América telúrica

|| «Perspectivas sudamericanas», por el Conde de Keyserling

||| Sur 2

||| Libros que caminan

  

A comienzos del siglo XX era frecuente que los intelectuales de todo el mundo se preguntaran qué era una nación, en qué consistía el «ser» nacional. Que significaba ser español, alemán, ruso, chino, japonés. Las páginas de las revistas y los estantes de la bibliotecas se llenaron de artículos y libros que se preguntaban por esa esencia nacional, que a veces era incluso supranacional: qué significaba ser europeo, americano, latinoamericano, asiático, ario o judío.

Ortega y Gasset tampoco escapó a esta obsesión. Recuerdo vagamente algunos pasajes, tal vez en La rebelión de las masas, donde se lamentaba (aunque quizá también con un deje de amarga satisfacción), por el hecho de que los rusos, los españoles y los alemanes se preguntaran constantemente acerca de en qué consistía su ser nacional, una preocupación que parecía ausente en Francia y, por supuesto, en Gran Bretaña. Hace poco, leí algunas páginas de un extraordinario volumen dedicado a la historia de Gran Bretaña, llamado Britain, y pude constatar que los británicos siguen sin darle demasiada importancia a qué sea eso de ser británico, pues los autores aceptaban que no había ninguna manera de definir lo británico desde un punto de vista racial, étnico o incluso histórico, pero añadían que no había que preocuparse por ello y que Gran Bretaña era, antes que otra cosa, un proyecto común en el que había ciertos parámetros que permitían hablar de manera ligera del ser británico, como el idioma, Shakespeare, Sherlock Holmes o la seguridad social (no sé si eran estos los ejemplos elegidos o si yo he añadido algunos).

En revistas como Sur, fundada en Argentina por Victoria Ocampo, o en Revista de Occidente, dirigida por el propio Ortega en España, esa pregunta por el ser nacional era una constante. Si repasamos la hemeroteca, descubriremos que en el número 4 de Sur, publicado en 1931, aparece un artículo de Waldo Frank acerca de España y Latinoamérica («El mundo atlántico»), mientras que en el número 2 es el Conde de Keyserling quien reflexiona sobre el asunto en «Perspectivas sudamericanas». En ambos casos, se trata de visiones estupendas, en el sentido en el que Valle Inclán usaba la palabra y que hoy se conserva en expresiones poco usadas, como «No te pongas estupendo». Es decir, magníficas síntesis que definen de un plumazo a civilizaciones enteras, en este caso los opuestos representados por el mundo latino frente al anglosajón, o bien (dualidad casi equivalente en la época) el mundo católico frente al protestante. En especial, se contraponía entonces al habitante de Europa y los Estados Unidos, al que habitualmente se denominaba «americano» sin más o «norteamericano» (ya entonces como ahora era frecuente el olvido de México y Canadá), con aquel otro que habitaba al sur del Río Grande, a los que también se denominaba de forma harto generosa «sudamericanos», pues se incluía a Cuba, México o Guatemala, una costumbre que he observado sigue practicándose en España. Del mismo modo, se contraponía la Europa del norte con la que se extiende al sur de los pirineos, es decir, España y Portugal.

En esas comparaciones, a veces con una declarada simpatía hacia los sureños, como en el caso de Waldo Frank, o con elogios al primitivismo no carentes de cierto veneno aristocrático, como en el caso del Conde de Keyseling, se intenta contraponer el mundo desarrollado pero frío, interesado y cerebral del norte a las tierras en las que perdura un cierto primitivismo colorido y pasional, allá en el sur. Recuérdese, por si sirve de algo, que estamos hablando de 1931. Keyserling considera que en América del Sur se ha conservado no una  esencia milenaria, sino casi geológica:

«Solamente allí es donde se encuentra todavía en los humanos esa vida pri­mordial que existió sin duda durante millones de años, antes de que descendiese el espíritu». 

No en vano, nos dice Keyserling, en América del Sur hubo animales antediluvianos «hasta el siglo V de nuestra era», por lo que le parece un acierto tremendo el que Arthur Conan Doyle situara allí su mundo perdido, en el que los dinosaurios campaban  a sus anchas. A cambio de su primitivismo, los sudamericanos de Keyserling tienen virtudes como la generosidad, o lo que el prefiere calificar como «desprendimiento exhuberante», o la simpática imprevisión y una vida dominada por el sentimiento y la emoción de manera avasalladora.

¿Tienen algo de cierto las generalizaciones de Keyserling o las de Frank?

