el uso del idioma:

 «También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.»

Miguel de Cervantes, uno de los autores más conocidos de Don Quijote de la Mancha. Su estilo, nos dice Borges está ligado al de su época, del mismo modo que lo están los escenarios en los que hace transcurrir las aventuras de su héroe.

 La intención de los dos autores, Cervantes y Menard, es, por supuesto, distinta, del mismo modo que lo es la percepción de los lectores de una y otra época. Cada momento histórico otorga un significado inevitablemente diferente a una obra. No siempre se ha leído a los griegos de la misma manera; la lectura que hicieron Winckelman y Goethe no es la misma que la de Nietzsche, como bien explica Herbert Frey:

 «Debido a las condiciones históricas específicas, desde finales del siglo XVIII, los espíritus más preclaros de la literatura alemana convergían en una interpretación idealizada de la antigüedad griega. Winckelmann acuñó la frase de la «noble sencillez y la grandeza serena» que por muchas décadas definió la imagen que se tenía en Alemania del periodo clásico griego. En las ficciones de los neohumanistas, Grecia se convirtió en el centro donde tenían carta de ciudadanía la belleza, la valentía y la sabiduría. Si bien esta imagen no resistió el rigor de un examen historiográfico, sí pudo surtir sus efectos culturales en una situación histórica determinada.»

Apolo Belvedere
(copia romana de una estatua griega de Leocares)

 «La noble sencillez y la grandeza serena» de los griegos de Winckelman expresada en una de las más importantes artes apolíneas: la escultura.

Por el contrario, Nietzsche, quizá siguiendo las tempranas intuiciones de un Herder que empezó a ver el lado más oscuro de los griegos, transfiguró aquella imagen:

 «En vista de que la filología clásica de los neohumanistas había reconciliado la cosmovisión de los griegos y del cristianismo de cualquier cuño, Nietzsche tuvo que diseñar una nueva imagen de los griegos que tomase en cuenta también los lados terribles y oscuros de la existencia. De ahí su recurso a los presocráticos, en cuya filosofía veía reflejado el aspecto trágico de la existencia humana y de ahí también la reinterpretación que hiciera de la tragedia griega, con la cual quería conferir nueva vida al mito trágico. Nietzsche está convencido de haber redescubierto la filosofía griega más antigua, pero es consciente de que la novedad de este descubrimiento se debe a la perspectiva de su tiempo y de su situación, porque cada nueva situación requiere de su propio pasado.»

 

Dionisio practicando el que según Nietzsche era el arte dionisiaco por excelencia: la música

Como se ve, la historia del arte es en sí misma el arte menardista por excelencia, en el que unos mismos «hechos» son reinterpretados una y otra vez en función de los intereses de cada época: así, en la actualidad, la legendaria China inmóvil de Hegel y Kant, construida a medias con ignorancia y con un excesivo conocimiento de una sóla dinastía (la Qing), ha dado paso a una nueva imagen de China, abierta, cambiante y expansiva, en la que se olvida la época Qing y los preceptos comunistas y se recupera la época Han, la Tang, o los inicios de la Ming, más adecuados a los nuevos propósitos del poder chino

 

El anacronismo deliberado

Pero no se trata sólo de que cada época lea el pasado a su manera. Además, como señala Borges, el lector o espectador puede barajar los tiempos:

 «Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos».

Alguien podría pensar que puesto que el lector cambia inevitablemente la obra al leerla desde su perspectiva, el esfuerzo de Menard era innecesario, ¿para qué gastar energías en escribir algo que en cierto modo (pero sólo en cierto modo) ya estaba escrito y que puede ser leído de distinta manera por distintos lectores en un mismo ejemplar de la obra de Cervantes?.

Las diferentes respuestas a esta pregunta dieron origen a las diversas corrientes del menardismo.

 

Aspectos del menardismo

El menardismo tiene una doble vertiente. Por un lado la complicada tarea del artista que pretende crear de nuevo una obra preexistente. Es un menardismo activo o vital, que se ha llamado reCreacionismo, insistiendo en la mayúscula, porque se trata de volver a crear, no simplemente de recrear algo existente.

Por otro lado, el menardismo no deja de ser un revisionismo total e infinito del arte, en el que los espectadores pueden reinterpretar una y otra vez un mismo texto. Se trata de un menardismo interpretativo o pasivo, lo que Borges llama anacronismo deliberado.

