Zeami, el teatro Nô y el jo ha kyu

En Las paradojas del guionista conté con mucho detalle el asunto de las tres partes de un guión, pero también intento aclarar la confusión en la que caen incluso teóricos como Robert McKee al confundir planteamiento, desarrollo y desenlace con esos supuestos tres actos que todo guión debe tener. Para distinguir entre ambas cosas, empleo el ejemplo de La ronda, de Schnitzler, una obra que tiene tres «actos» en el sentido de planteamiento, desarrrollo y desenlace, a pesar de estar compuesta por diez actos.

También me refiero a otros teóricos de las tres partes de una obra, como el japonés Zeami, quien opinaba que no solo ha de haber planteamiento, desarrollo y desenlace en una obra, sino también en cada una de las divisiones de esa obra, en cada frase y en cada palabra. Se trata del concepto llamadao Jo Ha Kyu:

«En Japón, esta división de la obra en tres partes tiene su origen en la danza y la música llamada Bugaku que se divide en: un comienzo más o menos lento y tranquilo (jo), que se ve roto por un movimiento más agitado y variado (ha) que conduce progresivamente a un final rápido (kyu), que culmina toda la secuencia, tras la cual puede comenzar otra unidad jo-ha-kyu en la que de nuevo se aprecia un incremento gradual de intensidad y velocidad.»

(Las paradojas del guionista)

Puedes ver un fragmento de una obra bugaku aquí: Bugaku

El creador del moderno teatro Nô japonés, Zeami, expresa así la idea del jo ha kyu en su Fushikaden:

«Así como en todas las cosas existe introducción, desarrollo y desenlace, lo mismo pasa con el sargaku [precedente del Nô]».


zeami
Zeami (1363-1443), creador del teatro Nô
Zeami Motokiyo era hijo de Kanami un famoso actor, del que heredó sus enseñanzas, que mantenía en secreto, pues eso le hacía superior a sus rivales. Zeami actuó siendo niño ante el shogun Ashikaga Yoshimitsu y recibió a partir de entonces su protección, además de convertirse, al parecer, en su amante. Pero cuando murió el shogun, Zeami no obtuvo el apoyo del nuevo gobernante, y tuvo que exiliarse.

Durante siglos se recordó a Zeami como actor y escritor de obras de teatro Nô, pero en 1909 se descubrieron unos manuscritos en los que explicaba sus secretos artísticos, se trata del manual de teatro llamado Fushikaden.


 

fushikaden
Portada del Fushikaden de Zeami, una edición extraordinaria a cargo de Javier Rubiera e Hidehito Higashitani. Además del tratado de Zeami, se incluyen cuatro de sus dramas Nô.

El Fushikaden contiene muchos pasajes interesantes y me parece que Zeami demuestra una inteligencia y perspicacia notables, como cuando discute si el artista debe complacer a los que tienen buen ojo crítico o a los que carecen de él:

«En general hay muchos modos de conseguir fama y prestigio en el Nô. Es difícil que un diestro satisfaga el corazón de los que no tiene buen ojo crítico. No suele ocurrir que un actor torpe resulte bien a los ojos de los que tienen buen ojo crítico. El que un diestro no satisfaga el corazón de los que no tienen buen ojo crítico se debe a la incapacidad de los ojos de los que no tienen buen ojo crítico, pero si es un diestro que ha alcanzado la maestría y además un actor que posee invención de recursos, actuará de tal manera que también a los ojos de los que no tienen buen ojo crítico se suscitará el interés. Se podría decir que un actor que haya alcanzado la máxima categoría en esta invención de recursos y maestría ha alcanzado la flor [la cima de su arte] (…) Precisamente ese actor que haya conseguido tal grado tendrá reconocimiento público y tambien hasta de la gente de países lejanos y de las zonas rurales, todos sin excepción lo encontrarán interesante (…)».

Son consideraciones que nos hacen pensar en autores como Shakespeare o los clásicos griegos, que también eran capaces de interesar al mismo tiempo a los iniciados y a los profanos, mientras que otros sólo son capaces de gustar al público más vulgar o al público más selecto, dos públicos que suelen coincidir en su rígida respuesta ante todo lo que no se ajusta a su prejuicios. Zeami, como Moliere o Shakespeare, no sólo escribía obras, sino que también las representaba, por lo que conocía las dificultades de complacer a todos los espectadores sin dejar fuera ni a lo que subvencionarían sus trabajos ni a quienes llenarían las salas.

«En cuanto a este arte, el ser querido y apreciado por todos se considera como base de la felicidad en el mantenimiento de la compañía. Por eso, si exclusivamente se muestra sólo un estilo incomprensible, no habrá elogios de nadie. Por esta razón, sin olvidarse del espíritu del principiante en el Nô, dependiendo del momento y del lugar, hay que actuar de tal manera que se convenza al ojo vulgar; eso sí que es la felicidad.»

El artista que se gana la vida con su trabajo y que se ve obligado constantemente a depender del público no puede comportarse como aquel que se mantiene alejado y a cubierto: tiene que conocer lo que los griegos llamaban el kairós, el momento adecuado para cada cosa, la respuesta idónea en cada situación. Debe adaptarse, refrenar a menudo su deseo de deslumbrar con algo que no va a ser entendido, o eliminar un chiste privado cuando es solo una fatuidad que entorpece el desarrollo de la obra. Curiosamente, estas limitaciones que pone el mundo real a la imaginación del artista, casi siempre mejoran lo que produce, lo obligan a traducirse, a hacerse entender, explicarse, lo que muchas veces mejora sus primeras ideas. Aunque durante años se despreció a Shakespeare por alternar lo sublime y lo vulgar, desde hace mucho tiempo sabemos que esa característica es la que lo convierte en superior a los artistas vulgares pero también a los sublimes.



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