Lo ignoro. A veces los escritores, filósofos y viajeros parecen dar con rasgos, no diré nacionales pero sí idiosincráticos, de los españoles, de los argentinos o de los mexicanos ante los que no tenemos más remedio que exclamar: «¡Qué buen ojo!», o al menos: «¡Qué divertido!», pero el defecto de este tipo de escritos no es el modesto número de sus más o menos precisas observaciones sino la desmesura de sus ambiciones teóricas. Quizá se encuentre en ellos, es cierto, observaciones más o menos atinadas, más o menos subjetivas, más o menos precisas, ante las que podemos asentir o disentir, pero el error está en el exceso de intentar construir a partir de ellas esas visiones estupendas a las que antes me referí, esos frescos del alma latina, española, europea, americana, tan deslumbrantes y avasalladores pero también tan llenos de prejuicios y de tópicos, visiones en definitiva simplistas que, por otra parte, a menudo compartimos los propios nativos, los españoles o los latinoamericanos, que repetimos de manera entusiasta el retrato que viajeros ya olvidados hicieron de nosotros y que ahora nosotros consideramos como propio. Una de las muestras de esa imitación de visiones estereotipadas son muchas versiones del llamado indigenismo, que repiten lo que decían aquellos viajeros en busca del exotismo perdido. Según tengo entendido, no solo en Argentina, sino en otros países, la influencia de Keyserling fue inmensa, creo que en especial en México. Muchas veces cuando escucho a personas de América hablar de lo indígena me parece estar escuchando los viejos discursos del Conde de Keyserling acerca de lo indio. Hoy en día, Keyserling ocupa el lugar de una nota a pie de página en los libros de pensadores del siglo XX, de manera similar a otros que también en su momento fueron casi ídolos de masas, como Karl Krauss. No diré si eso es justo o injusto, pues no tengo elementos de juicio para opinar con cierto criterio.

Bandolero (¿de la Sierra Morena?) y su moza en la visión del francés Gustave Doré, a quien debemos la imagen más célebre de Don Quijote

Ahora, casi ochenta años después del artículo de Keyserling o el de Waldo Frank (otro ilustre olvidado), los españoles, que entonces todavía formábamos parte de ese mundo primordial y primigenio, hemos sido desterrados de él y hemos accedido al mundo de los pueblos viejos y sin alma, cansados y cansinos, según una frecuente descripción, repetida, en especial, por algunos españoles. Algunos viajeros y no pocos españoles nostálgicos parece como si desearan que volviéramos a ser aquel pueblo semi salvaje de bandoleros de Sierra Morena que se divertía más pegando al tonto del pueblo o lanzando cabras desde un campanario (costumbre que todavía se mantiene en algún lugar) que viendo una inocua serie de televisión en su cómodo sillón de su confortable hogar. ¡Qué vida más triste! Volvamos a las viejas sanas costumbres de nuestros ancestros.

Quizá «El Tempranillo» en duelo de navajas

Lo que sí está claro es que la mayoría de los españoles ya no estamos obsesionados por la esencia de lo español y que, con excepción de alguna exaltación futbolera, pocas veces sacamos la bandera a pasear o la exhibimos en los balcones, hasta el punto de que si vemos una bandera española en un balcón deducimos con bastante probabilidad de acertar que allí habita un nacionalista, un individuo perteneciente a una especie que, como sabemos por experiencia repetida, se encuentra muy cerca de la derecha más rancia. Es posible que este juicios sea injusto, pero es una realidad. No podemos hacer idénticas deducciones, sin embargo, cuando vemos banderas locales en otros lugares de España, digamos las catalanas, las gallegas o las vascas, no porque esa exhibición balconera no implique que allí vive un nacionalista, pues esa hipótesis también será la más atinada, sino porque ese nacionalista puede pertenecer tanto a la derecha más rancia como a la izquierda más rancia.

Alguien dirá, con razón, que el adjetivo «rancio» sobra, puesto que ya se sobrentiende en la palabra «nacionalista». Es cierto, y pido disculpas por el pleonasmo: no se puede ser nacionalista sin ser rancio y antiguo, pues es en la antigüedad donde el nacionalista busca esa esencia de su ser a la que me referí antes. El nacionalista, es cierto, no desea ser lo que es, sino ser lo que fue. Aquello que supuestamente fueron sus abuelos, o lo que deberían haber sido o, si se prefiere, lo que él mismo será él en un futuro soñado en el que logrará ser aquello que siempre debió haber sido, cuando su tierra sea liberada del cruel yugo extranjero.

Pues bien, España ya no es esa tierra incognita llena de primitivos que tanto fascinaba a los viajeros de la cansada y vieja Europa al norte de los Pirineos, porque ahora ya somos también la vieja Europa, una denominación que nunca he entendido, puesto que la especie humana comenzó, al menos según los conocimientos actuales, en África, y las primeras civilizaciones están también en África (Egipto), en Asia (Mesopotamia, Harapa, China), y puesto que incluso en América hay culturas anteriores o contemporáneas de las europeas. Europa como tal, como entidad política, es bastante joven, quinientos años si retrocedemos hasta los preludios y apenas cincuenta o sesenta años si nos referimos a la unidad política. Sospecho que la denominación «vieja Europa» procede de los descendientes de los viejos europeos, que de este modo se refieren a lo que fueron y ya no son, aunque en cierto modo ellos conservan mejor que nosotros ciertas características de aquellos viejos europeos que en la propia Europa ya se han perdido, porque, como bien apunta Waldo Frank en su artículo en Sur, a América Latina no viajaron los protagonistas del Renacimiento sino los que se sentían ajenos a esa nueva Europa que estaba creándose en ese momento, a veces para bien y a veces para mal, supongo, pues no tengo yo ánimos para hacer aquí ahora una síntesis estupenda de esas que acabo de rechazar.


[Escuchado en los primeros meses de 2016, escrito en mayo de 2016]

Modificado en enero de 2017]

Libros que caminan

[pt_view id=»b63abe0a76″]

 

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *