La mesa en la que escribo está situada frente a una ventana. Muchas veces dudo si no sería mejor que estuviese frente a una pared, porque me da la impresión de que podría concentrarme mejor en un rincón apartado.
En lo alto, cegado por la claridad de la ventana, un dios hindú, digamos Durga, de seis brazos, cada uno con un objeto diferente, que cabalga sobre un tigre que muestra unos órganos sexuales muy desarrollados. Supongo que es un símbolo evidente de fecundidad.
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Durga y su tigre | El tigre fecundador |
Colgado de la contraventana hay una especie de amuleto que me regaló un visitante chino de la región de Yunnan. Es un colgante hecho con dos cuernos de cabrito, nueces, maderas y pequeñas campanas. Al lado hay un amuleto de la buena suerte chino más convencional.
En la ventana hay algunas postales o fotos, de Einstein montando en biclicleta, de una escultura griega y una foto polaroid de dos ojos que miran con cierto aire siniestro a cámara. Se trata de mis propios ojos.
Pero lo más importante es lo que yo llamo «árbol de Atenea», una planta que es casi un bonsai, porque la voy arreglando casi cada día, haciendo que crezca en vertical, como si fuera un árbol, en vez de dejar que sus tallos se doblen como suele suceder en esta especie, cuyo nombre ahora o recuerdo. ¿Por qué árbol de Atenea?
Es el árbol de Atenea porque sobre la tierra hay una lechuza que representa a la diosa Atenea. La pequeña escultura de metal es de origen griego y creo que me la regaló mi hermana Natalia tras una estancia en Atenas.
Atenea es la diosa de la sabiduría, así que confío en que me inspire cuando escribo. Para mantenerla contenta, cuando riego la planta derramo agua sobre la cabeza de la lechuza dorada. Sin embargo, cerca de Atenea también hay una cáscara de huevo semienterrada. Por dos razones: porque me dijeron que la cáscara de huevo es un excelente nutiente para la tierra (aunque tiene que estar machacada) y porque representa el huevo primigenio de los órficos, del que nació el cosmos.
Junto a todas estas divinidades escribo todos los días. Cualquiera relacionaría esta especie de altar a los dioses de Grecia, China y la India con un temperamento supersticioso, del que, sin embargo, carezco por completo, aunque creo que uno de los sentidos más interesantes del ritual o del simbolismo, quizá el único interesante, consiste en ayudar a la mente a ponerse en un cierto estado de ánimo, sugestionarnos, hacernos pensar en ciertas cosas, en ocasiones contagiarnos de cierta sensibilidad que nace de contemplar o pensar en cosas bellas, como puede hacerlo la música, un olor o incluso un sabor. Cuando visitamos la tumba de un amigo, no es que pensemos, al menos yo no lo hago, que allí esté todavía nuestro amigo, quizá ni siquiera están ya los huesos, porque a menudo se cambian de lugar sin que los familiares lo sepan, pero nosotros nos ponemos en el estado de ánimo de estar junto a la tumba de un amigo y eso nos hace pensar en él y en cierto modo traerlo al mundo de los vivos, aunque sólo sea mediante las sinapsis neuronales que generan nuestros propio recuerdos. Douglas Hofstadter ha escrito, en su libro Yo soy un extraño bucle, páginas interesantísimas, razonadas, razonables y sugerentes acerca de cómo los demás viven en nosotros .
Atenea y el huevo órfico
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OTRAS ENTRADAS DE MEMORABILIA
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