Animales políticos
Contra el juicio instantáneo 2
“La naturaleza arrastra instintivamente, a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de todos los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia.”
Aristóteles, Política
No cabe duda de que la política es el reino de la subjetividad desbocada.
Si la madurez de una ciencia se rige por el acuerdo acerca de ciertos parámetros básicos, entonces la ciencia política todavía está muy lejos, no ya de la madurez, sino de la adolescencia.
En los párrafos que siguen, si el lector está afectado por esa inmadurez propia del pensamiento político (y me atrevo a pensar que algunos lectores lo estarán), en ocasiones se sentirá aludido o pensará que estoy atacando a partidos o ideologías que le resultan afines. Puedo asegurarle que esa impresión será errónea: mi intención es mostrar cómo nos afecta el mecanismo de la respuesta instantánea o el juicio apresurado en el terreno político, pero no pretendo atacar o defender ninguna opción política en concreto.
Considero que en ocasiones, como dije en ¿Somos cebras o termostatos?, al menos cuando no nos jugamos la vida o la supervivencia podemos y debemos dedicarnos al delicioso arte de buscar la verdad, las pequeñas verdades siempre transitorias de la vida, y a disfrutar con la discusión honesta, en vez de jugar con cartas marcadas, como hacemos habitualmente. En esa dirección va esta pequeña investigación, así que no tema el lector acabar siendo convencido de algo que choque con sus “más firmes e íntimas convicciones”. Mi propósito es más ambicioso que intentar cambiar sus opiniones políticas: solo quiero mostrarle que se puede y se debe pensar mejor, en especial en el terreno de la política.
Me permito ofrecer, antes de comenzar, un consejo que me resultó muy útil en la adolescencia, cuando leí vorazmente a Bertrand Russell: si le plantean un dilema político, venía a decir Russell, olvídese de los protagonistas de ese hecho: quíteles el rostro, hágalos anónimos, conviértalos en X y en Y, o en A, B, C y D.
Olvide que fue Churchill el que dijo esto o lo otro y piense: “Fue “X” el que dijo esto o lo otro”. Analice el hecho político con ese criterio. Eso le ayudará a darse cuenta de si la opinión que está examinando es correcta, válida o interesante, al margen de quien sea su autor.
En definitiva, si a lo largo de este texto encuentras ejemplos con nombre y apellidos que activan tu mente política emocional, convierte esos nombres y apellidos en una X o en una Y, y solo después opina acerca de esas ideas.
Para no moverme en terrenos etéreos, he querido elegir un ejemplo de actualidad para ilustrar el pensamiento instantáneo en política, pero podría ser cualquier otro.
Sobre ser o no ser ni de izquierdas ni de derechas
Las discusiones acerca de lo que significa situarse en un extremo u otro del espectro político suelen hacerse interminables y pocas veces llevan a conclusiones indiscutibles.
Lo habitual es que cada persona se defina a sí misma de manera firme como de izquierdas o de derechas, o incluso de centro. Sin embargo, en las situaciones de crisis o grandes incertidumbres, como en la actualidad en España, Francia o Italia, muchos decidan definirse como “ni de izquierdas ni de derechas”, como hacen partidos como el de Beppe Grillo en Italia, Podemos o Ciudadanos en España, e incluso el Frente Nacional en Francia, a pesar de que para los otros partidos está bastante claro que se trata de un partido de extrema derecha.
No es mi intención detenerme aquí a intentar resolver la difícil cuestión de qué significa ser de derechas y qué significa ser de izquierdas, y menos aún ocuparme de clasificaciones más complejas, como “liberal”, “conservador”, “socialista”, “socialdemócrata” o “comunista”. Tan solo quiero señalar que este es uno de esos asuntos en los que parecemos sentirnos obligados a dar una respuesta rápida: “Yo soy de derechas”, “Yo soy de izquierdas”,”Yo no soy de derechas ni de izquierdas”.
Me temo que aquí se puede aplicar aquello que decía Paul Watzlawick. Hay ciertas cuestiones en las que, en vez de intentar entender lo que nos dicen los demás, o lo que pensamos acerca de algo, lo primero que nos preguntamos es dónde estaremos situados si opinamos esto o si opinamos lo otro. Nuestra opinión, en consecuencia, depende de en qué lugar nos coloca adoptar una u otra opinión. Esa es probablemente la razón de que en la discusión política se emplee tan a menudo el término “posición” como sinónimo de “opinión”.
En definitiva, en vez de considerar la fuerza de las razones o examinar los hechos que se nos presentan, lo que analizamos, mediante los mecanismos de respuesta rápida, es: “¿Quién opina esto?”, “¿Por qué esa persona opina esto?”, “¿Quien, que nosotros admiremos o despreciemos, opina de la misma manera?”, “¿Con qué ideología, tendencia o partido se identifica esta opinión?”.