No cabe ninguna duda de que Menard era partidario de la experiencia vital y activa, del reCreacionismo:

 “Pensar, analizar, inventar no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor lo que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»

Los teóricos más radicales piensan que la experiencia menardista consiste en volver a crear la obra y, de alguna manera, transfigurarse en el autor original, pensar lo que pensaba él, hablar de la misma manera, pintar con las mismas técnicas, en definitiva, ser el autor. A los partidarios de esta tendencia, como ya se ha dicho, se les llamó reCreacionistas, e hicieron suya la célebre frase de Goethe “No hay que ser como los griegos, hay que ser griego”, pero ahora aplicada a los autores con los que el artista se quiere mimetizar. Borges nos da de nuevo las claves que llevaron a Menard a este deseo:

 «Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —-el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden-— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado.»

Se trata del célebre pasaje de los fragmentos reunidos en Polen, donde Novalis dice:

 «Sólo demuestro haber entendido a un escritor si sé actuar conforme a su propio entendimiento, cuando sin menoscabo de su individualidad, sepa traducirlo y variarlo de múltiples maneras».

Borges nos cuenta cómo se desarrolló el primer intento de Menard para lograr su objetivo:

 «El método inicial que imaginó [Menard] era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil.»

No todos los seguidores del movimiento menardista comparten el planteamiento de los reCreacionistas. De hecho, este grupo era el menos numeroso si bien fue el que más notoriedad alcanzó. La mayor parte preferían la interpretación canónica que Jorge Luis Borges hizo del trabajo de Menard: hay que realizar una obra preexistente sin perder la esencia de uno mismo. Hay que llegar al Quijote como se llega al Corán: leer el libro eterno y trascribirlo. O poseer, como sugeriría Borges en uno de sus cuentos, la memoria de Shakespeare sin ser Shakespeare.

 

La pasión de Menard

Menard, como Francisco de Asís cuando subió al monte Alverna en su desesperación ante el silencio de Dios, es un místico, pero un místico anclado en la experiencia y la materia: no quiere interpretar un texto, quiere experimentarlo, como Francisco quería experimentar a Dios:

 «Señor mío Jesucristo, dos gracias te ruego que me concedas antes de morirme: la primera, que sienta yo en mi cuerpo y en mi alma, en cuanto sea posible, el dolor que Tú, dulcísimo Jesús, sufriste en tu acerbísima pasión; la segunda, que sienta yo en mi corazón, en cuanto sea posible, aquel excesivo amor que a Ti, Hijo de Dios, te llevó a sufrir voluntariamente tantos tormentos por nosotros pecadores.»

Del mismo modo que Francisco desciende felilz del monte Alverna, con los estigmas de Cristo en su cuerpo, así emerge Menard de su experiencia de cuatro años de inmersión, con las marcas de la revelación: un capítulo y dos fragmentos del Quijote.

Por eso, al reducir el menardismo a una reinterpretación que el lector puede hacer por sí mismo, leyendo la Eneida como si fuera anterior a la Odisea y definiendo el menardismo como el arte de las atribuciones erróneas, Borges olvida lo que él mismo había señalado páginas atrás, la intención original de Pierre Menard, quien lo que realmente quería era vivir lo que vivió Cervantes. O, para decirlo con más precisión, vivir lo que era necesario vivir para escribir el Quijote:

 «Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.»

Todas estas consideraciones no impiden, por supuesto, aceptar que el error de Borges en su interpretación del menardismo resultó tal vez más fructífero que una interpretación a la letra. Error, por otra parte, que han cometido muchos exégetas de Menard, pero no François Klein, quien, por cierto, podría reivindicar el concepto y haberle dado su nombre: kleinismo en vez de menardismo. Tras esta larga introducción, podemos por fin regresar a «La novia en el fotógrafo» de François Klein.

 

El primer menardismo fue pictórico

Puesto que las obras de Menard permanecieron inéditas o ignoradas hasta su tardío reconocimiento por Borges en 1939, es evidente que el primer ejemplo conocido de menardismo no fue literario, sino pictórico: «La novia en el fotógrafo» de François Klein, que se puede admirar en las salas del Museo de los Mundos Posibles y que fue presentada por primera vez en 1919, en el comienzo de una nueva época para Europa y para el mundo.

