Algunos retratos de Goethe

Sereno, con una leve melancolía que ya no es la del joven que inició el movimiento romántico, sino la del hombre que ha regresado a la época clásica y se siente como en casa entre los restos del gran arte de la Antigüedad. Apoyado sobre las venerables ruinas, casi como una madame Recamier en una chaisse longue, con una mano casi sensual que descansa junto a la rodilla, mientras que la otra se deja caer, pero sin abandonarse del todo, mostrando en el índice la voluntad vigilante del hombre que es consciente de todo lo que hace y que dirige su vida con paso firme, proporcionando incluso a la posteridad la imagen que desea que se conserve de él.

La mirada y el gesto de los labios muestran al mismo tiempo seguridad en sí mismo y disposición a escuchar a los demás, una tolerancia movida por la misma cortesía y sentido de la oportunidad que le hace usar una capa para proteger su vestimenta de las incomodidades del viaje y del polvo inevitable de las ruinas.

En el cielo, algunas nubes oscuras que se alejan y comienzan a ser vencidas por el azul limpio y claro que rodea su cabeza y casi parece nacer de ella, como una metáfora de su cortesía de escritor y filósofo: la claridad y la sensatez.

Como único detalle fuera de tono puede señalarse el sombrero de ala ancha, mal calzado en su cráneo poderoso, lo que quizá se deba más a un error del pintor que al descuido de su propietario.

Goethe quiso dejar esta imagen a la posteridad en un momento muy importante de su vida: durante su viaje a Italia, que fue la confirmación de que su espíritu era clásico y no romántico.

Es una imagen muy distinta de la que de él tenían muchos de sus contemporáneos, no sólo en sus inicios, cuando era el más destacado romántico del movimiento Sturm und Drag, sino incluso después de que se alejara y renegara del romanticismo.

En su Viaje a Italia todavía se adivinan pasiones subterráneas, que su discreción le obliga a censurar, pero también le vemos entusiasmarse una y otra vez, ansioso por aprender de todo y de todos, más discípulo que maestro, pero, al mismo tiempo, celoso de su intimidad, de su independencia, reacio a regresar a Alemania, porque ello le obligará a retomar cargos y deberes. Intrépido e incluso temerario en su visita al Vesubio.

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Busto de un Goethe de 32 años (1881), que tal vez imita, a un Voltaire joven, pero también a un joven atleta grecorromano melancólico

 

 


 

 Retrato de un retrato

En los párrafos anteriores he intentado una larga descripción del retrato que Tischbein hizo de Goethe. Describí el cuadro por dos motivos: primero, para mostrar que se puede hacer una descripción bastante convincente y que, al mismo tiempo, esa descripción puede ser fundamentalmente falsa.

Es un procedimiento que se emplea a menudo: se elige una fotografía, un retrato o un paisaje, el que más se ajusta a nuestros intereses, y se convierte en símbolo y arquetipo de la persona o cosa representada. Todo lo que vamos describiendo parece probar nuestra opinión, pero en realidad sólo seleccionamos lo que coincide con ella.

En vez de decir que el cielo en el cuadro de Tischbein parece abrirse paso entre las nubes tormentosas a partir de la cabeza de Goethe, bien podría haber dicho que es la tormenta la que se precipita sobre Goethe, amenazando con sumergirlo en las tinieblas, lo que se acentúa por la presencia de las ruinas, y sobre todo las ruinas del castillo, que remiten a la época romántica, amenazas de las que no podrá protegerle esa capa de viajero que ya ni siquiera le cubre entero, pues una pierna impaciente asoma y la mano sobre la rodilla parece dispuesta, en un gesto decidido, a apartar a un lado el manto y liberarse; del mismo modo que la cabeza parece querer liberarse del artificio del sombrero, ya apenas sujeto en un equilibrio imposible.

Una imagen más sencilla del Goethe italiano en un dibujo hecho también por Tischbein y que le muestra, sin duda de manera más fiel, alejado de la pose.

Es fácil retorcer cualquier imagen, dirigiendo toda la luz de nuestro análisis al punto que más nos conviene. Es lo mismo que hacen los astrólogos cuando trazan la carta astral de Napoleón: «Saturno en el ascendente marca la guerra y el éxito, pero Urano en la casa Doce señala el riesgo de una ambición sin límites. Venus junto a Marte en Piscis indican infidelidades de alguien muy próximo…»

En definitiva, una vez que conocemos algo, es sencillo interpretar todo lo que vemos en función de nuestros ya adquiridos prejuicios, a los que solemos referirnos como «intuiciones».


El Goethe póstumo

GoetheLa imagen actual de Goethe no se corresponde exactamente con la que él quiso dejar a la posteridad en su viaje a Italia, sino con la de un hombre ya en la vejez. La del árbitro de la cultura de Weimar, el amigo de nobles y poderosos, el maestro al que acuden todos los filósofos, poetas y literatos de Alemania.

Es una imagen más fácil de ridiculizar, con el pecho cargado de medallas y condecoraciones, la piel blanda y rosada como la de un lechón. Esta es la imagen de Goethe que la posteridad de sus enemigos ha elegido. Un hombre del sistema, que prefería la injusticia al desorden. El hombre que se pasaba las tardes hablando con Eckerman y con los príncipes.

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Goethe con la mano en el pecho, tal vez contando los latidos de su corazón tras leer la carta que sostiene en la otra mano.

Lejos está ya el Goethe que provocó el suicidio de los jóvenes que leyeron su Werther, el libro que Napoleón siempre llevaba encima.

