Hedvige de Sulzbach, la bella teóloga /1

|| La mitad oculta

En 1760, Casanova se encuentra en Lausana. Se acaba de separar de uno de sus grandes amores, la Dubois, que ahora se ha convertido en señora Lebel, gracias a la ayuda del propio Casanova, y se dirige a Ginebra para visitar a Voltaire. Antes de partir se le acerca un pastor de la Iglesia de Ginebra que le propone compartir el coche. Llegan a un acuerdo y hablan de teología. El pastor le dice que sobre esas cuestiones hay alguien que sabe razonar mejor que nadie, su sobrina, que es «teóloga y hermosa» y sólo tiene veinte años. El pastor promete presentársela y Casanova responde que estará encantado de conocerla, pero: «¡Líbreme Dios de razonar con ella!».

Más adelante se verá que si Casanova dice eso es por lo abstruso del asunto (la teología) y no porque crea, como muchos de sus coetáneos, que las mujeres no son capaces de razonar como los hombres.

El 21 de agosto, ya en Ginebra, Casanova se dispone a visitar a Voltaire, que le espera desde hace días, pero antes come con el pastor ginebrino y el señor de Villars-Chandieu. Allí conoce a la joven teóloga.

Casanova, sin describirnos siquiera a la joven, promete narrar «con la mayor fidelidad posible» la conversación que tuvo lugar.

El pastor comienza por preguntar a su sobrina en qué ha ocupado la mañana. Ella le responde que ha estado leyendo a San Agustín y que cree que ha refutado su opinión según la cual la Virgen María concibió a Jesucristo por las orejas.

Puede parecer sorprendente que Agustín sostuviera que Jesucristo fuera concebido a través de las orejas de María, pero es de los más razonable, al menos una vez que aceptamos los disparatados razonamientos de uan religión revelada. Puesto que María era virgen al dar a luz, el niño Jesús no pudo ser concebido por la ruta habitual, así que ¿de qué otra manera podría haber penetrado el Espíritu Santo en la joven? Existen diversas posibilidades, pero Agustín considera que puesto que Dios es el Verbo creador, es a través del oído que María recibió ese verbo y, en consecuencia, de este modo fue fecundada.

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El ángel anuncia a María la presencia del Espíritu Santo, que se acerca a María en forma de Paloma, de luz y probablemente como ondas sonoras. Según la interpretación de Goya.

Hedvige da  a Casanova tres buenas razones para refutar la idea de Agustín de Hipona. En primer lugar, Dios no es material y, por tanto, no tiene necesidad de ningún orificio para entrar o salir; segundo, porque las trompas del oído no tienen ninguna comunicación «con el lugar en el que se encuentra el niño en el seno de la madre»; y tercero, porque si María hubiese concebido por las orejas, habría «tenido que dar a luz por el mismo conducto». Naturalmente, termina la joven, esto convendría a muchos católicos, porque entonces tendrían razón «al considerarla virgen, antes del parto, durante el parto y después del parto».

Casanova se muestra sorprendido y, cuando la joven le pregunta qué opina de su razonamiento, responde también ingeniosamente, por lo que la joven le dice que con su respuesta demuestra «ser mucho mejor teólogo que ella». A partir de este momento, la joven teóloga habló de diversos temas, pero «ya no brilló», pues su fuerte era el Nuevo Testamento. Terminada la comida, Casanova se despide, para visitar a Voltaire, prometiendo que volverá a hablar de la sobrina del pastor más adelante.

Y así es, en el capítulo 92, se inicia una de las más deliciosas aventuras de Casanova, cuando vuelve a ver a la sobrina del pastor, esta vez por mediación de Helena, prima de la teóloga. Helena dice a Casanova que su prima le ha hablado mucho y bien de él: «Os estima mucho».

Casanova, aunque admira a la joven teóloga, no se siente especialmente atraído por ella, pues, aunque era «bella y apetecible», carecía de ese «no se qué picante que aumenta la esperanza y el placer, ese tono agridulce que constituye por sí solo un goce». En realidad, Casanova ha puesto sus ojos en Helena, pero como, según admite ella misma «tiene todos los prejuicios que encajan con la honra y la religión», piensa que quizá a través de la joven teóloga conseguirá seducir a la casta Helena.

Se organiza una comida a la que acuden, además de las dos primas y Casanova, el señor d’Harcourt, el señor de Ximénès y otros comensales. A los postres, comienzan las preguntas a Hedvige, la joven teóloga, que se ha convertido en una especie de atracción de feria que asombra a todos con sus conocimientos de teología y su buen sentido para hallar la respuesta a cualquier cuestión que se refiera a esta ciencia.

