Jerome Perceval, el crítico voraz


Jerome Perceval era hijo de escritores, nieto de pintores, sobrino de compositores: el arte le rodeaba por los cuatro costados. No es de extrañar, conociendo el ambiente en que creció, que una de sus primeras y más duraderas ambiciones fuese la de convertirse en un artista total, el shakespeare de la pintura, el miguelángel de la música, el mozart de la novela: el maestro de la creación. Diversos intentos juveniles acabaron en fracaso, tal vez porque su erudición le permitía ver de un modo demasiado nítido algo que los demás solo podemos intuir: las huellas de otros creadores en nuestras obras.

Nada molestaba más a Jerome que descubrir una frase suya parecida a la de otro autor, un trazo similar al de cualquier pintor o un acorde idéntico al de una sinfonía ya escrita. Con el tiempo se acentuó esta aversión hacia todo aquello que pudiera ser considerado plagio. Era incapaz de escribir una palabra que alguien hubiera usado antes. Desgraciadamente, todas las palabras habían sido ya manoseadas por otros escritores o, cuando menos, aparecían en los diccionarios. La idea de inventar un idioma privado le rondó por la cabeza durante varios meses. La certeza de que incluso cambiando los signos permanecían los conceptos, le hizo desistir. Comprendió, desesperado, que la inspiración pura no existe, que todo es copia. No obstante, y pese al dolor que esta evidencia le causó, consiguió reponerse cambiando de rumbo. En efecto, a lo largo de su vida de lector voraz, de espectador constante de la creación, había observado un inquietante agujero negro: la crítica literaria. En efecto, ninguna recensión, por meditada que fuese, ninguna opinión ni juicio de valor le parecía acertado. Los argumentos estaban lejos de resultar convincentes, los ejemplos acababan siendo contradictorios, las conclusiones siempre eran apresuradas. Jerome se repetía a sí mismo que era un crimen permitir tanta ignorancia. Él, que había leído más que nadie, ¿cómo podía ser engañado por esos aprendices, por esos indocumentados?

Jerome pensaba que una crítica no podía ser completa si se limitaba a unos pocos factores: la calidad de la obra, la comparación, simple y siempre incompleta, con otras obras, su inclusión en un estilo o corriente determinados, los juicios de valor tan frecuentes acerca de las verdaderas intenciones del autor, la falta de alternativas a lo que se denigraba o las alabanzas demasiado fáciles. Los críticos literarios, se decía a sí mismo, solo saben de literatura (algunos ni eso), pero una novela no es solo literatura: en una novela se refleja la vida, lo que existe y, por tanto, se debe juzgar conociendo todo lo que existe. Si la novela habla de tormentas, será necesario referirse a la climatología, si menciona una ciudad, examinar cuidadosamente qué es una ciudad y en qué se diferencia de un pueblo; si describe a un personaje, compararlo, fisionómica y espiritualmente, con otros rostros, con los retratos de los pintores, con los rasgos que en el aire dibuja una melodía. En una buena crítica literaria no bastaba con señalar los aciertos o los errores de estilo y construcción, la buena o mala descripción de los caracteres, la solidez o debilidad del argumento: también había que juzgar si era razonable tal o cual viento, este o aquel edificio, averiguar si el que una habitación se orientase al oeste era correcto y conveniente, además de satisfactorio desde un punto de vista estético. Comparar todas y cada una de las frases con todas y cada una de las frases que se han escrito a lo largo de la historia de la literatura; descubrir el parecido entre un personaje y una sinfonía o una comida; contar las letras de cada capítulo y las veces que ha sido escrita cada una de ellas; aprobar o condenar el papel en que la novela ha sido impresa, la portada, el tamaño del libro, los márgenes y el espaciado, pero no desde un punto de vista meramente estético, sino en relación estrecha con la naturaleza de la obra. Tan solo tras un estudio metódico, preciso y erudito, se podría concluir si un libro era bueno o malo, un hallazgo literario o una pérdida de tiempo.

Jerome, naturalmente, no era tan estúpido como para ignorar que una recensión de tales características tendría una extensión mayor que la de la obra juzgada. Sabía que la brevedad es una virtud y por eso transigía en su postura, aunque manteniendo la obsesión por el rigor. No se pueden mencionar todos los detalles que sería necesario señalar, admitía, pero sí se puede exigir que los que se mencionan sean los más importantes. Para hacerlo, para poder valorar un detalle, una opinión sobre otra, se debería poseer una erudición cien mil veces superior a la del rey Salomón.

