El psicoanálisis y la ciencia
En las fronteras de la ciencia /4
Karl Popper dice que lo que no es falsable, aquello que no es examinable o contrastable, no es ciencia. Pero que eso no significa, como parecen creer algunos, que aquello que no es ciencia sea despreciable, ni siquiera falso:
“Sí una teoría no es científica, sí es metafísica, esto no quiere decir, en modo alguno, que carezca de importancia, de valor, de ‘significado’ o que carezca de sentido.”
La ciencia no se ocupa de la verdad en sí, sino de la verdad contrastable, o si se prefiere (porque la palabra “verdad” es muy escurridiza), de aquellas afirmaciones o propuestas que se pueden poner a prueba. La validación que ofrece la ciencia es siempre provisional, pero es al mismo tiempo la más fiable que se puede obtener.
El conocimiento que se pretende científico pero que no ofrece métodos para ser puesto a prueba, no tiene más destino que convertirse en pura creencia. De este tipo, hay muchos conocimientos que han presumido de ser científicos, pero que nunca lo han sido.
Uno de los ejemplos más notables de una teoría que se pretendía científica, pero que no podía serlo porque era irrefutable por definición, fue hasta hace pocos años el psicoanálisis. Una de las muestras del pseudocientifismo del psicoanálisis era la explicación que daba de la homosexualidad, una explicación, o diagnóstico como enfermedad mental que fue aceptada por los psicoanalistas hasta 1973 o 1976 o incluso hasta el fin del siglo XX, a pesar de que Freud había dicho de manera explicita que la homosexualidad no era una enfermedad (aunque quiza sí era, en su opinión, algo así como una “inmadurez”).
Voy a intentar explicar en qué consistía la naturaleza acientífica del psicoanálisis de manera ligera, sin academicismos o citas eruditas, recurriendo incluso a expresiones discutibles como “muy macho” o “afeminado”, porque creo que el lector entenderá a qué me estoy refiriendo y el sentido en el que se empleaban hace años de manera mayoritaria este tipo de expresiones. Los lectores me perdonarán el simplimismo de esas expresiones, a cambio de la sencillez.
Una de las estratagemas explicativas de los psicoanalistas consistía en decir que la homosexualidad de un paciente se explicaba por rechazo al padre… cuando el padre era muy “macho”… Pero resulta que la homosexualidad también se explicaba como imitación del padre, cuando el padre era muy “afeminado”.
Naturalmente, siempre se podían encontrar ejemplos en los que una persona sentía rechazo hacia su padre porque lo veía “demasiado macho”, y que ello le empujara a buscar alicientes sexuales diferentes a los que le gustaban a su padre, es decir, que en vez de buscar para el sexo a mujeres, buscara hombres. Esos ejemplos reforzaban la primera interpretación y los psicoanalistas los empleaban siempre que querían defender su idea de “homosexualidad por rechazo”.
Y también se podrían encontrar casos en los que un hijo que admirase a su padre observase que éste era “afeminado” y que tal vez se sintiese por ello impulsado a desear más a los hombres que a las mujeres. Estos ejemplos servían a los psicoanalistas para sustentar su segunda interpretación: “homosexualdad por imitación”.
Siempre hay ejemplos para todo. Pero el que hecho de que existan esos ejemplos no convierte una opinión, aunque haya nacido de una observación concreta o incluso de muchas observaciones, en una teoría científica, y tampoco en una verdad razonable.
Otro de los trucos de los psicoanalistas en los diagnósticos mencionados consistía en convertir en relaciones de causa y efecto lo que solo eran correlaciones, cosas que coincidían en el tiempo o en el espacio (o en una misma familia). Es decir, a lo mejor tenían a un paciente homosexual y sabían que el padre de ese paciente también era homosexual. Con esos dos datos, establecían una férrea relación de causa-efecto: “El paciente es homosexual porque su padre es homosexual”, en vez de “El paciente es homosexual. El padre del paciente es homosexual”. El problema, como sabe todo buen científico, es que las correlaciones no siempre permiten establecer relaciones de causa-efecto.
Fueran ciertas o no, aplicables o no, esas explicaciones que tanto gustaban a los psicoanalistas, su contenido científico siempre fue muy discutible, porque no había manera de imaginar un caso en el que dicha teoría pudiera ser refutada.
Imaginemos un caso que contradijera la teoría: un hijo que siente un rechazo absoluto por un padre que es “afeminado”. Y, sin embargo, ese hijo resulta ser homosexual.
En este caso la situación se complica: el paciente siente rechazo por el padre pero lo imita.
Lo sorprendente es que incluso en tales casos los psicoanalistas hábiles tenían una explicación y decían, por ejemplo, que, aunque a primera vista pareciera que el hijo rechazaba a su padre, inconscientemente deseaba imitarlo.
Y así empleaban todo tipo de razonamientos semejantes, recurriendo a explicaciones ad hoc, como ya hemos visto que hacía la homeopatía, o a ingeniosas pero disparatadas soluciones, como los que emplean los creacionistas para justificar el relato del Génesis bíblico: los fósiles que prueban que la tierra tenía más de 6000 años han sido puesto allí por Dios para poner a prueba nuestra fe.
Es decir, se multiplicaban más y más las explicaciones ad hoc, para tapar los mil y un huecos y agujeros de las deslumbrantes explicaciones psicoanalíticas, convertidas ya en un coladero teórico.
En definitiva, el psicoanálisis abundaba y abunda en teorías de este estilo (irrefutables) pero también la economía, la homeopatía y la religión.
Ello no quiere decir que lo que digan sea necesariamente falso, sino tan sólo, en opinión de Popper y de la gran mayoría de los científicos actuales, que no son científicas. Es decir, por decirlo de otro modo: resulta muy difícil saber si las propuestas de ese tipo son ciertas (o al menos si son refutables) recurriendo tan sólo a argumentos racionales y a un conocimiento que pueda ser compartido por cualquiera.
Continuará…
En las fronteras de la ciencia
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