Cómo adaptarse al medio audiovisual
En los años 80 y 90 del siglo pasado los guionistas tuvieron que adaptarse a varias teorías que dominaban el ecosistema de Hollywood y de la televisión convencional. Esas teorías insistían en la importancia de la estructura subyacente a toda historia que queramos contar. La estructura era el aspecto fundamental en un guión e incluso debía existir previamente a la escritura de cualquier guión. Primero se debía aplicar un modelo estructural definido y solo después escribir el guión.
En el cine comercial de Hollywood la estructura elegida fue el paradigma de Syd Field, que dominó durante unos veinte años de manera casi dictatorial, desde comienzos de los años 80 hasta comienzos del siglo XXI. Hacia el año 2000, Syd Field fue sustituido por otro gurú del guión, Robert Mckee. También fue habitual superponer a esas estructuras el llamado “Viaje del héroe”, que George Lucas descubrió en los libros del mitógrafo Joseph Campbell y que aplicó con entusiasmo a su saga galáctica Star Wars. Se trataba de un redescubrimiento o, como diría Arthur Danto, de una transfiguración del lugar común, ya que el viaje del héroe y otras estructuras parecidas eran bien conocidas en el folclore y la literatura desde Vladimir Propp e incluso antes, pues fueron formuladas de manera explícita por Otto Rank en El mito del nacimiento del héroe, ya en 1909.
Mientras todo esto sucedía en el cine, en televisión, el modelo a imitar fue la multitrama, desde que Steven Bochco la creó en 1980, o al menos la hizo popular, con Canción triste de Hill Street.
Cada una de estas propuestas estructurales tenía aspectos positivos y negativos: la claridad en la exposición y en el desarrollo de la historia, la capacidad para atraer y mantener la atención del espectador mediante continuos golpes de efecto, la creación de un modelo exportable a cualquier cultura. En definitiva, la elaboración de películas casi como en una cadena de montaje, como si se tratara de coches Ford o de una ristra de chorizos, como confesó un guionista de una importante productora española (Globo Media), lo que le supuso un buen rapapolvo de sus superiores. A pesar de que Hollywood siguió perdiendo espectadores en los años 80, las técnicas más comerciales y formulaicas de directores como Steven Spielberg o George Lucas, logró frenar un poco la hemorragia abierta por el cine “de autor” que con su cine arriesgado de los años sesenta y setenta había aportado muchas grandes obras a la historia del cine pero había también vaciado las salas.
Por otra parte, la pérdida relativa de espectadores que se produjo, se compensó con técnicas de marketing agresivo que lograron que una película no se limitase a vender entradas de cine, sino que también fuera capaz de obtener enormes beneficios gracias a todo tipo de merchandasing, desde tebeos, muñecos y juguetes a videojuegos. George Lucas fue de nuevo un pionero con el fenómeno comercial montado a partir de La Guerra de las galaxias. Los ingresos de la industria cinematográfica en realidad crecieron, gracias a las otras ventanas de exhibición que se abrieron para las películas: televisión, vídeo doméstico (vhs, cd y dvd’s) y finalmente canales de televisión de pago o por cable y la llegada de internet. Si en 1948 los ingresos mundiales de las Majors fueron de 6,9 millones (todos en salas de cine), en 2003 fueron de 41,1 millones (cines, televisión y vídeo doméstico). Eso sí, esos ingresos a partir de los años 80 del siglo pasado empezaron a emigrar de manera masiva hacia la industria de Estados Unidos y su modelo universal narrativo, con una progresiva caída de las cinematografías nacionales.
A finales del siglo XX empezó a detectarse un cierto cansancio hacia las teorías y fórmulas mágicas que hasta entonces habían funcionado. Un ejemplo fue la película Adaptation (2002), de Charlie Kaufman (dirigida por Spike Jonze), en la que los hermanos Charlie y Donald Kaufman tienen que adaptarse al difícil medio de Hollywood. Charlie es un artista y detesta las fórmulas al uso, en especial las de Robert McKee, mientras que su hermano Donald es un perfecto depredador adaptado a las junglas cinematográficas más comerciales.
Poco a poco, incluso en el Hollywood más convencional, se empezaron a ver de vez en cuando películas que reordenaban la estructura o que cometían algunos de los pecados que teóricos como Field, McKee y tantos otros prohibían, como el uso de la voz en off o los flashbacks complejos, como Memento (2000) o Pulp Fiction (1994), pionera en esa ruptura y que pasó por absolutamente innovadora en su momento.
Pero el verdadero cambio llegó desde un medio que ya se consideraba condenado a la decadencia frente al empuje de internet: la televisión. En gran parte el cambio se produjo gracias a la apuesta por series de calidad que hizo la cadena de televisión por cable HBO. Comenzó a verse en televisión (de pago) un nuevo tipo de narrativa en las que se prescindía de los lugares comunes de las sitcom al uso o del abuso de la multitrama. A todo ello se unió la eclosión del mundo digital, que coincidió en el tiempo con la crisis de las teorías convencionales y supuso una propuesta inagotable de nuevas maneras de narrar, en las que se empezaron a manejar con soltura términos como hipertexto o multinarrativa, interactividad, realidad virtual y muchos otros.
Todo lo anterior ha permitido que la narrativa audiovisual haya probado maneras diferentes a las de la narrativa convencional, y que se hayan puesto en cuestión las fórmulas habituales, como el viaje del héroe, el paradigma de Field o los diversos estructuralismos más o menos dogmáticos, como el de McKee. Es cierto que las cadenas por cable no consiguieron las audiencias de las televisiones en abierto, pero al menos sí fueron capaces de lograr el prestigio y el público necesario como para alcanzar la cuarta o quinta temporada, aunque veces entre grandes apuros, como en el caso de The Wire o Breaking Bad.