Como es sabido, el 11 de noviembre de 1918 Alemania y los aliados habían firmado el armisticio. Después del paréntesis bélico, los pintores sacaron los cuadros de sus talleres y los marchantes empezaron a examinar la situación, que había quedado interrumpida con el auge cubista pre bélico. En 1919 se celebró en la galería Blot una muestra sobre la joven pintura francesa, seguida por otra en 1920.

Entre los pintores que allí expusieron se puede mencionar a Masselin, Bischoff, Blot, Braque, Corneau, Klein, Lothe, Derain, Dufy, Utrillo, De Vlamick. Como se ve, jóvenes y mayores se daban cita, pero ya se observa en ellos una gran diferencia respecto los cubistas de antes de la guerra:

 «Aunque algunos cultivaban la desintegración de las formas desde diferentes ángulos, otros retornaban a una representación mucho más tradicional, y en todos ellos se advertía una mayor atención al dibujo, una decidida voluntad de tomar el objeto exterior como punto de partida, y que las composiciones no cayeran en lo irreconocible y menos en veleidades abstractas.»

No hay que olvidar que la primera muestra, la de 1919, la organizó Louis de Vauxcelles, afín al fauvismo pero enemigo declarado del cubismo.

Entre todas estas piezas llamó la atención «La novia en el fotografo», de François Klein, cuya presencia en aquella muestra muchos no entendieron. ¿Qué hacía allí un cubista radical?

El cubo se desmorona

Hay que tener en cuenta que durante la guerra, muchos de aquellos jóvenes habían sido movilizados, entre ellos Braque, Derain, Duchamp-Villon (muerto en 1918), Glizes, Léger o Metzinger:

 «Los restantes artistas de la escuela cubista se lanzaron a una diáspora que llevó a Gleizes y Picabia a Barcelona y Nueva York, ciudad a la que también se trasladó Duchamp. Robert y Sonia Delaunay vinieron a España y, después a Portugal. Todo ello unido al aislamiento de Juan Gris y Pablo Picasso en París.»

Klein también consideró conveniente unirse a la diáspora, regresando a su Suiza natal, a Ginebra. Desde allí puedo darse cuenta de que se estaban cumpliendo las premoniciones de Vauxcelles, quien en 1916 ya había predicho «la desaparición del cubismo y el retorno al estilo de Ingres». Dos años después, Ozenfant y Jeanneret dieron la voz de alarma con «Après le cubisme», donde aseguraron que el cubismo era sólo otro peldaño en la historia del arte, no una etapa superior. Alertados los artistas, pronto comenzaron las deserciones: el poeta Salmon y el poeta Cendrars, los pintores Lothe, Dufy, favory y «la sonada deserción del mexicano Diego Rivera.»

Así, en su artículo «¿Por qué el cubo se desmorona?», Cendrars desestima el movimiento, salvando sólo los talentos individuales de Picasso, Braque, Klein y Léger:

«Puede preverse ya el día en que el término cubismo no tendrá más que un valor nominativo para designar en la historia de ciertas búsquedas de pintores entre los años 1907 y 1914. Sería necio no reconocer la importancia del movimiento cubista, como era imbécil el reírse. Pero también es imbécil y necio el querer aferrarse a una doctrina… y no reconocer que el cubismo ya no ofrece bastante novedad y sorpresa para servir todavía de alimento a una nueva generación. La juventud de hoy en día tiene el sentido de la realidad. Tiene horror al vacío, a la destrucción, no razona el vértigo. Está en pie. Quiere construir.»

Esa generación es, por supuesto, la de quienes volvían del frente o regresaban de la diáspora, como Klein.

Más allá del cubismo: el menardismo

Klein abandonó, como tantos otros, el cubismo, pero no consumó la traición a la manera de De Chirico o Rivera, que regresaron con toda intención al arte figurativo. En los siguientes años, todavía veremos a Klein adoptar algunas corrientes del arte abstracto, pero su primera obra anticubista es plenamente figurativa, es, por decirlo de alguna manera, un hiperrealismo avant la lettre: la copia, algunos dirían que servil, de La novia en el fotógrafo, de Pascal Dagnan Bouveret.