Jerome deseaba alcanzar esa altura, ese imposible saber. Centrando todos sus esfuerzos en la literatura de ficción («No se debe abarcar un campo demasiado grande», se decía a sí mismo), dedicó todas sus horas de vigilia a la lectura. No deseaba iniciarse en el mundo de la crítica con pocos elementos de juicio y, para no precipitarse, se fijó un plazo de cuarenta años antes de escribir su primera recensión.
Como el lector habrá adivinado, el plazo era demasiado breve. Sumergido entre montañas de libros, Jerome comprendió que jamás podría leerlos todos, que aunque viviese mil años no le daría tiempo siquiera para conocer una centésima parte de cuanto ha sido escrito. En su desesperación, Jerome intentó encontrar alguna manera de leer más libros en menos tiempo. Recordó los experimentos de Gertrude Stein en el París de inicios del siglo XX, en los que demostró que se podía leer un libro y al mismo tiempo escuchar a alguien leer otro. Jerome contrató a un lector, un actor jubilado y venido a menos, que no cobraba mucho por sus servicios, y empezó a practicar.
Sus primeros intentos fracasaron, pues era incapaz de distinguir con claridad lo que leía de lo que escuchaba: de repente Don Quijote se enfrentaba no a molinos en La Mancha, sino a pacíficas ovejas junto al temible Áyax en las llanuras de Troya; Hamlet hablaba con el fantasma de Saxo Gramático, en vez de con el de su padre; San Agustín mantenía soliloquios no con su alma, sino con Santo Tomás a propósito de cuestiones «cuodlibetales».

Jerome acabó dándose cuenta de que, con este nuevo método, en vez de leer dos libros, no leía ninguno, pero, como sabía que Stein había pasado por decepciones semejantes, persistió en su empeño. Un día, un pequeño detalle llamó su atención: si el actor jubilado leía un poco más despacio, le resultaba más fácil discriminar entre lo que oía y el texto que él mismo leía a mayor velocidad. Poco a poco su comprensión mejoró, hasta que un día descubrió alborozado que podía recordar perfectamente los dos libros. La prueba definitiva la hizo con un oscurísimo texto del Pseudo Dionisio, que escuchó, acerca de los nombres del dios oculto, y la reciente traducción de una novela japonesa del siglo X, que leyó al mismo tiempo. No solo entendió y consiguió recordar ambos libros, sino que, además, descubrió interesantes nexos entre ellos, que en una lectura sucesiva, y no en paralelo, sin duda se le habrían escapado.

En la siguiente fase del experimento, Jerome contrató a un segundo lector, o mejor dicho lectora, pues se trataba de una anciana de voz dulce, a la que Jerome había elegido para lograr el máximo contraste de voces. Tras un período de adaptación, durante el que llegó a la conclusión de que la mujer debía leer solo libros de filosofía y estética, mientras que el hombre se dedicaría a la novela y los relatos, Jerome lograba leer entre tres y seis libros cada día, dependiendo del número de páginas.

Jerome vivió feliz durante varios meses con su nuevo descubrimiento: los libros leídos iban aumentando de forma prodigiosa gracias a su método de lectura múltiple, y parecía que ya nada podía impedir que se hiciera realidad su sueño de convertirse en el mejor y más perfecto crítico imaginable.

Sin embargo, cuando un día Jerome detuvo por un momento su frenética lectura para calcular cuántos libros podría leer en un año, el espejismo terminó. Incluso si, robándole horas al sueño, pudiera llegar a leer diez libros cada día, tan solo leería 3650 al año, que serían 3660 en los años bisiestos. Consultó los fondos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y descubrió que albergaba más de ciento treinta millones de documentos, de los que al menos 30 millones eran libros. Sí, claro, muchos títulos estaban repetidos, pero la certeza de que el número se contaría siempre en millones y nunca en miles, le sumió de nuevo en la desesperanza. Despidió a sus dos viejos lectores, que ya se habían convertido en amantes, y consideró imposible lograr su propósito mediante cualquier procedimiento racional. Pero ¿y si fuera un procedimiento irracional? ¿Y si lo irracional fuera racional? ¿Y si lo irracional fuera real?

