
Aunque no siempre es cierto que la historia la escriban los vencedores, sÍ es frecuente que la historia esté escrita a la medida de los intereses actuales y del mito nacional o de origen que se quiere reforzar.
De este modo, todos nos referImos a la Revolución francesa de 1789 como La Revolución, a pesar de que antes tuvo lugar la Revolución Americana de 1776, que ya había puesto en práctica muchas de las ideas luego adoptadas en Francia y había repuesto el orden republicano frente al monárquico.
Pero es que ya mucho antes, en 1649, se había proclamado la República inglesa, que, además, del mismo modo que la francesa, llevó a la ejecución del rey y que, de nuevo del mismo modo que la francesa, acabó en dictadura y terror en manos de Cromwell.
Pero no recordamos esta revolución como la verdadera revolución porque, tras los desastres de la guerra civil y la dictadura puritana, los ingleses fabricaron esa especie de República monárquica que es la monarquía parlamentaria.
Pero si finalmente la monarquía inglesa llegara a su fin, y hay razones para sospechar que puede suceder, el mito de origen inglés, dará una vuelta radical y buscará su primer día en aquella revolución, con lo que estaremos obligados (ante el nuevo orgullo republicano inglés) a reescribir la historia y el lugar que en ella ocupa la Revolución francesa (al menos en tanto que primera revolución).
Y entonces se recuperan proclamas que recuerdan a un Robespierre, a un Marat, a un danton avant la lettre, como esta de John Milton en su Areopagítica:
“El Parlamento de Inglaterra, asistido por gran número de gentes que a él se manifestaron y a él se adhirieron, fidelísimos en la defensa de la religión y de sus libertades civiles, juzgando por larga experiencia ser la realeza gobierno innecesario, agobiador y peligroso, la abolió justa y magnánimamente, convirtiendo la regia sumisión en república libre, con maravilla y terror de nuestros vecinos émulos”.
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