Madame Du Deffand

En el siglo XVIII uno de los géneros literarios más interesantes era el epistolar. Todo el mundo escribía cartas y ¡qué cartas! Sobre todo las de las mujeres.

Creo que la obra literaria favorita de Marcel Proust son las cartas de Madame de Sevigne, que son realmente maravillosas. Yo ahora recuerdo una observación que hacía Sevigne a su hija: «La obsesión por usar una palabra distinta para referirse a la misma cosa es una vulgaridad». Me parece una observación excelente. Ahora todos estamos obsesionados por no repetir la misma palabra dos veces en un párrafo, y buscamos sinónimos para evitarlo, cuando lo más razonable, casi siempre, es, sencillamente, usar la palabra adecuada, aunque esté repetida. Por ejemplo, en el párrafo anterior repito «palabra». Podía haberlo evitado escribiendo en una de las ocasiones «vocablo», pero, ¿no sería una tontería? También uso dos veces el verbo «repetir».

En unas notas que acabo de encontrar,  que escribí después de leer Vidas contadas de Javier Marías, un libro muy estimulante, encuentro algunas citas de Madame du Deffand. Por cierto, ¿no es un poco feo esto de «Señora de Deffand»? Quizá podríamos llamarla por su nombre o simplemente por su apellido, aunque resultaría confuso quizá: Marie de Vichy-Chamrond. O nos resignamos a llamarla Deffand como nom de plume, del mismo modo que a Henri Beyle le llamamos Stendhal Pues bien, cuenta Deffand que la Mariscala de Luxemburgo, tras echarle una ojeada a la Biblia exclamó:

«¡Qué tono, qué tono horroroso! ¡Ah, que lástima que el Espíritu Santo tuviera tan poco gusto!»

Hay una cita de Deffand que aparece en todas partes: «La distancia no es lo que cuesta, es sólo el primer paso». Está bien, es algo parecido a aquel adagio chino: «Para dar mil pasos antes hay que dar un paso». Pero está mucho mejor en su contexto, que es como lo cuenta Javier Marías:

«Un cardenal se asombraba de que San Dionisio Aeropagita, tras su martirio, hubiera caminado con su cabeza cortada bajo el brazo desde la Iglesia de Montmartre hasta la iglesia de su nombre , una distancia de nueve kilómetros, que dejaba sin habla al cardenal. «Ah, señor, le interrumpió Madame Du Deffand, en esa situación, sólo el primer paso cuesta.»

En otro momento, dice Deffand:

«Ayer tuve doce personas, y admiré la diferencia de clases y matices de la imbecilidad: éramos todos perfectamente imbéciles, pero cada uno a su modo.»

Madame Du Deffand se anticipó a Cioran en su queja constante por la existencia y siempre decía que «lo peor de la vida es haber nacido», aunque se resignó a vivir 84 años llenos de «aburrimiento». Sin embargo, entre la Madame Du Deffand joven y la ya anciana y solitaria existen grandes diferencias, como se puede ver en estos dos retratos literarios.

El primero la muestra en la treintena, en 1728, cuando triunfaba en los salones de la corte:

«Parece difícil definir a la marquesa du Deffand; la gran naturalidad que constituye el fondo de su carácter la presenta tan distinta de un día a otro que, cuando se cree haberla entendido tal y como es, al instante siguiente aparece de forma diferente. Con todos los hombres pasaría lo mismo si se mostraran como son; pero, para granjearse consideración, se dedican a representar, por así decirlo, ciertos papeles, a los cuales a menudo sacrifican sus placeres y opiniones, y que interpretan siempre, aun a costa de la verdad.
La marquesa du Deffand es enemiga de toda falsedad y afectación, sus palabras y su rostro son siempre fieles intérpretes de los sentimientos de su alma; su aspecto no es ni bueno ni malo, su actitud es sencilla y constante, tiene ingenio; éste habría sido más amplio y sólido si hubiera contado con personas capaces de formarla e instruirla; tiene un ingenio razonable y un gusto seguro, y si a veces la vivacidad la extravía, pronto la verdad la devuelve al buen camino; su imaginación es viva, aunque necesita que la estimulen. A menudo cae en un hastío que apaga todas las luces de su espíritu; este estado le resulta tan insoportable y la hace tan desgraciada que abraza ciegamente cuanto se presente para librarla de él; de ahí la ligereza de sus conversaciones y la imprudencia de su conducta, difíciles de conciliar con la idea que da de su finura de juicio cuando se encuentra en situación más serena. Su corazón es generoso, tierno y compasivo, y ella es de una sinceridad que desborda los límites de la prudencia; le cuesta más cometer una falta que confesarla; ve con claridad sus propios defectos y deduce muy rápidamente los de los otros; y la severidad con que se juzga la hace no ser muy indulgente con las ridiculeces que percibe; de ahí su reputación de mala, vicio del cual está muy alejada, pues no es ni maligna ni celosa, ni tiene ninguno de los bajos sentimientos que producen ese defecto».

El segundo retrato nos la muestra ya pasados los ochenta, ciega, solitaria y alejada del mundo, con el único consuelo de las cartas de su amado (pero no amador ni amante) Horace Walpole. La imagen que ahora se nos trasmite es casi cruel:

«Se atribuye más ingenio a madame du Deffand del que posee, se la alaba, se la teme, no merece ni lo uno ni lo otro, en materia de ingenio es lo que fue en materia de aspecto y lo que es en materia de nacimiento y fortuna, nada extraordinario, nada sobresaliente: no tuvo, por así decirlo, educación, y todo lo adquirió por la experiencia: esa experiencia fue tardía y fruto de muchas desgracias. Lo que yo diría de su carácter es que la justicia y la verdad, que le son naturales, son las virtudes que mayormente aprecia.
Es de delicada complexión, y todas sus cualidades reciben esa impronta. Nacida sin talento, incapaz de gran aplicación, es sumamente susceptible al aburrimiento y, no hallando recursos en sí misma, los busca en lo que la rodea y esa búsqueda es a menudo infructuosa. Esa misma debilidad hace que las impresiones que recibe, aunque muy vivas, sean raramente profundas; las que causa son muy semejantes: puede agradar, pero inspira pocos sentimientos.
Se sospecha, sin motivo, que es celosa, no lo es jamás del mérito y de las preferencias otorgadas a quienes son dignos de ellas, pero soporta con impaciencia las que el charlatanismo y las pretensiones injustas imponen. Tiene siempre la tentación de arrancar las máscaras que ve. y eso, como he dicho, es lo que la hace temida por unos y alabada por otros.»

La mejor demostración del cambio producido en esos cincuenta años es que la autora de esos dos retratos es la propia Madame Du Deffand; la mejor demostración de la persistencia de su carácter es que los dos retratos mencionan ese aburrimiento insoportable del que Madame Du Deffand se pasó toda la vida intentando escapar.


[Publicado por primera vez el 13 de junio de 2005]

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