El primer libro contiene todos los libros

El primer libro no se escribió sobre papel, pergamino, bambú ni seda, sino sobre piedras y barro cocido. Se llama la Epopeya de Gilgamesh.

La epopeya de Gilgamesh en una tablilla de barro (pasaje que narra el diluvio)

Me estoy refiriendo al género de la ficción, porque el I Ching, escrito por una civilización que todavía no podía llamarse china, quizá sea anterior. Tampoco podemos asegurar que no se escribiera antes alguna crónica, novela, poema o drama ahora  perdido, que quizá convertiría en menos asombrosos los recursos literarios que descubrimos en el relato de Gilgamesh.

Aunque hoy en día consideramos la Epopeya de Gilgamesh un relato de ficción, quienes lo escribieron lo consideraban la crónica historia de un hecho verdadero. En El Mahabharata y otros libros del tiempo dije que el tiempo escribe y reescribe los libros, pero a veces también cambia su género literario, como en este caso.

En la epopeya, que es como uan novela aunque está escrita en versos, se cuenta la historia de Gilgamesh, rey de la ciudad sumeria de Uruk, su rivalidad y amistad con el hombre bestia Enkidu y su búsqueda de la inmortalidad. Se cree que el rey Gilgamesh vivió hacia el año 2650 antes de nuestra era.

Trescientos años después, cuando ya reinaba el acadio (semita) Sargón en la ciudad de Akad, comenzaron a escribirse las primeras historias acerca de Gilgamesh.

En tiempos del rey Hammurabi de Babilonia, hacia el -1700, se escribió la llamada “versión antigua” de la epopeya de Gilgamesh, que se difundió por todas las tierras vecinas, en especial durante la dominación de Babilonia por los casitas.

Hacia el año -1000, bajo el imperio asirio, un exorcista llamado Sinleke’unnennî realizó la versión más conocida hoy en día, llamada “ninivita” porque fue encontrada en las ruinas de Nínive, en la biblioteca del rey Asurbanipal. Podemos considerar que Sinleke es el primer autor conocido de la historia.

El hombre bestia Utanapishti lucha con un león

El último fragmento conservado de la epopeya es del año -250, aunque todavía en el año 200 de nuestra era el autor latino Claudio Eliano se refiere a un antiguo héroe al que llama Gilgamos.

La mención más reciente, nos dice Jean Bottéro, es la del monje nestoriano Teodoro bar Qoni, quien, en el año 600, “le llama Gilgmos y lo convierte en el último de una serie de diez reyes antiguos que fueron contemporáneos de Abraham”.

Joaquín San Martín asegura que su nombre aparece en conjuros musulmanes del siglo XV. Finalmente, existe otra curiosísima influencia de Gilgamesh de la que hablaré en otro momento.

 

Un libro precursor de muchos libros

La Epopeya de Gilgamesh fue no sólo la primera obra literaria de la humanidad, sino también el primer bestseller, pues se hicieron traduciones de la historia desde el sumerio original a lenguas semitas como el acadio, el asirio, el babilonio e incluso el arameo, la lengua que hablaba Jesucristo. Pero también fue traducido a lenguas indoeuropeas como el hitita y a otras que no son semitas ni indoeuropeas, como el hurrita.

La epopeya de Gilgamesh, por tanto, influyó en todas las culturas vecinas a Mesopotamia durante al menos dos milenios, pese a que después cayese en el olvido casi absoluto a lo largo de casi otros dos mil años, hasta que, en el siglo XIX, las expediciones arqueológicas rescataron las civilizaciones mesopotámicas y descifraron la escritura cuneiforme. Por eso resulta tan asombroso que en este primer libro estén contenidos todos los libros.

Gilgamesh

En efecto, siempre que vuelvo a leer La epopeya de Gilgamesh encuentro nuevos orígenes: el primer viaje, el primer diluvio, la primera amistad, la primera relación de amor homosexual, la primera dicotomía entre naturaleza y civilización, el mito del buen salvaje, la primera interpretación de los sueños, las primeras ceremonias iniciáticas, la primera explicación etiológica, la primera tentativa de escapar a la muerte, y tantas otras cosas que están ahí por primera vez, por la razón ya mencionada: se trata de la primera obra literaria, y en cierto sentido, aunque esté escrita en verso, es también, como dije antes, la primera novela.