Después de este rápido escaneo mental de las consecuencias de opinar una u otra cosa, es cuando por fin decidimos qué es lo que opinamos nosotros. No hace falta aclarar que eso que opinamos coincide siempre (¡Oh, casualidad!) con aquello que estratégicamente nos conviene a nosotros, al líder al que admiramos, o al partido político o la ideología en la que hemos depositado nuestra confianza y nuestra fidelidad.
Ahora bien, no se debe pensar que esta manera táctica de pensar nos impide cambiar de opinión: al contrario, podemos cambiar de opinión muy a menudo: tanto como lo haga el líder o dirigente que admiramos, o el grupo ideológico o político al que nos sentimos cercanos. Esta semana quizá pensamos que nos situamos a la izquierda de la socialdemocracia y el socialismo, pero la semana que viene quizá podemos movernos al terreno de la izquierda moderada, y la próxima a la indefinición ideológica. Todo de pende de cómo se mueva nuestro líder o nuestro grupo.
Los continuos movimientos tácticos de los partidos o dirigentes, provoca no solo una nueva respuesta automática en sus seguidores, que se resitúan en el tablero político, sino que alientan una reacción semejante, pero inversa, en sus rivales: quienes hace unas semanas rechazaban a un partido político por ser de extrema izquierda, ahora lo pueden rechazar porque es demasiado moderado, y mañana porque no es ni de izquierdas ni de derechas.
Recuerde el lector, al que tal vez ya se la habrán activado las alarmas de la identidad política, por creer que estoy insinuando algo que desprestigia a su opción política favorita, que lo que aquí pretendo es analizar el mecanismo de respuesta rápida, no las razones de unos y otros. No estamos discutiendo si es bueno ser de derechas, de izquierdas o ni de derechas ni de izquierdas, sino el cómo se reacciona, a favor o en contra de una u otra cosa, en función de “dónde nos sitúa” el opinar una cosa u otra. Lo que quiero decir, en definitiva, es que hay muchos argumentos para sostener que es mejor ser de derechas, ser de izquierdas, o ser “ni de izquierdas ni de derechas”, pero existen maneras honestas de usar esos argumentos y maneras partidistas o manipuladoras.
Pensemos por un momento en algunas de las posibilidades que nos ofrece la definición “Ni de izquierdas ni de derechas”.
En primer lugar, podemos analizar el accidente histórico que explica el origen de las derechas y las izquierdas, que se debe a cómo se sentaban los diputados en el parlamento revolucionario francés. Este capricho histórico ha tenido como consecuencia una definición espacial de la política de muy importantes consecuencias, que quizá explique esa otra referencia espacial que implica el referirse a la opinión política de uno como su “posición”.
En segundo, o tercer lugar, podríamos recordar a aquellos que han defendido la idea de no ser ni de izquierdas ni de derechas a lo largo de la historia, desde el falangista José Antonio Primo de Rivera o el ministro franquista Fernández de la Mora y su libro El crepúsculo de las ideologías, hasta los comunistas Lenin o Mao, que lanzaban periódicamente ataques contra los “derechistas” o contra los “izquierdistas” en función de sus intereses del momento. También podemos recordar a Adolfo Suárez, artífice de la transición que llevó a España de la dictadura a la democracia y que definió un espacio político equidistante de izquierdas y derechas: el centro. O podemos traer a colación al cristiano Maritain y su camino lejos de la izquierda y de la derecha. O la tercera vía de Blair y otros políticos.
También podemos recordar lo que decía el cineasta Eric Rohmer en los años sesenta, cuando admitía que él solía considerase de izquierdas, pero enseguida añadía que si ser de izquierdas era defender la dictadura soviética y china, la represión de las libertades públicas y la falta de libertad de prensa o la pena de muerte aplicada en los países comunistas y revolucionarios, como observaba que defendían las personas que se llamaban a sí mismas de izquierdas, entonces él no era de izquierdas, aunque no estaba del todo claro si eso hacía que fuera de derechas.
Como se ve, podemos emplear todo tipo de razones para argumentar a favor o en contra de ser o no ser “ni de derechas ni de izquierdas”.