Lo primero que le vino a la mente fue uno de los diálogos socráticos: ¿acaso no decía Platón en el Ión, que el poeta recibe su inspiración directamente de los dioses o de las Musas?, ¿acaso no comienzan la Ilíada y la Odisea, cumbres de la creación humana, con invocaciones a las musas para que ayuden al poeta en su difícil tarea? ¿Y si las musas existieran?

 

Dichoso aquel al que las musas quieren:
dulce fluye de su boca el acento.

Jerome, que, por supuesto, ya sabía griego y latín, releyó todas las referencias a las musas en la literatura clásica. La primera dificultad era saber cuántas eran. Según la tradición más aceptada eran nueve: Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Otros afirmaban que eran tres, o incluso que se trataba de una única diosa de naturaleza triple. Algunos, en fin, decían que eran las hijas de Zeus y Mnemosine, la diosa de la memoria, precisamente lo que más necesitaba Jerome Perceval. Sin embargo, Hesíodo, Alcmán y Minermo afirmaban que eran hijas de Urano y Gea, la tierra. Pausanias, tal vez para poner de acuerdo a unos y a otros, explicaba que había dos generaciones de musas, las primeras hijas de Urano, las segundas de Zeus. En cuanto a Jerome, prefería que fueran nueve, cada una dedicada a promocionar artes o ciencias diferentes.

De nuevo lleno de esperanza, Jerome empezaba a imaginarse a sí mismo recibiendo lecciones de poesía épica y canto con Calíope, de historia con la gentil Clío, recitando poemas de amor junto a Érato, de la que quizá hasta llegaría a enamorarse; con Euterpe aprendería a tocar cualquier instrumento y a distinguir su sonido, a percibir la melodía de uno u otro en las páginas de una novela. En cuanto al teatro, junto a la temible Melpómene descubriría las tragedias perdidas de Sófocles y Esquilo, e incluso las de Agatón, el Oscar Wilde de la Atenas clásica; Polimnia le enseñaría con deliciosos gestos y mímica asombrosa todo lo relacionado con el lenguaje no verbal; con Talía se reiría con la comedia antigua y nueva y con Terpsícore danzaría feliz mientras una nueva crítica comenzara a abrirse paso en su inquieto cerebro. Finalmente, con Urania se imaginaba paseando bajo el cielo estrellado, descifrando las figuras de las constelaciones, identificando los planetas que brillan con su luz robada a las estrellas. Tal vez ellas, las nueve encantadoras musas, podrían interceder ante su madre Mnemosine para que Jerome adquiriese una memoria prodigiosa, y sin duda podrían pedir a Atenea que le concediera el don que el simplón Paris no quiso elegir en el juicio de las tres diosas: conocerlo todo.

Pero, fueran tres, nueve o incluso una única diosa, lo importante era descubrir cómo ponerse en contacto con ellas. Tal vez bastaba con invocarlas, a la manera de Homero, Hesíodo, Virgilio y tantos otros.

Jerome recopiló todas las invocaciones a las musas que se conocían y decidió pedir su auxilio en un prado, para estar cerca de la tierra, no fuera a ser que su madre fuera, efectivamente, la diosa Gea. El prado más cercano a su casa era un parque público, al que Jerome corrió lleno de esperanza. Allí, junto a los columpios de los niños y los mendigos que dormían en los bancos, alzó las manos y repitió la invocación a las musas de Homero en la Ilíada:

Decidme ahora, Musas, dueñas de olímpicas moradas, pues vosotras sois diosas, estáis presentes y lo sabéis todo, mientras que nosotros solo oímos la fama y no sabemos nada, quiénes eran los príncipes y los caudillos de los dánaos.

Y en la Odisea:

Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes.

Incluso lo intentó con la invocación de Virgilio en la Eneida:

Dime las causas, Musa; por qué ofensa a su poder divino, por qué resentimiento la reina de los dioses forzó a un hombre, afamado por su entrega a la divinidad, a correr tantos trances, a afrontar tantos riesgos…

Pero no sucedió nada, absolutamente nada, las musas no se manifestaron ni enviaron ninguna señal a Jerome, quien tan solo obtuvo unas monedas de los paseantes, admirados por la perfecta entonación de sus invocaciones, a pesar de que no entendieron nada de lo que decía, puesto que Jerome había invocado a las musas en griego clásico y latín.

Era evidente que las musas no estaban allí. Tal vez tenía que ir a buscarlas a su patria, a Grecia.