Sólo algunos amigos cercanos o unos pocos críticos excelsos se dieron cuenta de lo que intentaba Klein con su obra, aunque ni siquiera ellos tenían un nombre para designarlo: todavía no conocían el menardismo, porque, como dijimos antes, Klein se anticipó al propio Menard. Este hecho, sin embargo, no le resta mérito a Menard, puesto que Klein realizó su obra siguiendo el impulso de uno de sus mejores amigos, que no era otro que Pierre Menard. En efecto, Klein, que compartió los años de la Gran Guerra en el exilio ginebrino con Menard (¿y quién sabe si también con Borges?), trasladó al mundo de la pintura las ideas de su amigo cuando decidió realizar en 1919 «La novia en el fotógrafo».

Klein, es cierto, nunca reveló el origen teórico de su obra, probablemente por el respeto y admiración que profesaba a su amigo Menard, quien rechazaba la gloria. De este modo, lo que podría haber sido una corriente fructífera en el arte de las vanguardias, se ahogó en su mismo inicio, a causa del silencioso respeto de Klein hacia su amigo.

La Joconda (L.H.O.O.Q) de Duchamp

Marcel Duchamp también participo en el menardismo de Klein, que expresó de manera lúcida:

«El artista no es el único que consuma el acto creador pues el espectador establece el contacto de la obra con el mundo exterior descifrando e interpretando sus profundas calificaciones para añadir entonces su propia contribución al proceso creativo. Esta contribución resulta aún más convincente cuando la posteridad pronuncia su veredicto definitivo y rehabilita a artistas olvidados.»

Sin embargo, en su obra L.H.O.O.Q, presentada también en 1919, Duchamp no puede evitar que su personalidad interfiera en la reinterpretación que propone, añadiéndole unos bigotes. Se trata, pues, de un menardismo pasivo, puesto que Duchamp en ningún momento pretende ser Leonardo o vivir la experiencia de pintar la Mona Lisa, sino que se limita a pintarle unos bigotes, y de este modo impone al espectador su propia relectura de la obra, contradiciendo sus lúcidas recomendaciones.

Duchamp, «Desnudo bajando uan escalera»

Duchamp, aunque imitador en el menardismo, se anticipó a Klein en su apostasía del cubismo, al ser retirado su cuadro Desnudo bajando una escalera nº 2 del Salon de los independientes por petición expresa de los cubistas. He aquí, por cierto una interesante paradoja, porque hay que recordar que los impresionistas, los cubistas y los pintores abstractos crearon el Salón de los independientes porque no eran admitidos en el Salón oficial. Después, ellos se convirtieron en el nuevo establishment, y no sólo lograron expulsar de la historia del arte a los artistas de los salones oficiales como Bouguerau o Dagnan Bouveret, sino que intentaron dictaminar, sin éxito, lo que era moderno y lo que no.

 

El menardismo de Klein

Como sucedía con el Quijote de Menard respecto al de Cervantes, «La novia en el fotógrafo» de Klein es casi pincelada a pincelada una réplica exacta del cuadro de Dagnan Bouveret, y sin embargo es completamente diferente en todos los aspectos. La obra de Klein no puede engañar al ojo de un experto, y mucho menos al análisis de un químico: se trata de diferentes pigmentos, aunque la apariencia sea semejante. Para lograr la copia exacta, habrá que esperar a Picasso (ver Los indiscernibles, en esta misma exposición)

Pero, cuestiones técnicas aparte, la obra de Klein es diferente de la de Dagnan-Bouveret, en primer lugar, como es evidente y como nos enseñaron Borges y Menard, una obra no puede ser vista de la misma manera en 1879 y en 1919.

Es también diferente porque Dagnan-Bouveret pintó algo que estaba ahí fuera, eso que se llama la realidad exterior, enfrentándose al desafío de reproducir en una superficie plana su tridimensionalidad, mientras que Klein lo que pintó fue un cuadro en otro cuadro:

 «En ‘La Novia en el fotógrafo’ que he pintado no hay anécdota. De Dagnan-Bouveret he tomado la mera apariencia, el trazo y el color, pero en ningún caso la historia. No sé cómo trabajó él en su obra, ni cuales eran sus referencias reales o imaginarias, sólo sé que mi única referencia es la propia tela de Dagnan- Bouveret».

Tras su paso por el cubismo, que ve la realidad a través de las formas básicas del cubo, el cilindro y la esfera, en palabras del precursor Cezanne, a Klein sólo le interesa la realidad pictórica:

 «El fin no es la preocupación de reconstituir un hecho anecdótico, sino de constituir un hecho pictórico.»