El señor de Ximénès pregunta a la joven teóloga si la reserva mental es suficiente para justificar una mentira. Ella responde que, aunque en algunos casos pudiera ser necesario mentir, «la reserva mental es siempre una granujada». Pero entonces, continúa el señor de Ximénès, ¿cómo pudo Jesucristo decir que no sabía cuando llegaría el fin del mundo? A esto responde Hedvige que lo hizo porque realmente no lo sabía.

Pero, entonces, ¿Jesucristo no era Dios?, pregunta el señor de Ximénès. Y responde Hedvige:

«La consecuencia es falsa, pues como Dios es dueño de todo, también lo es de ignorar una futuridad».

A Casanova le parece sublime la invención, tan adecuada al momento, de la palabra futuridad. Esto me resulta personalmente curioso, porque, si la memoria no me engaña, en una conversación con mi padre en Sant Miquel de Fluviá él inventó (de nuevo) esa palabra y se mostró muy complacido de ello.

Por otra parte, la ingeniosa respuesta de Hedvige se puede considerar una de esas paradójicas «imposibilidades de Dios», aquellas cosas que un Dios todopoderoso no puede hacer, como crear una roca que Él mismo no pueda mover: si la mueve entonces no ha creado una roca que no pueda mover; si no la mueve, entonces hay algo que Dios no puede hacer. De ese tipo de paradojas me he ocupado en «Imposibilidades de Dios», tanto en Esklepsis (Dios no puede demostrar que es Dios) como en una página de los Ensayos de teología.

Quizá el lector siente curiosidad por esa afirmación de que Jesucristo no sabe cuándo tendrá lugar el fin del mundo. Probablemente los teólogos se refieren a este pasaje de Mateo:

36 »Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.

Un pasaje que muestra de una manera que solo puede discutirse de manera sofística que aquí se está hablando claramente de dos personas divinas y separadas: el Padre y el Hijo. Es decir, que se opone por completo al dogma de la Trinidad.

Pero volvamos a Casanova, quien confiesa que en ese momento se calló una posible objeción para no poner en un apuro a Hedvige e indisponerse con ella. Es ella misma quien le pide una pregunta más difícil: «Algo que no podáis resolver vos mismo». Se inicia entonces el siguiente diálogo:

– ¿Convenís en que Jesucristo tenía todas las cualidades en grado sumo?

– Sí, todas, salvo los defectos.

– ¿Incluís entre los defectos la cualidad prolífica?

– No.

-Entonces, decidme qué naturaleza hubiera tenido la criatura que hubiera nacido si Jesucristo hubiera querido hacerle un hijo a la samaritana.»

Ante una pregunta tan comprometida, «Hedvige se puso como el fuego», todos los presentes se miraron entre sí, se propuso ir a buscar a Voltaire para resolver la cuestión y, finalmente, Hedvige respondió:»Si la samaritana hubiera tenido comercio corporal con nuestro redentor, no cabe duda de que habría concebido, pues sería absurdo suponer que un Dios cometiera una acción tan importante sin admitir su consecuencia natural». El fruto de tal unión habría sido un varón, que habría tenido tres cuartas partes humanas y una divina.

Todos quedan admirados, especialmente el señor de Ximénès, experto geómetra, que alaba el cálculo (dos partes humanas por la samaritana, una parte divina por la naturaleza divina de Jesucristo, y la otra parte humana por la naturaleza humana del hijo de Dios). Se ponen entonces los comensales a calcular las partes humanas y divinas de los descendientes y, al preguntar Hedvige por la parte divina que tendría la decimosexta generación, Casanova responde galantemente: «No es preciso calcular: hubiera tenido exactamente una fracción del espíritu que os anima.» Así termina la comida, ante el escándalo de algunos de los presentes.

Obsesionado por Helena, la prima de Hedvige, Casanova intenta seducirla sin conseguirlo, pero ella le propone volver a reunirse en una casa de campo, junto a su madre, Hedvige y el pastor. También le dice que Hedvige no tiene ningún pretendiente, debido a que su ingenio hace «que ningún joven ose declararse enamorado de ella… pues quedarían en ridículo en medio de la conversación». «¿Tan ignaros son los jóvenes de Ginebra?», pregunta Casanova. Sí, responde Helena: «Si una joven es discreta o instruida, tiene que procurar disimularlo, al menos si aspira a casarse».

Cuando llega el día, y Casanova se dispone a ir a cenar a la casa de campo del señor Tronchin, recibe una carta de la señora Lebel y, recordando a esa mujer de la que tan enamorado estuvo, anuncia a Helena y Hedvige que se reunirá con ellas dos días después.

Continúa en Casanova y Hedvige, sexo y teología

 

 

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[Publicado en 1995]

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