Siguiendo las indicaciones de Plutarco y Ovidio, Jerome se dirigió al monte Parnaso, cerca del oráculo de Delfos, donde se suponía que habitaban las nueve musas desde que Apolo, el dios que hiere de lejos, las llamó para que le hicieran compañía. Recorrió los campos de Dáulide, escaló los montes, invocó a las musas en cada valle, preguntó a los lugareños, que le tomaron por un poeta o un loco, porque ellos tampoco entendían sus invocaciones en griego clásico, y una vez más, se dio cuenta de que todo era en vano: ¡cómo iban a estar allí las musas, si los dioses habían abandonado el santuario de Delfos! En efecto, cuando el emperador Juliano, llamado el apóstata por los cristianos, quiso restituir el culto a los antiguos dioses, los sacerdotes de Delfos le replicaron:

Di al emperador que la gran casa ha caído. Apolo ya no tiene aquí su morada, ni brotes de laurel sagrado; las fuentes están silenciosas, las voces están calladas.

Los dioses, incluidas las musas, ya no residían en los alrededores de Delfos, se habían ido de allí siglos atrás, huyendo del monótono dios cristiano y sus tristes seguidores. Tal vez habían regresado a su morada original, el monte Helicón que mencionaba Hesíodo:

Comencemos nuestro canto por las Musas Heliconíadas,
que habitan la montaña grande y divina del Helicón.

Jerome descendió hacia Beocia y se dirigió al monte Helicón. Era invierno y la ascensión resultaba difícil, pues el monte estaba cubierto por la nieve. Pero aquello no le desanimó, sino que le infundió nuevos ánimos. Respirando el aire puro de la montaña, sintió que las musas debían estar cerca porque a cada paso que daba se sentía más inspirado. En su mente escribía recensiones de todos los libros que recordaba, y ya se imaginaba el aplauso de los lectores, la admiración de sus colegas, el desconcierto de sus enemigos, su nombre en las enciclopedias junto a los de Samuel Johnson, Matthew Arnold o Saint Just, pero por delante de todos ellos en la apreciación de lectores comunes y expertos.

Pasó junto a los restos de la fuente Hipocrene, que el caballo alado Pegaso había hecho nacer en honor de las musas golpeando la tierra con sus cascos en forma de media luna, pero no se detuvo. Por fin, cansado pero satisfecho, llegó a la cueva sagrada de las musas, donde descubrió espantado que ya no estaba consagrada a ellas, sino a un tal San Nicolás. Sin embargo, Jerome todavía confiaba en que las musas pudieran convivir con un santo cristiano, porque, ¿quién sabe?, tal vez tras el nombre del santo se escondía un antiguo dios pagano, alguno de los viejos compañeros de las musas, quizá algún poeta, o incluso un crítico literario inspirado por ellas.

Tras pasar varias horas revisando las diversas invocaciones a las musas del Helicón, Jerome se decidió por la de Hesíodo, que ya hemos mencionado. Pronunció con voz sonora los versos, que se propagaron por todas las cavidades de la cueva, rebotando en las paredes y regresando de nuevo hasta él. Era tan solo el eco de su propia voz lo que estaba oyendo. Nada más. Las musas, también allí, permanecían calladas. Jerome comenzó a comprender que la inspiración que había sentido durante la ascensión no se debía a la acción de las musas, sino a una intoxicación por el oxígeno de las altas cumbres del Helicón. Una intoxicación que, unida a la decepción que acababa de sufrir, hizo que se desmayara allí mismo, sobre el duro suelo de la cueva de la que habían huido las antiguas diosas.

Quiso la fortuna, o tal vez solo la casualidad, pues ya no se podía confiar en dioses de nombres griegos o romanos, que Jerome no estuviera solo aquella noche en la cueva de las musas: un sacerdote, que había contemplado todas sus extrañas operaciones escondido tras una roca se acercó a él e intentó reanimarlo. Al no lograrlo, lo cubrió con su propio abrigo y permaneció desnudo a su lado, alimentándolo con trozos de mojama reseca que llevaba en su zurrón.

Después de cuatro días de fiebre y delirio, Jerome Perceval volvió en sí y lanzó un alarido al ver el rostro del anciano sacerdote, con sus ojos saltones, su boca desdentada, su larguísima barba mugrienta y sus pies deformes y ennegrecidos. El sacerdote intentó tranquilizarle y le puso en la mano una pequeña cruz de madera. Al ver aquel signo de su desgracia, el símbolo del dios que había expulsado a los viejos dioses y le había impedido encontrar a las musas, Jerome la arrojó lejos de sí. Tal vez aquel gesto fue el primer aviso del nuevo destino que esperaba a Jerome Perceval.