François Klein pintó de nuevo La novia en el fotógrafo pero no como lo había hecho el naturalista Dagnan-Bouveret en 1879, sino como François Klein, un pintor del siglo XX, todavía cubista, que rechaza el realismo y lo consideraba arte caduco. En consecuencia, el regreso transitorio de Klein al arte figurativo no es sino una parodia del regreso de tantos otros al arte clásico, como el de Picasso al redescubrir a los maestros italianos, o Juan Gris al copiar, sin ninguna intención irónica ni menardista, cuadros de Cezanne. Goethe también comprendía que la obra tiene sus propias leyes y que la belleza es más importante que la autoría:

«Mi Mefistofeles canta una canción de Shakespeare. ¿Por qué había yo de tomarme la molestia de inventar una, si la de Shakespeare estaba bien y decía justamente lo que había que decir?».

Klein, como todos sus colegas, acabará por alejarse del cubismo, pero no para caminar hacia atrás. No es Klein de los que acepta la llamada al orden que los marchantes impusieron a los pintores más dóciles, sino todo lo contrario. Klein se anticipa en más de un siglo a varias de las corrientes dominantes del arte: el anacronismo deliberado, el menardismo y el falseamiento de la realidad artística.

Y por supuesto, como dice el anónimo autor de Que nada se crea, Klein demuestra que la obra de arte está por encima de la biografía de sus autores o de la época en que es concebida: la obra se descubre, no se inventa, como también intuyó precozmente Picasso: «Yo no busco, encuentro».

François Klein concluyó orgullosamente su autodefensa en un artículo publicado en 1920 en la revista Esprit Noveau con una afirmación tajante, que lo encuadra definitivamente en el menardismo activo: «He creado, no recreado».

__________

Más información

Jorge Luis Borges: Pierre Menard, autor del Quijote

Acerca de la paradoja menardista se puede leer el texto de David Laborda «La relectura menardista y Aquiles» (en Posible)

MUSEO DE LOS MUNDOS PARALELOS

Obras de la exposición

La realidad y su representación

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6 Comments

  • julieta cedillo

    me gustan mucho los comentarios de historia del arte que mandas, las pinturas y su historia , es muy interesante

  • J.F. Cuadrado Martín

    Estimado Daniel Tubau:
    Me quedo perplejo. Borra usted los comentarios o ¿es que nadie de este mundo tan necio de blogueros no saben qué contestar a tan magnífico Artículo?, No es que esté de acuerdo en todo, pero esa no es la cuestión, simple y llanamente, no comprendo la ausencia de comentarios ¡aquí!, teniendo en cuenta la multiplicidad de ellos que se alojan en los más estúpidos de los Blogs y Páginas Personales como por la Red he visitado…
    En fin, felicitaciones por sus variados intereses y reflexiones sutiles. Muy de acuerdo en una cosa, cada “nuevo movimiento” se convierte a su vez en una nueva Academia, la Vanguardia siempre ha sido reaccionaria en su uterina necesidad de salir de la madre, cría cuervos y te saldrán escorpiones, “está en mi Naturaleza”.
    “Yo no busco, encuentro”, el problema es que a veces uno se encuentra un camino sin salida y no puede sino volver a mirar atrás. Sobre Duchamp…mejor ni hablar, es de suponer que todo se quedó en “su maleta”
    Afectuosamente J.F.C.

    • danieltubau

      Hola J.F. Cuadrado, me disponía precisamente a contestarte, pero apreté el icono equivocado y borré el mensaje. Voy a recuperarlo y entonces contestaré a tus últimos comentarios, que te agradezco mucho y cuya respuesta he ido retrasando precisamente porque me parecían muy interesantes como para despacharlos de manera apresurada. Un saludo afectuoso

    • danieltubau

      Estimado J.F.Cuadrado, me permitirás que te traté de «tú» y te invito a hacer lo mismo. Como explico en mi comentario al Zhuangzi, no me gusta mucho el tratamiento de usted, aunque entiendo que es una muestra de cortesía.
      Pues no, la verdad es que no borro los comentarios (excepto accidentalmente), así que supongo que estas entradas no interesan demasiado, o al menos que no invitan al comentario. Este Museo de los Mundos Posibles es un divertimento al que, sin embargo, dedico un cierto esfuerzo y siempre es un placer recibir comentarios como el tuyo. Muchas gracias

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