Apertura

||| El Duelo, 1


 

1.  Apertura.

“Entre todos los universos posibles tiene que haber alguno en el que exista todo, excepto vos.”

                La princesa de Cicnos a un pretendiente

 

Se habían sentado junto a la chimenea para continuar la conversación iniciada durante la cena. La mujer estaba en una estancia contigua, tal vez descansando. El hombre más joven hablaba de la importancia de obedecer determinadas normas de conducta, seguir unas pautas marcadas por la experiencia moral, educativa y religiosa.

—Naturalmente -decía-, cada persona debe gozar de la libertad necesaria que le permita elegir su camino, el modo en que debe obrar. Si ha actuado de una manera sensata pronto hallará ese camino y, si es consecuente consigo mismo, lo seguirá fielmente.

—Pero nadie tiene libertad para elegir. Las circunstancias nos obligan a encaminar nuestros pasos en una dirección predeterminada.

—Predeterminada por nosotros mismos -corrigió el joven.

—Por las circunstancias -insistió el otro hombre, que no podía negar que las circunstancias le habían favorecido ventajosamente, pues se había educado en las mejores universidades y poseía el título de barón.

—El individuo nace libre y el mundo lo ata, de acuerdo, pero, si es hábil y tenaz, conseguirá liberarse. Solo son libres aquellos que se conocen a sí mismos y no acatan ciegamente los designios de los demás; aquellos que obedecen a su propia conciencia. Y para ello es necesario un método.

—Un método flexible que se pueda revisar o hasta anular; el libre albedrío consiste en reconocer que no existe tal cosa. Los métodos se convierten en dogmas fácilmente, y ningún dogma es bueno.

—Sí lo es si expresa una verdad. Lo blanco no deja de ser blanco, por mucho que deseemos hacerlo negro; algunos dogmas han contribuido a la evolución espiritual de la humanidad. Yo no he elegido el dogma cristiano pero nada me merece más respeto que quienes hacen de él el centro de sus acciones y, mediante un comportamiento ejemplar, lo obedecen con rectitud y sinceridad.

—Nadie puede someterse a una ley humana o divina sin renunciar a su individualidad y a sus contradicciones. Un buen cristiano debería hacer sufrir a los demás si su meta fuera el sufrimiento; debería matar si deseara morir; habría, de sumergir en la miseria a quienes le rodean sí él quisiera vivir en la miseria. A todo esto y a mucho más estaría obligado un buen cristiano si siguiera fielmente la Regla de Oro: “Haz a los demás lo que desearías que ellos te hicieran a ti”.

—Eso no es más que una pequeña frivolidad que no me desviará de mi intención. Intuyo que a vos os ciega el afán de contradicción, pero todos los átomos de vuestro cuerpo están deseando ceder, darme la razón.

—Para conseguirlo, si fuerais un buen cristiano deberíais dejaros convencer por mis argumentos.

La conversación fue interrumpida por la llegada de la mujer. Tomó asiento y miró a los dos hombres.

—¿Todavía discutís de lo mismo? Pensé que el tema había tocado fondo. Sé que ninguno cederá, es inútil todo esfuerzo: defendéis vuestras ideas como un dogo una propiedad. Créanme, ambos pierden el tiempo.

—¿Existe algo mejor que perder el tiempo? -preguntó el barón-, perder el tiempo es el motivo de nuestra vida, dejar transcurrir las horas hasta el minuto final, el momento de la liberación.

Ante estas palabras el joven no pudo esconder una mueca de desagrado. Aquello le alejaba de su objetivo: repetir sus ideas una y otra vez en un intento inconsciente de convencerse a sí mismo, vencer su inseguridad. Era una de esas personas que prefieren tener una idea equivocada a no tener ninguna.

—Permitidme -dijo el joven, mirando a la mujer-, solicitar una tercera opinión, la vuestra, que tal vez nos permita salir de este enredo. En ocasiones la intuición de las mujeres es más eficaz que la tozudez de los hombres, pues aquellas no buscan el prestigio en la conversación.

—¿Me acusáis de buscarlo yo? -preguntó con una sonrisa el barón-; ignoro si las mujeres persiguen el lucimiento personal, pues no soy una mujer y desconozco lo que habita en su mente, del mismo modo que no sé nada de los hombres, excepto que cuando una mujer se halla presente se tornan más locuaces. No obstante, estoy deseando conocer la opinión de Vivianne,

—Antes -dijo ella-, debería ser puesta en antecedentes.

—Es sencillo -explicó el barón-, Frederick piensa que han de anteponerse las normas a la espontaneidad.

—Las normas que uno mismo se ha impuesto y que le ayudan a obrar rectamente -corrigió Frederick.

—Precisamente yo niego la posibilidad de hallar normas que nos aseguren estar obrando rectamente -señaló el barón-. Pero no comencemos de nuevo

—Tal vez esas normas se expresan en la propia rectitud de nuestros actos -aventuró Vivianne.

—Confirmáis mi opinión -dijo Frederick con una amplia sonrisa.

—Permitid que os contradiga -dijo el barón-; Vivianne, con sus palabras dice claramente que no es posible establecer leyes en nuestra conducta, sino que nacen por sí solas.

—Tenía razón -dijo Vivianne resignada-; quedaos cada uno con la interpretación que más os complazca; la conversación continúa en el lugar en que se hallaba, pero creo más interesante abandonar la partida tal como ha quedado, en tablas.

Los dos hombres aceptaron de buena gana la propuesta. Frederick hizo notar qué el fuego de la chimenea comenzaba a morir y se ofreció a buscar leña.

—¿No sería mejor avisar a un criado? -preguntó el barón.

—No hay necesidad de despertarles. A indicación mía se han retirado -dijo Frederick-; de todos modos, aunque os parezca erróneo, determinadas tareas de la servidumbre me resultan gratas y hasta apetecibles.

—Respeto vuestra afición a la vida salvaje -contestó el barón-, pero vuestros criados se sentirán molestos si descubren que no prepararon el fuego convenientemente, y si no les reprendéis por ello, lamentarán estar al servicio de un amo sin la necesaria autoridad.

—A veces me pregunto si nuestra actitud será la idónea para con nuestros inferiores. Soplan vientos de renovación y tal vez algún día ellos serán los señores y nosotros los siervos.

—Espero que su profecía no se cumpla jamás -dijo Vivianne.

—No sucederá si evitamos dejarnos llevar por falsos sentimientos igualitarios. La humanidad está condenada a mandar y a ser mandada. Si considerara posible esa utopía de igualdad, lucharía por su consecución, pero los esclavos no se rebelan para abolir el poder, sino para sustituir a sus señores. Y esa sustitución solo es factible cuando el que manda se muestra débil. Habláis -prosiguió el barón- de la libertad de elegir: el que obedece no tiene elección. Considero, pues, justo que el que manda se resigne a representar su papel sin buscar consuelo en una supuesta actitud humanitaria que le libre de sus remordimientos. Id vos por leña si así os lo indica vuestra norma; por mi parte, si Vivianne accede, intentaré derribar al pequeño rey del tablero de ajedrez.

Continuará…



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Sobre El Duelo

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