Jerome regresó de Grecia y se encerró en su casa, sin ni siquiera intentar leer alguno de los miles de libros que se amontonaban en todas las habitaciones. Ahora todo le daba igual: su vida se había hundido en la tiniebla. El suicidio, la muerte, era el único precio que podía pagar por su fracaso. Su orgullo, su suficiencia, habían sido castigados por la dura realidad.

Un segundo antes de hundir la cuchilla en sus venas, Jerome recordó un libro que había leído tiempo atrás: se trataba de un manual de brujería, redactado por un oscuro alquimista de la séptima centuria después de Jesucristo. En aquel libro había varias referencias intrigantes a un demonio protector de la literatura, a otro que proporcionaba inmensa sabiduría, a otros que protegían todo lo relacionado con el arte.

En otros libros halló la confirmación: Colin de Plancy también mencionaba a esos demonios, pero no indicaba un método fiable para ganarse su favor. A través de diversos autores, Gerson, Guaccius, la edición de 1559 del Theatrum Diabolicum del griego Psellos, descubrió las huellas de textos olvidados y a su búsqueda dedicó diecisiete años. Si no podía contar con la ayuda de los antiguos dioses que habían sido expulsados de sus santuarios y de sus montes por culpa de la nueva religión de un profeta poco amante de las artes y las ciencias, entonces recurriría a los enemigos de ese Dios que tanto le había perjudicado.

Los esfuerzos de Jerome bien podrían merecer varias páginas, pero eso haría confuso el relato. A menudo estuvo a punto de renunciar de nuevo ante la falta de respuesta, pero algo le decía que esta vez sus esfuerzos serían recompensados. Y eso fue lo que sucedió cuando encontró, entre los muchos libros que rescató del olvido, el Kitab-Al-Uhud, también llamado Libro de Asmodeo, en el que aprendió todo lo necesario para tener éxito en una invocación diabólica. Supo, además, cuál era el nombre del demonio al que debía convocar. Se llamaba Baalberit, pero recibía el sobrenombre de “El Archivero”. Era descrito como un demonio célebre por su extraordinaria memoria y por su destreza para resolver los casos más difíciles: también le llamaban «el campeón de las causas perdidas».

Jerome realizó la invocación y el infernal Baalberit se presentó ante él entre una nube de humo y olor a azufre. Nada de lo que había imaginado se cumplió: el aspecto de aquel demonio de segunda categoría no era ni terrible ni mísero, no se parecía a ningún monstruo de la mitología, ni tampoco a un oscuro y gris funcionario. Su rostro era el rostro de Jerome, su cuerpo era el cuerpo de Jerome. Tan solo un leve arqueamiento en las cejas permitía distinguir al invocado del invocador. Desde el principio, Jerome se mantuvo firme, pues no quería ser engañado como tantos otros antes que él. Explicó a Baalberit cuál era su deseo: abarcar todo el conocimiento humano para ejercer la crítica literaria. El diablo sonrió, complacido y extrañado a un tiempo.

—Yo no te puedo proporcionar la sabiduría absoluta —dijo con sencillez.

Jerome recordó a su siervo que a otro hombre, a Fausto, le había sido concedido un deseo no menos extraordinario que el suyo.

—La categoría del alma de Fausto era superior a la tuya —respondió Baalberit, y añadió—; los poderes concedidos a Mefistófeles fueron extraordinarios porque el premio era extraordinario. No nos hallamos en el mismo caso. No te puedo dar la ciencia infusa, pues eres tú quien la ha de obtener.

—¿De qué modo? —preguntó Jerome—. Mi vida es breve, concédeme al menos la inmortalidad, solo así podré leer todos los libros.

—La inmortalidad no te permitirá tal cosa; tal vez algún día, tras cientos de años, conseguirás leer todo cuanto ha sido escrito hasta ahora, pero en ese tiempo millones de nuevos libros se publicarán, cientos cada día. Tu tarea sería semejante a la de Sísifo, subiendo eternamente la roca por la montaña infernal, para ver cómo vuelve a rodar cuesta abajo antes de alcanzar la cumbre.