Ahora bien, el fin del dogmatismo estructuralista también ha permitido que se puedan aclarar algunos asuntos que los teóricos norteamericanos confundieron durante décadas, y con ellos todos sus seguidores. En primer lugar, en contra de lo que afirmó Field, Aristóteles no recomienda, o al menos no impone, la estructura en tres actos, pues en su Poética habla de estructuras de dos, tres, cuatro, cinco o más actos. Tampoco hay por qué identificar la manera de plantear o de contar a alguien una historia (planteamiento, desarrollo o desenlace) con una supuesta estructura subyacente, explícita o implícita, en “tres actos”. Una obra puede tener planteamiento, desarrollo y desenlace y, sin embargo, tener diez actos, como explique en Las paradojas del guionista con el ejemplo de La Ronda de Schnitzler, o tan solo uno, como en After hours, de Martin Scorsese.
Por otra parte, también es una simplificación brutal identificar la narrativa clásica con modelos simples o mecánicos como el viaje del héroe o la multitrama. La narrativa clásica no se limita a los estrechos límites de los cuentos para niños ni se ajusta necesariamente a las fórmulas impuestas por los preceptistas italianos o los clasicistas franceses a partir de la lectura (errónea) de Aristóteles. En los grandes autores del pasado, desde los trágicos griegos hasta Shakespeare, Proust, Ibsen o Joyce, se pueden encontrar a veces ese tipo de fórmulas, es cierto, pero también otras propuestas más ambiciosas y más semejantes a las de las nuevas series, que no han inventado, sino recuperado un pasado narrativo olvidado.
No cabe duda de que se pueden encontrar muchas semejanzas entre la multitrama de Steven Bochco y un relato como la Ilíada de Homero, donde en cada canto vamos saltando de un personaje a otro, con algunos episodios dedicados a uno u otro héroe,como en la Principalía de Diomedes o el combate entre Aquiles y Héctor. Pero la obra de Homero acaba de manera trágica, con la muerte de Héctor, sin el final reparador de la llamada “estructura en tres actos restauradora” (Three Act Restorative Structure). Aunque es cierto que hay una escena de redención final, cuando Aquiles acepta entregar el cadáver de su enemigo a Príamo, el desdichado padre de Héctor, no se puede considerar que se trate de un epílogo tranquilizador, como los que inevitablemente encontraremos en (casi) cualquier película de Spielberg o en cualquier obra del dramaturgo del siglo XIX Eugene Scribe. Es muy diferente la conmoción a veces devastadora de algunas obras griegas y shakesperianas de las reconfortantes píldoras emocionales que el cine de Hollywood administra a sus espectadores al final de cada película, también habituales en cualquier serie convencional.
La conclusión de esta renovación en la narrativa audiovisual es que, aunque durante años nos han dicho que al público ya no le interesaban las grandes historias, excepto si eran fábulas fáciles de digerir, y que había que huir de complicaciones innecesarias, el siglo 21 nos ha permitido descubrir que existe público para esas narraciones más complejas y que incluso pueden ser rentables. ¿Quiere esto decir que debemos abandonar todas las estructuras convencionales, los viajes del héroe, las encendidas exhortaciones de McKee, el paradigma de Field? Seguramente no. En primer lugar, porque esas fórmulas todavía se emplean de manera masiva en el cine comercial y los guionistas a menudo tendrán que vérselas con ellas; en segundo lugar porque esas fórmulas recogen también una tradición con aspectos positivos, probablemente son la que mejor aceptación ha tenido a lo largo de la historia, aunque también suelen ser la que con el paso de los años acaban siendo menos apreciadas: hoy en día, nadie recuerda las obras de Scribe.
Por otra parte, la historia de la narrativa, ya sea oral, escrita o audiovisual, es la del vaivén constante entre normas y excepciones, entre lo aceptado por una generación y lo negado por la siguiente, entre las fórmulas que entretienen a los abuelos pero aburren a sus nietos. Treinta años de dominio de las estructuras convencionales han logrado saturar al público y hacer que todo sea demasiado previsible (como explico en El guión del siglo 21), por lo que es razonable que el péndulo oscile hacia otras tradiciones narrativas y que se recupere una manera de contar las cosas menos simplista. Pero, ¿cuánto tiempo durará? ¿Cuándo volverá el péndulo a su ritmo acompasado y monótono?¿Cuándo se cansará el público tras la fascinación inicial, como se cansó, por desgracia, de las apuestas más ambiciosas de los años 70 del siglo pasado, para inclinarse de nuevo de manera casi exclusiva hacia las historias de estructuras básicas, de personajes planos, de desenlaces reparadores, de narrativas que se mueven en mundos tan alejados del nuestro que no son capaces de conmover los cimientos de nuestras certezas?
Epílogo en 2017
Escribí este artículo para que se publicara en una recopilación que me propusieron en la editorial Shangri La, pero al final lo descarté y lo sustituí por Homero en el ciberespacio, que es el que se publicó en Páginas pasaderas. Lo recupero ahora, con muy leves cambios. En cuanto a la pregunta final, tal vez ya estamos asistiendo a los primeros síntomas de una vuelta al maistream convencional, dado el éxito de series como Juego de tronos o The Walking Dead. De todos modos, por fortuna todavía se producen series más ambiciosas desde el punto de vista narrativo.
En El espectador es el protagonista, escrito tres o cuatro años después, desarrollé estos argumentos y mostré los que yo considero errores básicos de los teóricos de guión.
[Escrito en junio de 2012. Revisado en 2017]
El espectador es el protagonista
(Comprar en Casa del libro o Amazon)
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