El viejo Badan y su hijo Badaneqe, o la utilidad de los mitos

Los mitos, los ritos, la tradición, sirven casi siempre para justificar todo tipo de crueldades, de arbitrariedades. Costumbres castradoras y represoras que se justifican porque un héroe fundador, un dios creador o una estirpe arquetípica hicieron algo in illo tempore (en aquel tiempo).

Narraciones etnográficas, documentales y películas nos han contado ese terrible momento en el que los ancianos son abandonados entre los inuit (antes llamados «esquimales»). Hemos aprendido que son los propios viejos los que se entregan gozosos a ese sacrificio, para así ayudar a sus semejantes, para dejar de ser una carga para ellos. Los expertos nos han explicado que esta macabra costumbre es parte del ciclo de la vida, de la lucha por la supervivencia. Con palabras que inevitablemente recuerdan a las teorías eugenistas nazis, nos han explicado que es un sacrificio necesario en una sociedad que tiene recursos limitados y en la que escasea la comida. La tribu debe sobrevivir aunque el individuo muera. Tal vez tengan razón esos expertos, o tal vez costumbres como esas son las responsables de que esas sociedades siguieran viviendo del mismo modo siglo tras siglo. ¿Quién sabe?

Pero la costumbre también existía entre los sardos de Cerdeña, que sacrificaban a aquellos que cumplían 60 años. Al parecer, todavía en el siglo XIX existían en Cerdeña personas que ayudaban a estos viejos a sacrificarse, los «Acabadores» (la palabra «accabadura» procedería del español «acabar»).

La costumbre de matar a personas de 60 años ahora nos puede resultar tan incomprensible como el sacrificio de las personas que cumplen 30 años en al novela y película de ciencia ficción La fuga de Logan.

Según el historiador Silio Itálico también tenían esta costumbre los antiguos cántabros y vascos:

«Este pueblo está apegado a una extraña costumbre: cuando la debilidad del cuerpo les llega con las canas, interrumpen, desde lo alto de una roca, el curso de sus años, en adelante impropios para la guerra…»

Dumézil recuerda entonces algunos testimonios latinos acerca de los alanos (emparentados con los actuales osetas), en los que existía esta costumbre:

«Estiman bienaventurado a quien pierde la vida en pleno combate. Los que se dejan envejecer (senescentes) o pierden la vida por una muerte accidental son objeto de crueles burlas, como degenerados y cobardes» (Amiano Macelino)

También Plinio y Pomponio Mela dicen que entre los alanos, antes que envejecer, los hombres se arrojaban al mar ceremonialmente desde lo alto de una roca.

Entre los osetas actuales, escitas de origen iranio como los alanos, existen tradiciones semejantes::

«El Narto Urzymaeg envejecía, su fuerza se iba perdiendo (…) Fue a la gran plaza donde estaban sentados los jóvenes Nartos y les dijo:
— Desde mi infancia hasta mi vejez, no he escatimado mi ánimo a vuestro servicio. Pero soy viejo, ya no os sirvo de nada y mi vieja cabeza no consigue aportaros más que fastidios. Mañana temprano, fabricad un cofre sólido, metedme dentro y tiradlo al mar; me niego a acabar en el cementerio de los Nartos.»

Aunque al principio dudan, los Nartos acaban cumpliendo el deseo de Urzymaeg, quien, sin embargo, sobrevive y realiza otra hazaña, «después de la cual desconocemos su destino».

Acostumbrados a lo inevitable, a lo necesario, que tales tradiciones nos enseñan, y al uso del mito para justificar prácticas crueles, sorprende encontrar entre los kabardos cherkeses (también osetas) una variante interesante, que se opone a la tradición de la occisión (abandono o asesinato de los viejos), y que inaugura un nuevo motivo mítico, que Dumézil llama el tema mítico de «Por qué los hombres de tal o cual sociedad dejaron un día de matar a los viejos».:

«Era entre los Nartos una vieja costumbre, cuando un hombre se debilitaba al grado de no poder ya sacar, con tres dedos, la espada de la vaina, ni subirse sólo a la silla de montar ni calzarse las botas, ni sostener el arco en la caza ni sostener el rastrillo o levantar un almiar de heno, ni aguantar el sueño al guardar un rebaño, meterlo en un canasto trenzado y llevarlo fuera del pueblo, hasta lo alto de la Montaña de la Vejez. Allí ataban al canasto grandes ruedas de piedra y lo hacían rodar por la cuesta empinada que conducía al precipicio.»

En esta historia kabarda, el viejo al que le espera ese destino se llama Badan y ya está decrépito. Su hijo Badaneqº’e, sin embargo, ama tanto a su padre que le apena la idea de arrojarlo desde el precipicio. Pero ocultando su pena, prepara el canasto y las piedras:

«– Padre, voy a hacer que mueras. No me aborrezcas: es la costumbre de los Nartos, perdóname.»

El pobre viejo no responde, lo que entristece aún más al hijo.

Badaneqº’e lleva el canasto a la Montaña de la Vejez y lo lanza hacia el precipicio, con su padre dentro. Pero el canasto se queda enganchado en un tocón, colgando sobre el abismo.

«El viento se puso a balancearlo y a agitar la barba blanca de Badan, al punto que el anciano se puso a reír.

–Padre, ¿de qué te ríes -preguntó Badaneqº’e. Sin dejar de reír, Badan contestó:
— Me decía que cuando estés decrépito y tu hijo te eche a rodar desde lo alto de la Montaña de la Vejez, a lo mejor tu canasto se engancha en el mismo tocón. ¿No es como para reírse?

La risa de su padre conmovió a Badaneqº’e, quien exclamó:

— ¡Que los Nartos hagan conmigo lo que quieran, pero no te enviaré por el camino de la muerte!

El padre le responde:

— Si quieres saber la verdad, hijo mío, no hallo gran gusto en arrastrarme sin hacer nada en este mundo: una vida inútil es ciertamente peor que la muerte. Pero ¿en verdad ya no estoy en condiciones de servir a los hombres? Si no puedo ya trabajar, puedo pensar.

El hijo sacó a su padre del canasto, lo llevó a una cueva y allí lo instaló sobre un lecho de hierbas. Y le dijo:

–Padre, vive aquí en secreto, sin que nadie sepa de ti. De otra suerte, los Nartos se irritarían por esta violación de la costumbre. Cada semana te traeré de comer.

Así pasaron tres años. Durante ese tiempo, diversas calamidades sucedieron a los Nartos, pero en cada ocasión Badaneqº’e acudía a pedir consejo a su padre, quien le daba útiles consejos. Admirados por la sabiduría de Badaneqº’e los Nartos le preguntaron cómo había llegado a pensar tan buenas soluciones.

«Badaneqº’e confesó su falta y los Nartos abolieron la regla que les mandaba matar a los viejos»

 

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[Publicado el 11 de febrero de 2008]

Notas y comentarios

Al parecer, no está del todo claro que entre los inuit se sacrificara a los viejos o estos se suicidaran voluntariamente. Se cree que tal costumbre se aplicaba sólo en épocas de gran hambruna.

 

Referencias

Georges Dumézil: «La occisión de los viejos» (en Escitas y osetas)

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