—Entonces, si tan pequeño es tu poder, vete —ordenó Jerome.

—No me has entendido; puedo concederte lo que deseas, pero no de la manera que tú habías previsto. ¿Dudas de mi poder? Te demostraré que te equivocas: interrumpiré el curso del tiempo para ti, el mundo se detendrá durante milenios, toda actividad humana cesará hasta que tú estés preparado, leerás todo cuanto quieras, conseguiré para ti libros desaparecidos, los papiros de la biblioteca de Alejandría, las obras que la Inquisición quemó en la hoguera, los libros destruidos por el emperador que unificó China… Solo de ti, de tu esfuerzo, dependerá el resultado. No te puedo conceder una memoria ilimitada, pero sí puedo aumentar un poco la que ahora posees, enseñándote a usarla correctamente. Ahora decide.

Jerome permaneció en silencio durante varios minutos y, observando que Baalberit se impacientaba, dijo:

—Acepto el pacto. Dime qué precio debo pagar por lo que me ofreces.

—Te lo diré cuando tu deseo se haya cumplido —respondió el demonio.

—No puedo hacer un pacto sin conocer sus términos —protestó Jerome—, el precio puede ser demasiado elevado. No entregaré mi alma al diablo a ciegas.

—Quizás tienes razón -admitió Baalberit-, pero te propongo lo siguiente: si una vez satisfecho tu deseo no te complacen mis condiciones, todo volverá a ser como es ahora y nada perderás.

Jerome, sin dudarlo un instante, aceptó.

El tiempo, tal como había prometido Baalberit, se detuvo en la Tierra, pero no para Jerome. Durante milenios, en las habitaciones infernales de su siervo, leyó un libro tras otro. A veces su cabeza parecía estallar, incapaz de retener los inmensos conocimientos que afluían a ella. Llegó un momento en que ninguna idea, ninguna frase, le resultó desconocida: todas las había leído cientos de veces. Descubrió plagios que hasta entonces ignoraba, encontró los eslabones que conducen directamente de la India a Pitágoras y supo la procedencia de los cultos órficos, el origen de las mitologías eslavas, las deudas de los pueblos indoeuropeos con los semíticos, la canción de las sirenas, el verdadero nombre de Aquiles entre las mujeres y las obras en que se inspiró aquel ciego llamado Homero. En sus estudios musicales le ayudó el demonio Amduscias; Agarés le enseñó idiomas, Nebiro mineralogía y zoología, Alocer astronomía; Uphir química, Buer filosofía y lógica; el buey Behemot le inició en las artes culinarias, Buno le enseñó elocuencia, Ovachiche le mostró cómo lograr rimas sublimes y cómo tocar la guitarra, y por encima de todos ellos, Baalberit cuidó de que Jerome siguiese un camino preciso, corrigiendo sus errores e indicándole sus aciertos. A veces Jerome pensaba que tras Baalberit y sus demonios se ocultaban las musas y el dios Apolo, pero al mirar sus feos rostros, sus cuerpos peludos y grasientos, sus pies de cabra y sus cuernos de toro, recordaba que eran criaturas infernales. Transcurrido el plazo, plazo que él mismo había fijado, Jerome pidió a Baalberit que le hiciese regresar al mundo y lo pusiera de nuevo en movimiento.

Pertrechado de su inmenso saber, Jerome comenzó a ejercer la crítica literaria, convirtiéndose rápidamente en el más admirado y respetado de cuantos jueces artísticos han existido. Nadie se atrevía a poner en duda sus opiniones, los escritores esperaban sus recensiones para conocerse a sí mismos y a sus obras, pues nada se le escapaba; era capaz de reconstruir paso a paso el modo en que había sido escrito un libro, desde la primera palabra hasta el punto final. No debe pensarse, sin embargo, que las recensiones de Jerome fuesen de una extensión insufrible; al contrario, su brevedad, el conocimiento acumulado en tan pocas líneas, provocaba asombro general. Si algún ingenuo se atrevía a replicarle, su respuesta hundía al desgraciado en la nada. Al comenzar una crítica, Jerome se imponía un método férreo: solo usaba palabras que se hallasen en la obra a juzgar, sin añadir ninguna nueva. Pensaba, quizá acertadamente, que un libro ofrece su propia materia al crítico, quien debe utilizarla aunque la disponga en un orden distinto. Emplear palabras que no hubiera usado el autor juzgado le parecía una traición y un signo de prepotencia y él, por encima de todo, siempre fue honesto. Le agradaba la admiración que se le profesaba, pero su honradez le obligaba a ganarse lealmente ese respeto, sin trampas. Sus reseñas solían comenzar con estas o parecidas palabras:

«Este libro ya lo he leído antes en otros libros, todas sus frases me son conocidas, solo el modo en que han sido ordenadas y algunos nombres propios lo convierten en una obra única.»

