Recuerdos de infancia y Feynman
Me han sorprendido algunas coincidencias entre mis aficiones y las de Feynman. La diferencia es que yo solo he pensado algunas de las cosas que él pensó, pero que él, además, las desarrolló de una manera práctica.
Me he encontrado como él, y supongo que como muchos otro s niños, ante el problema de tener que apagar un pequeño incendio, consecuencia de jugar con fuego. Siempre me gustó hacer pequeñas fogatas en los ceniceros o en el suelo de mi habitación, aunque mi intención era observar cómo se quemaban los papeles, retorciéndose en la llama, y a veces añadía soldaditos de plástico que se retorcían en un pavoroso incendio en medio de la batalla.
Creo que también tuve una vez un problema bastante grave (en Barcelona) con un juego de química que me regaló mi padre.
Hablando de juegos infantiles, recuerdo que en una ocasión decidí jugar a las canicas en mi habitación, de la misma manera que lo hacía en el patio del colegio. La cosa consistía en meter las canicas en un agujero. Como el suelo de mi habitación no tenía agujeros, al principio intenté jugar lanzando las canicas hacia la abertura de un vaso tendido horizontalmente, una idea que se me ocurrió al ver que así era como Rip Kirby jugaba al golf en su casa, pero lo cierto es que este sistema no me agradaba demasiado, así que decidí hacer un verdadero agujero. Cogí un cuchillo y empecé a rascar entre cuatro baldosas. No sé si esa misma noche o días después conseguí abrir un agujero bastante considerable a costa de estropear cuatro baldosas.
No recuerdo muy bien cómo me las ingenié para ocultar el agujero a la vista de mi madre, pero sí sé que ella acabó descubriéndolo y mi juego de canicas acabó, al poner una especie de parche de yeso en el lugar que antes ocupaba (o no ocupaba) mi agujero.
No son anécdotas divertidas como las de Feynman, pero me agrada recuperar hechos de esos años que creía haber olvidado. Por alguna razón, que no me explico, me cuesta mucho recordar sucesos anteriores a mis catorce años, aunque ese agujero en mi memoria también parece que está siendo rellenado en los últimos meses, quizá porque me esfuerzo en ello.
A mí también me gustaban mucho las radios, y he perdido bastante tiempo intentando arreglarlas después de haberlas desmontado, aunque con escaso éxito, al contrario que Feynman. Ahora intentaré arreglar una que tengo totalmente destrozada (para ello necesitaré un soldador), animado por los relatos de Feynman.
Recuerdo que también me sorprendió descubrir, en el curso de mis fracasadas reparaciones de radios, que al tocar el altavoz se oía el ruido del roce, pero nunca llegué a intuir la aplicación de este descubrimiento para usar el altavoz como micrófono.
Siguiendo con este pequeño recuerdo de sucesos de infancia: Santos Parrilla me contó una vez que un día se encontró a mi padre y le preguntó:
-¿Qué tal están tus hijos? (yo tenía unos dos años y mi hermana tres)
– Bueno, la niña está muy bien.. pero Daniel me parece que ha salido algo retrasado.
-¿Y eso?
– Bueno tiene casi dos años y todavía no habla ni una palabra.
Por cierto, para corregir este aparente retraso me dieron pastillas de fósforo o algo parecido.
Quizá esta tardía incorporación al lenguaje hablado haya sido la causa de que hasta los veinte años fuese yo incapaz de pronunciar la “s”, y de mi mala vocalización (que aún constituye uno de mis peores defectos, aunque espero corregirlo). Tal vez también influya en el hecho de que suele resultarme mucho más fácil y productivo expresarme por escrito que oralmente.
También me han contado que una vez me encerradon junto a otro niño en una habitación llena de juguetes, para poder estar ellos, los mayores, tranquilos. Yo no soporté el encierro y empecé a lanzar desde la ventana uno tras otro todos los juguetes, hasta dejar la habitación vacía. Según alguna versión, tal vez exagerada, los adultos entraron en la habitación justo a tiempo de evitar que tirase por la ventana a mi compañero de juegos.
Pero no era mi intención al empezar a escribir esto hablar de mí, o al menos no sólo de mí, sino de Feynman y de algunos rasgos caracteríales que compartimos. Lo anterior valdrá para cuando me decida a contar historias de mi infancia (entonces intentaré narrarlas de manera más divertida).
Comparto con Feynman esa “especie de compulsión para resolver rompecabezas y acertijos”; quizá esa compulsión sea la causa de que se me den bien los tests de inteligencia, no porque yo sea más inteligente que quienes obtienen peores resultados, sino porque disfruto resolviendo problemas. Creo que he leído, o me han dicho, que una persona de 25, 30 o 40 años no puede superar la puntuación que obtuvo en un test de inteligencia a los 14 o a los 18 años. Yo no creo que sea así. Creo que lo que pasa es que la gente suele tener menos deseos de resolver acertijos cuando deja atrás la adolescencia, que su capacidad de resolver problemas decrece o se dirige hacia otro tipo de cuestiones. Estoy convencido de que puedo mejorar la puntuación que obtuve en aquel test que hice a los 14 o 15 años. De hecho, lo hice en una ocasión, tras comprarme un libro de test de inteligencia.
Es curioso que, no sé si este año o el año pasado, se me ocurrió hacer lo que Feynman cuenta en las páginas 27-28: me propuse hallar por mí mismo y sin usar ningún tipo de ayuda, teoremas geométricos, reglas, relaciones, etcétera. Creo que también empecé con los triángulos, pero lo dejé después de descubrir dos o tres resultados. El asunto consistía en dibujar, por ejemplo, un triángulo con los tres lados iguales y descubrir maneras de calcular las distintas relaciones entre los ángulos, el área, etcétera. He de decir que mis conocimientos de geometría son practicamente inexistentes (por cierto, tengo que leer un artículo de Gardner en el que propone al lector hallar teoremas que sirvan para una geometría no euclidea; él mismo describe cómo es esa geometría).
También he sido y soy muy aficionado a inventar soluciones ingeniosas a pequeños problemas (en el libro de Feynman: páginas 28 a 35), aunque raramente las llevo a la práctica, y a hacer pequeñas investigaciones caseras. Durante algunos meses llevé a cabo una especie de experimento con lentejas, plantándolas en cajas de huevos de plástico y controlando rigurosamente, en una libreta que aún conservo, su crecimiento. Recuerdo que trazaba gráficos en los que cada ejemplar de lenteja era definido por un color y un nombre. Los nombres estaban sacados, si recuerdo bien, de la historia antigua: Asurbanipal, Akenaton, Alexander, etcétera.