El problema es que esos argumentos, perfectamente válidos en una discusión sensata, no se suelen emplear como argumentos, sino como armas arrojadizas. No se recurre a ellos para iluminar una discusión, sino para oscurecerla, no se emplean para facilitar el entendimiento, sino para entorpecerlo. No se usan, en definitiva, porque a uno le parezcan sensatos y razonables, sino porque pueden ser lanzados contra nuestros rivales. Cuando esos rivales se declaran de extrema izquierda, lanzamos contra ellos las peores experiencias de la extrema izquierda en el siglo XX, o aquello que dijo Rohmer y que ya he mencionado; cuando se declaran “ni de izquierdas ni de derechas” respondemos que eso mismo decían los fascistas y los falangistas, o dictadores comunistas como Lenin y Mao. Sea como sea, siempre tendremos a mano un argumento, o mejor dicho una piedra, que arrojar al rival.
Por eso, resulta muy llamativa la reciente descalificación que se ha hecho en España, por parte de los opositores a Pablo Iglesias y Podemos, de la idea de “no ser de izquierdas ni de derechas”, algo en lo que, y aquí está la divertida paradoja, el propio Pablo Iglesias fue pionero, cuando definió la postura de Rosa Díez y su partido UPyD como “fascismo blando”… precisamente porque se había definido a sí misma y a UPyD como “ni de izquierdas ni de derechas”. Pablo Iglesias, en consecuencia, arrojó entonces la misma piedra que ahora le arrojan a él. Lo curioso es que el cambio de opinión (al menos de cara a sus electores) de Pablo Iglesias ha traído una curiosa consecuencia, que he podido observar entre mis amistades, familiares y conocidos: personas que hace no mucho tiempo pensaban que no ser de derechas ni de izquierdas era despreciable, ahora consideran que es una postura razonable, mientras que quienes pensaban que era algo razonable ahora piensan que es detestable.
De este tipo de paradojas está llena la agitada vida política actual en España, pero casi todas esas confusiones, incoherencias y contradicciones nacen de esa urgencia por definirnos cuanto antes, de opinar de todo ipso facto, de situarnos de manera clara en un tablero político que, en realidad, no tiene casillas, porque ese tablero se construye en función de un mapa de relaciones que nos mantiene cerca o lejos de aquellos que admiramos o detestamos. Por eso, para saber qué opinaremos mañana, nos vemos obligados a averiguar primero qué es lo que opinan esta noche los nuestros y qué es lo que opinan los otros. Solo entonces, sin necesidad de razonar, podremos opinar con plenas garantías de no equivocarnos, aunque eso nos obligue a decir lo contrario de lo que dijimos ayer.
Mi opinión personal es que sería bueno poder argumentar acerca de la conveniencia o no de ser de derechas o de izquierdas, o ni de derechas ni de izquierdas, o de no ser nada en particular, sin que ello signifique que estás cerca o lejos de este o aquel partido político o de aquel incendiario líder o tertuliano y que, en consecuencia, tus argumentos dejen de ser escuchados.
Que los partidos políticos usen estrategias de ese tipo es perfectamente razonable, porque la esencia de un partido político consiste en crear una identidad común que haga que sus seguidores no tengan la tentación de cambiar de cuadra, al sentirse parte de un mismo proyecto, de un mismo sueño, de una misma esperanza, o al menos de una misma asociación para obtener beneficios espirituales o materiales. Lo entiendo y sé que es parte casi inevitable del juego político, pero no veo la necesidad de que quienes no nos dedicamos a la política activa tengamos que comportarnos en nuestra vida cotidiana como políticos en un debate televisivo. La realidad es mucho más compleja e interesante y podemos analizarla sin temor a índices de audiencia o a votaciones plebiscitarias.
Creo que fue fue Bill Clinton quien popularizó en el mundo de la alta política aquello de KISS (“Keep it Simple, stupid”/”Mantenlo simple, estúpido”), que, como es obvio, quiere decir: “Cuéntalo simple, porque los electores son estúpidos”. Al parecer, en política funcionan muy bien los mensajes simples. Pero me parece que quienes no nos dedicamos a la política podemos dar y recibir algo más que eslóganes simples de nuestros amigos y contertulios. Deberíamos poder divertirnos, equivocarnos, rectificar, tantear, suponer, sugerir y dudar en una discusión política con amigos y conocidos. Reflexionar sin adoctrinar, dudar sin temer que eso proporcione armas a “nuestros enemigos”, comparar ideas sin que ello implique que defendemos unas u otras y, sobre todo pensar un poco más antes de decir cualquier cosa. Es decir, evitar la respuesta instantánea y automática ante cualquier novedad, noticia u opinión política. Pensar despacio, en definitiva.
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[Escrito en la Escuela de cine de San Antonio de los baños (Cuba), en febrero-marzo de 2015]
DUDA RAZONABLE
En La página noALT traté hace años algunas cuestiones relacionadas
con la polarización política, ideológica e idealógica. Y en especial el uso de ideas como armas arrojadizas aquí: “La evolución de las piedras“