Después, citaba algunos ejemplos: tal frase podía encontrarse en el sexto capítulo de tal libro, aquella aparecía en la tercera página de aquel otro… A continuación, juzgaba. Su veredicto era inapelable: si señalaba algún error, el autor lo corregía en la siguiente edición, y no por sumisión, sino porque comprendía el acierto de Jerome.

Cualquiera pensaría que Jerome Perceval era feliz. Y tendría razón, porque lo era. Tan solo de vez en cuando se inquietaba al recordar lo que le había dicho Baalberit al despedirse:

—No te pido nada. Lo que he hecho por ti me ha divertido. Te pediré un precio, o quizá no, si acudes de nuevo a mí.

Pero Jerome se repetía a sí mismo que nunca volvería a llamar al demonio.

 

E hicieron a Baalberit su dios
Jueces 8, 33

Tres años después, Jerome comprendió que se había equivocado. Día tras día aparecían nuevos libros, tantos que era imposible leerlos. Las lecturas atrasadas le torturaban: en cualquiera de esos libros podía haber algo imprescindible para sus críticas, algún detalle importante, ¿quién sabe? El temor a convertirse en un indocumentado le impedía dormir. Convocó de nuevo a Baalberit, que se presento ante él bajo la apariencia del anciano de larga barba y pies negros que había encontrado en el monte Helicón.

El demonio, que sin duda ya conocía los problemas de Jerome, le preguntó qué quería.

—Necesito más tiempo. Cada semana se publican miles de libros, no puedo conocerlos todos. Tal vez mis lectores jamás descubran las lagunas que crecen en mi mente, pero yo sí las advertiré y eso me impedirá seguir escribiendo.

—¿Deseas que detenga de nuevo el mundo?

—Sí.

—Puedo hacerlo de nuevo —aseguró el demonio—, pero no te servirá de nada. Leerás todo lo atrasado, pero, al poco tiempo, tus angustias se repetirán. Olvida la literatura y pídeme la inmortalidad. Gozarás de una existencia eterna.

—No deseo ser inmortal —contestó Jerome—, quiero vivir los años de mi vida, quiero ejercer mi profesión y morir tranquilo, sabiendo que mis juicios han sido siempre precisos y honestos. Detener de nuevo el mundo no serviría de nada, tienes razón; pero, si me llevases al futuro, al de dentro de diez años, y detuvieses el tiempo, podría leer lo que se publicara en ese período y regresar sin temor a olvidar ningún detalle de importancia. Leería todos los libros y volvería a este momento.

Baalberit felicitó a Jerome por su brillante idea:

—De acuerdo, te concedo lo que me pides y te lo concederé siempre que quieras, aunque creo que no volverás a hacerlo nunca más.

—¿Me dirás ahora qué debo pagarte? —preguntó Jerome, sin prestar atención a las últimas palabras del demonio—. ¿Quieres mi alma?

—No necesito tu alma, bastantes tenemos ya. He acudido a tu llamada para vencer el aburrimiento, para distraerme de la rutina infernal. Tu deseo es el precio. Tú mismo lo has fijado y tú mismo te condenas. Otro antes que tú, un tal Enoch Soames, pidió lo mismo, y el resultado fue terrible para él. No quiero obligarte a hacer algo que te puede perjudicar. Reflexiona y, cuando hayas decidido, llámame.

Dicho esto, Baalberit desapareció.

Jerome reflexionó durante una semana. El hombre que Baalberit había mencionado, Enoch Soames, era el personaje de un cuento de Max Beerbohm. Enoch, un mal poeta, mediocre e ignorado por sus contemporáneos, desea más que nada pasar a la posteridad. Pese al silencio con el que le obsequian tanto el público como la crítica, Enoch está convencido de que sus méritos serán reconocidos por la posteridad. Para comprobarlo, hace un pacto con el diablo para lograr viajar al futuro. Como suele suceder en estos casos, el diablo le reserva una sorpresa, que evitaremos revelar aquí a nuestros lectores. Aparte del viaje en el tiempo, Jerome no halló nada en la historia de Enoch Soames que pudiera afectarle: Baalberit le había asegurado que no intervendría, que solo de él, de Jerome, dependía su destino. Por fin, más tranquilo, decidió llamar a Baalberit.