GoetheLejos también de ese Goethe gran señor de Weimar queda ya el infatigable viajero y el científico inquieto, el actor y el seductor. Lejos el joven de treinta y cinco años que contempla la silueta del rostro de una mujer y que, de nuevo, apoya un brazo y deja caer una mano casi lánguida.

Y, sin embargo, hay algo que coincide en todas las imágenes de Goethe, tal vez los ojos tan abiertos, que nunca se cansan de mirar un poco más lejos, que revelan que él también es Fausto, pero que él no llegará a entregar su alma al diablo de la conformidad diciendo: «¡Detente, instante!».

Cualquiera pensaría, viendo está imagen de Goethe a los 44 años, y también una anterior, que Goethe imitaba a Napoleón, pero en todo caso sucedería lo contrario.

 


Las imágenes de Goethe

Goethe y sus personajes, entre ellos Fausto

Tal vez sea una frase apócrifa, pero se dice que lo último que Goethe dijo en su lecho de muerte fue: «¡Luz, más luz!».

Sí, probablemente la frase no esconde el sentido oculto que algunos han querido buscarle, quizá fue simplemente una petición de luz en un cuarto en el que sus ojos, acostumbrados a verlo todo, ya no veían más que sombras, o un último intento por no ser sumergido definitivamente por la sombra.

Las imágenes, los retratos, y en su caso son muchos, congelan un momento en la vida de Goethe, pero pueden ser también engañosos.

Hay que recordar que un Goethe maduro parece renunciar a casi todo, y más que nada a la pasión, y para certificarlo escribe Las afinidades electivas. Pero años después, ya casi anciano, olvida todos sus propósitos sensatos, se enamora como quizá nunca antes lo estuvo, y escribe La elegía de Marienbad. De pronto le vemos de nuevo, sin condecoraciones, como un anciano vestido a la manera del joven Shelley.

Goethe no fue nunca previsible en vida y casi siempre escondió su juego. Tan sólo la muerte permitió que lo clasificaran aquí o allá. Parecía compartir la doctrina de los ilustrados romanos de la época final de la República, como César y Cicerón. Eran todos ateos en privado, pero consideraban, como después lo hicieron Robespierre y Napoleón, que esas creencias o falta de creencias había que mantenerlas en privado, casi en secreto.

Goethe, que fue casi sin ninguna duda un panteísta toda su vida, se mantuvo casi siempre discreto en las cuestiones religiosas. Pero tampoco se le puede acusar de hipócrita, pues al menos no hizo proselitismo de aquello en lo que no creía. Nunca escribió loas a los príncipes a la manera de la Henriada de Voltaire. Pudo haber sido una fuerza formidable al servicio de la Revolución, por la que sintió simpatías en su momento ( «los levantamientos revolucionarios de las clases bajas son consecuencia de la injusticia de los grandes»), si no hubiese sido porque la sucesión de acontecimientos que llevaron desde la Revolución hasta el Terror, enfrió el entusiasmo de cualquier persona sensata que no estuviera sedienta de sangre, incluido el marqués de Sade, al que Robespierre condenó por moderantismo.

Pero, incluso estando al servicio de los poderosos en su vejez, siempre mostró tolerancia y curiosidad por lo que era distinto. Admiró El sobrino de Rameau, de Diderot, como arma contra el nacionalismo y el catolicismo de los románticos. Él fue el responsable, con su Diwan de oriente y occidente, del interés por los poetas persas y árabes, y especialmente por Hafiz, que el gusto moderno occidental ha olvidado en favor de Jayyam. Se interesó por todas las culturas sin excepción y se entusiasmó en su vejez clásica por el mayor de los héroes románticos, Byron, al que no pudo conocer, como habían previsto, a su regreso de Grecia, porque Byron no regresó. Convirtió a Byron en un personaje de su último Fausto, Euforión, y volvió, en cierto modo, a ser romántico en su vejez, tal vez por su amor a la acción, que para él lo era todo.

La imprevisibilidad de Goethe, su antipatía ante cualquier idea simple, y especialmente hacia el nacionalismo, ha hecho imposible que pudiera ser utilizado por nadie. Los nazis pudieron apropiarse con facilidad del salvaje Nietzsche, pero no pudieron sumar al sensato Goethe a sus aliados intelectuales. En el diccionario del nazismo, Goethe apenas ocupa un párrafo incómodo, porque no pudieron dejar fuera a la personalidad más poderosa que ha dado Alemania, pero tampoco pudieron encontrar casi nada que coincidiese con sus ideas. En su universalismo, fue varias veces traidor a su patria.

Goethe a los 83 años, el último año de su vida

Goethe fue siempre un ciudadano del mundo y un europeo en una época en la que Europa todavía estaba inmersa en continuas guerras civiles. En su nombre es muy difícil instaurar ningún tipo de régimen intolerante, nacionalista o dogmático, ni siquiera uno que se basara en la europeidad, porque Goethe miró, y mucho, siempre más allá. Por eso, entre las muchas imágenes de Goethe, una de las que más me gusta es aquella en la que se le ve mirando la calle desde una ventana italiana.

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Goethe en Roma, por Tischbein

Goethe no es, como se repite a menudo, ni el mejor escritor, ni el mejor filósofo ni el mejor científico de Alemania, pero es la figura más deslumbrante por su curiosidad insaciable, faústica por supuesto. Y tal vez una de las más incomprendidas, porque es difícil entender o llegar a querer a alguien que nos mira casi siempre desde un pedestal.

Para entender a Goethe, hay que pasar por encima de muchas de las imágenes que él dejó, a propósito o sin querer, a la posteridad. Y también hay que olvidarse de las preferidas de quienes lo situaron en un pedestal o lo derribaron de él.

Bajo el pedestal de Goethe, en Viena

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