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Sabios ignorantes y felices, de Daniel Tubau
Sabios ignorantes y felices, de Daniel Tubau

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Es más fácil ver que escuchar
¿Ataca Tucídides a Pericles?
David Hume
Platón, ¿creador de la filosofía evasiva?
La impopularidad del imperio ateniense
No hay una única receta para la felicidad, pero sí recetas felices
Siete maneras de alcanzar la felicidad
La nostalgia de Pericles

Comentario a Adolphe, de Benjamín Constand

«Otras veces, harto yo mismo de mi silencio, me entregaba a ciertas bromas, y mi ingenio, al ponerse en movimiento, me arrastraba más allá de toda mesura. Revelaba en un día las ridiculeces que había observado durante un mes. Los confidentes de mis súbitas efusiones no me las agradecían en absoluto, y tenían razón, ya que era la necesidad de hablar lo que se apoderaba de mí, y no la confianza. En las conversaciones con la mujer que, la primera, había contribuido a desarrollar mis ideas, contraje una inflexible aversión hacia todas las máximas comunes y todas las fórmulas dogmáticas. Así pues, cuando yo oía cómo la mediocridad se complacía en disertar sobre unos principios muy establecidos, muy incontestables, sobre moral o religión, me sentía llevado a contradecirla, no porque yo hubiese adoptado opiniones opuestas, sino porque me impacientaba ante una convicción tan firme y tan pesada. No sé qué clase de instinto me advertía, además, para que no me fiase de esos axiomas generales tan exentos de toda restricción, tan puros de todo matiz. Los necios hacen de su moral una masa compacta, para que se mezcle lo menos posible en sus acciones y los deje libres en todos los detalles»

(Benjamin Constand, Adolphe).

En alguno de mis cuentos he intentado decir lo mismo que Benjamín Constand expresa con tan aguda sencillez. Creo que en El Hombre de Budapest, donde uno de los personajes dice:

«El que yo discuta tus argumentos no significa que esté en desacuerdo con ellos, no contradigo tus ideas, sino, más bien, el modo en que las defiendes.»

A menudo se me ha acusado de contradecir a los demás por el simple placer de la discusión; se me reprocha, asimismo, el que si uno dice blanco yo digo negro, y si otro dice negro, yo digo blanco. Repito lo anterior: en esas ocasiones no discuto si algo es blanco o negro, tan sólo intento señalar la fragilidad, a veces la falsedad, del razonamiento que lleva a decir blanco o a decir negro.

Cito otro de mis cuentos, El Duelo:

«Todos podemos estar de acuerdo en mejorar el mundo, pero lo que realmente importa es el método que propone cada cual.»

Creo que en mi actitud y en la de Constant pueden adivinarse las huellas de la erística.


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