Jerome Perceval viajó diez años hacia delante y el tiempo se detuvo. Caminó entre gentes petrificadas en una ciudad detenida y entró en una biblioteca pública. Comenzó a examinar los últimos títulos aparecidos…

Imposible no leer el título de aquél libro: Jerome Perceval, un falsario. Inquieto, sin poder contener su nerviosismo, comenzó a leer el libro, convencido, no obstante, de que nada de lo que en él se dijera sería cierto. Su rostro fue adquiriendo diversas tonalidades a medida que pasaba las páginas: en aquel espantoso volumen se examinaban las reseñas publicadas por Jerome en los últimos años; y se las juzgaba sin piedad. Nada le habrían importado a Jerome los juicios de la autora, una tal Joan Lavermer, si no hubiese sabido que eran acertados. Se le acusaba de falta de rigor y de documentación, y se citaban frases escritas por el propio Jerome Perceval. En aquellas citas Jerome reconoció su estilo y sus ideas: no cabía duda de que las había escrito él, y no cabía duda, a la vista de los datos que la autora del libro acumulaba, de que carecían de rigor. Palabra, tras palabra la tensión cardiaca de Jerome aumentaba, su rostro se congestionaba y sus venas se hinchaban. Maldiciendo por última vez a la autora y renegando de sí mismo, Jerome se desplomó sin vida sobre el suelo.

En su morada infernal, Baalberit se lamentaba de la muerte de su protegido. Órdenes superiores le habían impedido explicar a Jerome que Joan Lavermer no existía, que era solo el seudónimo de un nuevo y brillante novelista: el famoso crítico Jerome Perceval. Su libro, Jerome Perceval, un falsario, había sido acogido por la crítica y por el público como un hito en la historia de la literatura fantástica. Su argumento era el más absurdo que pueda imaginarse: acusar de falta de rigor a Jerome Perceval. Imposible creer tal cosa. El propio Jerome, dos semanas después de publicar aquella primera novela, se juzgó a sí mismo en una memorable recensión, plena de humor e inspiración, en la que subrayaba lo fantasioso del argumento, recensión que fue aplaudida, como el libro, por todos.

Dos trasgos escuchaban la historia de Baalberit, que se aparecía ante ellos en su forma de serpiente. Uno de ellos, el más feo, gruñó y dijo:

—Hay algo que no entiendo. Dices que Jerome murió al leer en el futuro un libro que no había escrito antes de viajar en el tiempo. Si murió, entonces no pudo regresar al pasado… Y si no regresó al pasado, ¿cómo pudo escribir el libro que leyó en el futuro?

—Yo creo —dijo el otro trasgo— que Baalberit no llevó al futuro a Jerome, sino que le dejó vivir los diez años y después le hizo olvidarlos. Por eso ignoraba que él había escrito el libro.

—¡Qué tontería! —exclamó el primer trasgo—. Si Jerome hubiera olvidado esos diez años, ¿por qué querría llamar de nuevo a Baalberit para viajar a un futuro que en realidad era su presente?

Baalberit se levantó, se acercó al primer trasgo y le dijo:

—En la vida y en la literatura, estúpido trasgo, hay cosas, que no se pueden, ni se deben, explicar.

Dicho esto, fulminó al horrible monstruo.

FIN


La primera versión de este cuento la escribí en 1984. Veinte años después lo recuperé y amplié, añadiendo el episodio de las Musas, para enviarlo al concurso de cuentos El camino de los mitos IV,. Obtuve el primer premio y el cuento se publicó en la antología de los finalistas de la editorial Evohé. Si no me equivoco, ese volumen ya no se distribuye, o los enlaces de la página han caducado.

En esta nueva versión de 2021 he introducido algunos cambios, pero siempre muy leves, y las magníficas ilustraciones de Sandra Delgado.

En 2013 regresé a Jerome Perceval para iniciar una investigación literaria que quedó incompleta La ilusión perfecta: Jerome Perceval.


Jerome Perceval en Madrid en el siglo XX, en un pasado quizás alternativo.

 

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