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Sabios ignorantes y felices, de Daniel Tubau
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La invención humana

Harold Bloom tituló uno de sus últimos libros Shakespeare o la invención de lo humano. Bloom piensa que Shakespeare no fue solo un gran dramaturgo, sino también el creador del alma moderna. En su opìnión, el ser humano contemporáneo es una criatura shakesperiana.

La idea fue propuesta mucho antes por Oscar Wilde (y Bloom lo reconoce en su libro), ese frívolo diletante y paradójico que, como dice Borges, casi siempre tenía razón. Wilde sostenía que toda la época romántica se podía explicar como una imitación de Hamlet:

El mundo se ha vuelto melancólico por culpa de una marioneta que se agita en el escenario.

Y añadió:

No es el arte el que imita  a la vida, sino la vida la que imita al arte, y en concreto al arte de William Shakespeare.

Es probable que Bloom y Wilde tengan razón, aunque olvidan que la vida de Shakespeare coincidió casi de manera exacta con los años en los que el carácter moderno se estaba desarrollando. Junto a Shakespeare, o incluso antes, vivieron y escribieron Montaigne y Maquiavelo, Selden y Cervantes, Robert y Burton y Erasmo.

Pero lo que me interesa aquí no es esa discusión, pues lo que pretendo es llevar la tesis de Bloom y Wilde un poco más lejos y sostener que la creación de lo humano se debe a la ficción, a la capacidad inventiva, o si se prefiere a la imaginación. Lo humano nació cuando un primate antropoide fue capaz de ver no sólo lo que tenía delante, no sólo lo que está aquí, sino también lo que podría tener delante mañana, e incluso lo que nunca había visto ni quizá llegaría a ver nunca.

Es mediante esa percepción de lo ausente como se dio el primer paso, sin duda paradójico, que permite que una cosa llegue alguna vez a existir.

Y eso sucede no solo cuando alguien ve en el interior de su cabeza una rueda que no existe, para entonces construirla con esas maderas dispersas que tiene delante, sino también cuando imagina que podría crearse un sistema político en el que los tiranos o el uso de la fuerza bruta no fueran determinantes.

La capacidad de ver lo que no se ve, de escuchar lo que no se oye, de paladear una mezcla de sabores que nunca se ha experimentado.

Lo humano se produce tal vez cuando imitamos la ficción, lo que no existe, y lo traemos al mundo real. Cuando filosofamos, teorizamos, legislamos, diseñamos edificios, imaginamos sociedades mejores o simplemente imaginamos una situación futura en nuestra mente. El gran inventor Nikola Tesla llevaba tan lejos la capacidad imaginativa que prefería no hacer bocetos de sus inventos y ‘probarlos’ dentro de su cabeza:

No me obceco en lo que me traigo entre manos. Cuando se me ocurre algo, comienzo por recrearlo en mi mente. Introduzco los cambios y mejoras precisos, y me imagino cómo funcionaría el aparato en cuestión. Me da absolutamente igual que la turbina funcione en mi cabeza o que esté probándola en el laboratorio. En ambos casos, soy capaz de percibir si no está bien calibrada.

El poder de la facultad imaginativa, que al parecer es sólo rudimentaria en otros animales (por ejemplo cuando presienten el peligro) ha sido importantísimo en la evolución social (y tal vez biológica) de los seres humanos. Quizá ha sido decisivo para que podamos hablar de lo humano.

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