El mito del diluvio de Noé, por ejemplo, es el plagio más antiguo conocido. En La epopeya de Gilgamesh, Noé se llama Utanapishti, un hombre al que los dioses dicen que construya un gran barco porque va a caer un terrible diluvio sobre la tierra:

“Embarqué a mi familia
Y a toda la gente de mi casa,
Y animales salvajes, grandes y pequeños”

Al cabo de días y días de lluvia, la tierra quedó cubierta por las aguas. Utanapishti lanzó al aire golondrinas y palomas, que siempre regresaban al barco, porque no tenían donde posarse. Finalmente, lanzó un cuervo:

«El cuervo se fue
Pero al ver que las aguas se habían retirado,
Picoteó, grazno, chapoteó
Y ya no regresó.”

Hay otras asombrosas coincidencias entre los textos del Antiguo Testamento y el relato de Gilgamesh (y otros textos mesopotámicos), que ayudan a reconstruir el complejo origen de esa religión que Abraham aprendió en Ur de los caldeos y que Moisés llevó a Palestina, tras la estancia en Egipto, pero creo que los investigadores no han advertido la deuda contraída por los autores judíos con uno de los pasajes finales de la Epopeya de Gilgamesh:

“Gilgamesh, entonces se sentó
y lloró.
Y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.”

El lector sin duda habrá advertido ese extraordinario matiz que introduce Sinleke’unnunni cuando dice que Gilgamesh “se sentó y lloró”. Lo habitual en estos casos, y eso es lo que hacen muchos narradores triviales, es decir tan sólo: “Lloró y las lágrimas resbalaban por sus mejillas”, pero Sinleke nos dice que Gilgamesh primero se sienta, y sólo entonces comienza a llorar. Es uno de esos detalles que nos permiten ver a través de la ficción la vida real, lo que James Wood llama, en Los mecanismos de la ficción, la hecceidad:

 “Por hecceidad entiendo cualquier detalle que atrae la abstracción hacia sí misma, y parece matar esa abstracción con una ráfaga de palpabilidad, cualquier detalle que centra nuestra atención gracias a su concreción”.

Uno de esos detalles concretos, dice Wood, se encuentra en Enrique IV de Shakespeare, cuando Falstaff cuenta cómo fue asaltado y describe el color del traje de sus atacantes: “Tres canallas vestidos de paño verde de Kendal me acometieron por la espalda». Otro es aquel de Flaubert en Madame Bovary, cuando Emma Bovary acaricia los zapatos de satén “cuyas suelas habían amarilleado con la cera de la tarima del baile”.  Otro cuando Homero nos cuenta que en la dura carrera por las armas de Aquiles el gran héroe Áyax resbala en «estiércol de vaca”. En esos pasajes vemos esos detalles concretos, el paño verde de Kendal, las suelas manchadas de cera amarilla de la pista de baile, el estiércol de vaca, que quizá son innecesarios, pero que transmiten una sensación de realidad.

Por otra parte, quizá a algunos lectores el párrafo de Sinleke cuando Gilgamesh se sienta y llora la pérdida de la planta de la juventud les habrá recordado el hermoso título de una de las novelas de Elizabeth Smart: En Grand Central Station me senté y lloré, o la versión de Paulo Coelho: A orillas del río Piedra me senté y lloré.

Smart y Coelho tal vez no supieran que sus títulos procedían de Gilgamesh y creyeran que el origen es el Salmo 137:

“Junto a los ríos de Babilonia,
allí nos sentábamos, y aun llorábamos,
acordándonos de Sion.”

Es, por cierto, una curiosa paradoja que el autor del vengativo texto bíblico, en el que se dice “Dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña” refiriéndose a Babilonia, iniciara su salmo con un brillante recurso literario copiado de esos enemigos a los que detesta.

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[Publicado por primera vez en Divertinajes, La biblioteca ideal]

Esta entrada pertenece tanto a La biblioteca imposible como a La epopeya de Gilgamesh y el Salmo 137 

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